Ya la dejó el cabrón de mi hermano, piensa, reprimiendo una sonrisa cínica. Ya se la tiró, ya se hartó de ella y ya la mandó a la mierda. Y esta tontita pensó que era el gran amor de su vida y ahora quiere tirarse por el balcón.
No voy a ser capaz de decírselo, piensa ella.
– Tengo que confesarte algo y me da pánico.
– No tengas miedo, Zoe. Confía mí. Yo te quiero, hagas lo que hagas.
– Es que me da tanta vergüenza decírtelo, Ignacio.
– No me lo tienes que decir. Ya lo sé. Por eso te mandé las flores. Por eso les mandé los celulares. Sé perfectamente lo que está pasando entre tú y Gonzalo.
Ignacio trata de hablar con la voz más dulce y sosegada que es capaz de articular, para que no parezca ni remotamente que está celoso y ella se sienta en confianza de contárselo todo.
– Entre Gonzalo y yo no está pasando nada -dice ella, con amargura.
Está despechada, eso es todo, piensa él. Qué osadía llamarme porque él la abandonó y ahora no resiste estar sola. Pero debo ser frío y seguir el juego.
– Pero estás enamorada de él.
– No.
– No me mientas, Zoe.
– No te miento. No estoy enamorada de él. No quiero verlo más.
Cómo pudiste acostarte con mi hermano, grandísima puta, tiene ganas de gritarle, pero se calla, se reprime, ahoga la furia creciente y juega el papel de hombre maduro en pleno control de sus emociones.
– Estás enamorada de Gonzalo, Zoe. No lo niegues. Es obvio. Yo estoy al tanto de todo. No tienes que mentirme.
– No te estoy mintiendo -ahora ella vuelve a sentarse en la cama, cruza las piernas y lo mira a los ojos.
– ¿Cuál es el problema? -se enfada un poco él-. ¿Gonzalo ya se aburrió de ti y te sientes sola y por eso me has llamado?
En seguida se arrepiente de haberle hablado con cierta dureza.
– El problema no es Gonzalo -baja ella la mirada-. Olvídate de Gonzalo.
– ¿Me vas a decir que tú y él no son amantes?
– No -dice ella, y en esos ojos hay la súplica desgarrada de que no siga haciéndole esa clase de preguntas, que sólo reabren las heridas-. No somos amantes. Estoy sola.
– Estás sola porque te ha dejado. Estás sola pero lo extrañas. Dime la verdad, Zoe. Puedes confiar en mí. Si quieres que te ayude, tienes que contarme las cosas como son.
Ahora Ignacio habla con una voz cómplice y por eso ella se siente más segura y dice:
– Tengo que contarte algo, pero no puedo, no me atrevo.
– Dime.
– Prométeme que no te vas a molestar.
Y ahora qué me va a decir esta sinvergüenza, se pregunta él, asustado.
– Te prometo. Digas lo que digas, no me voy a molestar y te voy a seguir queriendo.
– ¿Me lo prometes, Ignacio?
– Te lo juro.
Ahora me lo dirá: estoy enamorada de Gonzalo, quiero irme a vivir con él, quiero casarme con él. Si me dice eso, le daré un abrazo, me alegraré por ellos y disfrutaré de mi soledad como la estoy disfrutando ahora.
Zoe no se atreve a decírselo mirándolo a los ojos. Se levanta, camina, mira hacia la ciudad iluminada por el sol esplendoroso del mediodía y trata de decírselo pero no puede, el miedo la frena.
– ¿Qué? -insiste él, impaciente.
Por fin, ella quiebra el silencio con unas palabras que nunca imaginó diría con tanta tristeza:
– Estoy embarazada, Ignacio.
– ¿Qué has dicho? -reacciona él, con incredulidad. Ella voltea, lo mira a los ojos y rompe en llanto:
– Estoy embarazada y no sé qué hacer.
Ignacio camina hacia ella y la abraza.
– Tranquila -dice-. Todo va a estar bien.
Zoe llora, apoyada en su hombro, mientras él la consuela, acariciándole la espalda, diciéndole:
– No llores. Es un regalo de Dios.
Pero al mismo tiempo piensa: ¿cómo pueden haber sido tan irrespon-sables este par de perdedores?
– Estoy desesperada, Ignacio. Necesito que me ayudes. No sé qué hacer. Esta mañana quise abortar pero no pude.
