– ¿Por qué no vienes unos días a la casa, descansas y decides qué quieres hacer?
Zoe permanece en silencio. Es un hombre bueno, piensa. Me quiere ayudar. A pesar de todo, está dispuesto a que vuelva a la casa. Nunca debí dejarlo. Es noble, tiene un corazón grande y me quiere a su manera, no con toda la pasión que yo quisiera, pero me quiere.
– ¿No te molestaría que regrese a la casa unos días?
– No. Me preocupa que estés acá, sola. En la casa estarás mejor.
– Sobre todo si estoy contigo -dice ella, y se alivia la nariz con un pañuelo.
– Lo nuestro se terminó, Zoe. No nos engañemos. Te has acostado con mi hermano. Estás embarazada de él. Ahora somos amigos y punto. Pero como amigo, no quiero darte la espalda en este momento tan difícil.
– ¿Y si el bebé es tuyo, Ignacio? ¿Cómo puedes estar tan seguro de que es de tu hermano?
– ¡Yo no me tiré a mi hermano! -grita él-. ¡Te lo tiraste tú! ¡Tú deberías saber esas cosas! ¡Lo que yo sé es que no puedo tener hijos!
– Quizás te has curado. No te molestes. A veces pasan estas cosas raras.
– No sigas con ese rollo, Zoe, que me voy a molestar, me voy a largar de acá y no me vas a ver más. ¡No me tomes el pelo! ¡No soy un imbécil! Sé perfectamente que no puedo tener hijos y que el canalla, irresponsable y traidor de mi hermano te ha dejado embarazada. Ésos son los hechos, aunque no te gusten. No intentes cambiarlos, ¿de acuerdo?
– De todos modos, me haré algún día un examen de sangre. Quién sabe si a lo mejor termina siendo tu hijo. ¿No sería precioso?
Zoe sonríe, emocionada, pero Ignacio no la acompaña:
– Cállate, por favor. No sigas diciendo estupideces. Se hace un silencio.
– Me voy -dice él-. Vendré a buscarte al final de la tarde. ¿Te parece bien?
– Sí -dice ella-. Pero, por favor, abrázame antes de irte.
Ignacio la mira a los ojos y dice:
– No puedo, Zoe. No puedo.
Luego camina hacia la puerta, pero ella corre tras él, lo detiene y lo abraza, desesperada, llorando.
– Perdóname, Ignacio. Perdóname, por favor.
Ignacio la abraza débilmente, pero no puede decirle que la perdona.
– Te llamo más tarde -dice, y se marcha contrariado.
Pasan las horas. Zoe no sale de su habitación. No tiene hambre. No come nada. Ve televisión, echada en la cama. Se siente fatal. Espera una llamada: la voz de Ignacio diciéndole que la perdona y la va a ayudar. Pero él no llama. No me va a perdonar nunca, piensa. No debí decirle que a lo mejor él es el padre. Lo tomó como un insulto. Pero ¿y si lo es? El canalla de Gonzalo tiene la culpa de todo. Yo caí como una mansa paloma, como una de las tantas mujeres que han caído por él, porque me coqueteó y me tentó, aprovechándose de que estaba aburrida en mi matrimonio. Pero ¿qué clase de hombre le haría eso a su hermano? Es una lagartija, una víbora traidora. Sabiendo que estoy jodida, me da la espalda, ni siquiera me llama para preguntarme cómo estoy. Te odio, Gonzalo. Tú tienes la culpa de todo. Si no fuera por ti, seguiría con Ignacio, un poco aburrida pero tranquila, después de todo. Entonces no me daba cuenta de lo simple y placentera que podía ser mi vida: ahora que la he perdido, la echo tanto de menos. Extraño mis clases de yoga y cocina, el jardín de mi casa, las tardes solas en mi ordenador escribiendo cualquier tontería, el silbido de Ignacio cuando llegaba a la casa, sentarnos a comer viendo las noticias en la tele, esos pequeños momentos cuando mi vida era simple y apacible, no todo lo apasionada que yo habría querido, pero al menos estable, tranquila, más feliz de lo que entonces me daba cuenta. Todo eso lo he perdido y no volverá porque Ignacio no me llama y probablemente no llamará más, aunque me dijera más temprano que seguirá siendo mi amigo. Y la culpa la tienes tú, Gonzalo, que me engañaste sólo para tener sexo con la mujer de tu hermano.
Zoe busca el celular que le regaló Ignacio y marca el número uno. Nadie contesta. Espera a que suene el timbre de rigor y deja un mensaje
– Gonzalo:
– Eres un pobre diablo. Nunca vas a ser como Ignacio. En el fondo lo envidias porque es mejor que tú. Lo odias porque nunca serás tan inteligente y decente como él. Por eso te acostaste conmigo, para vengar tu complejo de inferioridad. Pues déjame decirte algo, guapito: tu complejo está justificado, porque eres muy inferior a Ignacio. Me has hecho mucho daño y ahora estoy sufriendo sola por tu culpa. Qué grave error fue confiar en ti. Adiós.
En ese mismo instante en que ella le habla al contestador, Gonzalo tiene el celular apagado porque está haciendo el amor con Laura. La ha llamado la noche anterior, se han reunido a tomar una copa en un bar de moda, se han dicho promesas de amor y han pasado la noche juntos en su casa. Ahora es media mañana y Laura no ha querido ir a sus clases de actuación para quedarse en la cama con Gonzalo. Se aman una vez más, sin prisa, con el deliberado propósito de prolongar todo cuanto sea posible esa ceremonia de los sentidos, diciéndose cosas encendidas al oído, erizándose ella con las rudezas que él se permite y las procaci-dades que le susurra, mintiendo él a sabiendas cuando le dice:
– Eres el amor de mi vida. No puedo vivir sin ti.
Ella se entrega con una ingenuidad y una nobleza que a él, en cierto modo, le conmueven, y pregunta, sin interrumpir el goce de los cuerpos:
– ¿Te vas a casar conmigo?
– Sí, mi amor, el próximo año -dice él, sabiendo que miente con frialdad.
– Te quiero tanto, Gonzalo.
– Yo también, gatita.
Gonzalo cierra los ojos y piensa en Zoe entregándose a él con una impaciencia peligrosa y tiene la certeza de que nunca más volverá a amar a la mujer de su hermano y al abrir los ojos se encuentra con Laura y piensa que seguirá con ella todo el tiempo que pueda seguir engañándola con promesas vagas de matrimonio, seguirá con ella por una sola razón, el placer intenso y delicioso que encuentra cada vez que, como ahora, hacen el amor.
Mientras tanto, Ignacio conduce su auto lentamente. No quiere volver al banco. No puede concentrarse en los asuntos del trabajo. Tiene la cabeza en otra parte, en Zoe y su embarazo, en la última traición de Gonzalo abandonando a Zoe con un bebé en el vientre. Se llena de rabia contra los dos, contra ella por haber sido tan tonta, tan fácil de manipular y tan injusta con él; y contra su hermano por haber sido capaz de la doble vileza de seducir a su esposa y luego humillarla, dejándola embarazada. Estoy seguro de que la ha embarazado a propósito, para vengarse de mí, piensa. No le bastaba con tirarse a mi mujer: tenía que hacerle un bebé para recordarme que yo no puedo tener hijos, para sentirse superior a mí de esa retorcida y acomplejada manera y para humillarme en público, porque cree que, tarde o temprano, Zoe tendrá al bebé y la gente acabará por saber que no es mío. Maldito hijo de puta. No puedo creer que mamá, siendo tan buena, tuviera a esta rata.
Debería mandarlo matar. No merece seguir viviendo. Sólo sabe pintar mamarrachos, copular con mujeres como una bestia de las cavernas y hacerle daño a la gente. ¡Y luego me culpa a mí de todo! En el fondo, Zoe ha sido usada por Gonzalo para hacerme daño a mí. Está clarísimo que el embarazo no ha sido una casualidad: él lo ha buscado con las peores intenciones de joderme la vida. Quiere destruirme. Quiere que la vergüenza de saberme traicionado por mi mujer acabe conmigo. Cree que soy débil, que me pegaré un tiro o saltaré por la ventana de mi oficina, que renunciaré al banco y me volveré un alcohólico. Te equi-vocas, maldito hijo de puta. Soy más fuerte y más frío que tú. Esta batalla, la más terrible de mi vida y también la más importante, la voy a ganar. No sé cómo, pero, al final, yo saldré mejor parado que tú. Ya verás, Gonzalo: ahora estarás feliz, pensando que me jodiste, pero no cantes victoria, que al final te llevarás una sorpresa. Haré todo lo que sea necesario, incluso tragarme mi orgullo y perdonar a Zoe, para que tú no me ganes esta guerra miserable que has emprendido contra mí sólo porque eres un perdedor, un envidioso, un acomplejado que no puede tolerar que yo, tu hermano mayor, tenga más éxito que tú, el artista bohemio que odia al mundo. Pues ya verás que sigues siendo un perdedor, Gonzalo, y que esta pelea final la ganaré también.