– ¡Cómo se te ocurre abortar! -se sorprende él, y la abraza con más fuerza-. Toda tu vida has querido ser madre y ahora Dios te ha dado esta oportunidad. No puedes abortar. Te harías un daño tremendo.
– Pero no puedo tener a este bebé. No puedo. Es una locura.
Zoe llora desconsolada y él procura calmarla, diciéndole una y otra vez:
– Tranquila, todo va a estar bien.
De pronto, ella lo sorprende:
– Podría ser tu hijo.
Ignacio se separa de ella, frunce el ceño y dice:
– No digas tonterías, Zoe.
– Es verdad. Por esos días hicimos el amor.
– No me mientas. Tú sabes que yo no puedo tener hijos.
– ¿Y si has cambiado? ¿Y si ha sido un milagro? Tú crees en Dios más que yo. ¿Dios no hace milagros?
– ¡Tu hijo no es de Dios ni mío, Zoe! -se enoja Ignacio, levantando la voz-. Deja de jugar conmigo. Comprendo que estás pasando por un mal momento y te voy a ayudar. Pero no trates de hacerme creer que soy el padre. No te burles de mí. No me tomes el pelo. Eso ya es demasiado.
Zoe se sienta en la cama y se cubre el rostro con las manos.
– No he dicho que lo seas. He dicho que podrías serlo.
– ¿O sea que soy uno de los candidatos? -se burla él.
– No me hagas daño, Ignacio -lo mira ella, los ojos húmedos-. Necesito que me ayudes, no que te burles de mí.
– Y yo necesito que me digas la verdad: ¿quién es el padre?
Zoe calla, no lo puede decir, la vergüenza es como un baldón pesado que la hunde en el silencio.
– Gonzalo es el padre. No me lo tienes que decir. Ignacio camina por la habitación, se lleva las manos a la cintura y, no lo puede evitar, estalla:
– ¡No sólo tenías que tirarte a mi hermano! -grita-. ¡Para colmo, tenías que quedar embarazada!
– No sé si Gonzalo es el padre -se defiende ella, entre sollozos-. Podrías ser tú, Ignacio.
– ¡No me mientas! ¡No te mientas! ¡Sabes perfectamente que Gonzalo es el padre!
Zoe calla.
– ¿Se lo has dicho a él? -intenta calmarse Ignacio.
– Sí.
– ¿Y? ¿Se metió abajo de la cama?
– Sí. No quiere saber nada del asunto. No quiere verme más.
Eso te pasa por idiota, piensa él, pero evita decirlo porque no quiere dejarse arrastrar por la rabia y terminar diciendo mezquindades de las que luego se arrepentirá.
– ¿Qué vas a hacer? -pregunta.
– No lo sé.
– ¿Vas a abortar?
– No puedo.
Sí puedes tirarte a mi hermano y ahora te haces la mujer sensible y moralista que no puede abortar: no me jodas, piensa él.
– ¿Cómo quieres que te ayude?
– Abrázame. Quiero que me abraces y me digas que todo va a estar bien.
– No puedo -dice él, enfadado, tenso, los puños cerrados, como si quisiera pegarle a alguien.
– Por favor, Ignacio. Abrázame.
– ¡Cómo se te ocurre acostarte con mi hermano y encima no cuidarte! ¿Estás loca?
– ¿Quieres que aborte? Si tú me lo pides, aborto.
– ¡No! ¡No he dicho eso!
– No me grites. Abrázame. ¿No te das cuenta de que estoy hecha mierda?
Sentada sobre la cama, Zoe llora. De espalda a ella, mirando la ciudad, Ignacio pelea con su orgullo.
– ¿Qué quieres hacer? -pregunta.
– No sé -responde ella.
– ¿Quieres tener al bebé?
– Sí. No puedo abortar. Traté esta mañana pero no pude.
– ¿Quieres volver con Gonzalo?
– No. Nunca más. No quiero verlo. Me hace mucho daño.
– ¿Quieres vivir sola? ¿Quieres que te compre una casa? ¿Quieres que te deje nuestra casa? Dime exactamente qué quieres hacer y yo veré si puedo ayudarte.
Ahora Ignacio habla con absoluta frialdad, como un hombre de nego-cios.
– No sé si quiero vivir sola. No sé, Ignacio. Sólo necesito saber que tú me vas a ayudar, que no me vas a dejar sola.
– ¿Quieres irte con tus padres?
– No. Prefiero no decirles nada. No entenderían. Ignacio toma aire y dice estas palabras que le duelen en el alma, pero de las que se siente orgulloso: