Ignacio detiene su auto en un cementerio exclusivo, en las afueras de la ciudad, al borde de la autopista. Es un vasto campo verde, cercado por una red de alambre, en el que yacen sepultados los cadáveres de hombres y mujeres que gozaron de fortuna o pertenecieron a familias más o menos pudientes. Ignacio camina lentamente, las manos en los bolsillos, entre tantas lápidas de mármol y piedra en las que han sido grabados los nombres de los que allí fueron enterrados. Desde lejos, reconoce sin dificultad la tumba de su padre. Recuerda bien la última ocasión en que la visitó: hace unos meses, acompañando a su madre, al cumplirse un aniversario más de la muerte de su padre. Aquella vez le dejaron flores, rezaron juntos de rodillas y se emocionaron pensando en los buenos momentos que él y su madre pasaron con ese hombre que ahora es un recuerdo cada vez más difuminado por el tiempo. De pie frente a la tumba de su padre, Ignacio cierra los ojos, piensa en él, respira más tranquilamente, deja ir la rabia, la sed de venganza, el orgullo excesivo que suele inducirlo al error. Cierra los ojos y habla con éclass="underline"
«Papá, he venido a verte porque estoy en serios problemas. No sé qué hacer. Necesito tu ayuda. Tú me enseñaste a ser fuerte, a sobrepo-nerme a las dificultades, a crecerme en la adversidad, pero ahora, créeme, siento que no puedo más. Zoe y Gonzalo me han traicionado. Zoe está embarazada de él. Me pide que la ayude. No sé qué hacer. Por un lado, tengo ganas de mandarla al diablo y no verla más; por otro lado, sigue siendo mi mujer y, aunque haya cometido una bajeza tan fea, no quiero abandonarla cuando más me necesita. Ayúdame, por favor, papá, a ser un digno hijo tuyo. Aconséjame, si puedes, una última vez. Tú fuiste mi inspiración, sigues siéndolo, y por eso he venido a verte, porque sé que tú verías con claridad lo que debo hacer. Te extraño, papá. Nada es igual sin ti. Trato de seguir tu ejemplo, honrar tu memoria portándome como tú habrías querido, pero ahora todo se ha ido a la mierda, mi propia familia me ha apuñalado en la espalda, sólo puedo confiar en mamá y aferrarme a tu recuerdo, a las enseñanzas que me dejaste. No me dejes solo, papá. Dime algo. Dime qué debo hacer para que te sientas orgulloso de mí y para que, cuando me toque morir, tenga la paz que tenías tú en la mirada cuando te marchaste para siempre. Yo sólo puedo ser feliz cuando te imagino sonriendo en el cielo, orgulloso de tu familia. Ayúdame, papá. No puedo contarle esto a mamá. Le daría un infarto, la mataría. Tú sabes cómo ella quiere a Gonzalo. No puedo decirle lo que Gonzalo y Zoe han hecho. Pero debo tomar una decisión rápida y firme, porque Zoe está desesperada, no sabe qué hacer con su bebé, y temo que podría hacer una locura. Ayúdame, papá. Estoy perdido. Me haces tanta falta, viejo. Todo se fue a la mierda cuando te fuiste. Mira cómo hemos terminado en la familia. Mira lo jodido que estoy sin ti. Ayúdame, papá, que no sé qué diablos hacer.»
Ignacio cae de rodillas, llorando. Baja la cabeza, se lleva una mano a la frente y pregunta:
– ¿Qué hago con Zoe?
«Perdónala», escucha una voz que sale de su corazón.
– ¿Qué hacemos con el bebé?
«Sé tú el padre.»
– No puedo.
«Sí puedes. Te hará muy feliz.»
– ¿Qué hago con Gonzalo?
«Perdónalo.»
– No puedo. Es imposible.
«Sí puedes. Son hermanos. Enséñale que, a pesar de todo, lo sigues queriendo. Es un pobre chico. No sabe querer. Enséñale a querer.»
– Me pides demasiado, papá. No voy a poder.
«Sí vas a poder. Perdónalos. Sé tú el padre de ese bebé. No dejes sola a Zoe. No la dejes abortar. Ayúdala, protégela, quiérela. Tengan al niño. Vas a ser el hombre más feliz del mundo.»
Ignacio se echa de espaldas en el pasto y llora mirando al cielo. No me dejes solo, papá, piensa.
Un momento después, todavía tendido en el pasto al lado de la tumba de su padre, llama al celular de Zoe.
– ¿Ignacio? -contesta ella, con una voz herida y, al mismo tiempo, ilusionada.
Está en una tienda de lujo, comprando ropa para el bebé. No soportaba más el hotel. Salió a pasear, a respirar aire fresco, a pensar en que tiene que prepararse para que el bebé se sienta amado, y por eso ha terminado en unos grandes almacenes, comprando muñecos y ropas para el bebé, reafirmando su convicción de que, en cualquier caso, aun si Ignacio también le da la espalda, nadie le sacará del vientre a su bebé y será la madre más amorosa del mundo.
– ¿Qué haces? -pregunta él, con la voz un poco quebrada por le emoción.
– Comprando ropitas para el bebé. ¿Y tú?
– Nada. Vine a ver a papá.
Hay un silencio que inquieta a Zoe.
– ¿Estás bien? -pregunta, preocupada.
– Sí. Todo bien. ¿A qué hora estarás de vuelta en el hotel?
– Ya estoy terminando. En media hora puedo estar de regreso en el hotel.
– Ten tus cosas listas. Paso a recogerte en media hora. Quiero que vuelvas a la casa.
– ¿Estás seguro?
– Sí. Absolutamente.
Zoe se emociona.
– Te adoro, Ignacio. Tienes el corazón más grande del mundo. Sabía que no me dejarías sola.
– Yo también te adoro. Nos vemos en media hora. Compra cosas lindas para el bebé.
Ignacio cuelga el celular y no puede evitar seguir llorando. Gracias, papá, piensa.
Sabe que es probablemente la decisión más importante de su vida. No duda, sin embargo. Al salir del cementerio y encender su camioneta, se siente reconfortado por la clara certeza de que hará lo que su padre esperaría de él, lo que un hombre bueno debería hacer en esa circunstancia inesperada, aunque le doliese en el alma y dejase media vida en el camino. Todavía está dolido, desde luego, pero, sobreponiéndose a esa aflicción, ha decidido apostar por el amor y dar una batalla sin reservas para que el bebé de su mujer pueda vivir. Acelerando por la autopista, el saco doblado en el asiento de atrás, los ojos protegidos por unas gafas oscuras, puede avizorar los eventos futuros que sacudirán su vida de un modo que nunca imaginó y, aunque se consuela pensando en que hará lo correcto y lo que dicta su corazón, tiene miedo de no ser suficientemente fuerte y generoso para salir airoso de ese desafío: el de amar a un hijo que no es suyo y es el fruto de una traición a sus espaldas. No lo haré por Zoe, piensa. No lo haré por Gonzalo. No lo haré tampoco por el bebé, que sin duda merece vivir, a pesar de haber sido concebido en tan desgraciadas circuns-tancias. Lo haré por ti, papá. Lo haré porque eso es exactamente lo que tú harías en mis zapatos. Lo haré para darte el regalo que tú merecías y no alcancé a darte antes de que murieras. Lo haré para que tengas la felicidad de ser abuelo, dondequiera que estés. Lo haré para que mamá pueda besar y abrazar a un nieto o una nieta, como ha soñado tanto tiempo. Lo haré por ustedes, que fueron unos padres ejemplares, pero por ti especialmente, que fuiste mi héroe, mi inspiración, y que todavía vives acá, en mi corazón.
Al llegar al hotel, deja las llaves de su camioneta en manos de un muchacho uniformado, que se encargará de aparcarlo en un lugar cercano, y, tras cruzar el vestíbulo a paso raudo, procurando alejar de su mente el recuerdo de la mañana reciente en que sorprendió a Gonzalo dirigiéndose a la habitación de Zoe, sube a un ascensor y oprime el botón del séptimo piso. No es exactamente amor lo que siente por su esposa: es pena, compasión, lástima, deseos de prote-gerla en tan contrariada circunstancia, un instinto casi paternal de cuidarla porque la sabe más vulnerable que nunca. A pesar de que todavía es formalmente su esposa, Ignacio siente que la quiere, en ese momento, del modo incondicional como podría querer a una hermana menor o a la hija que nunca tuvo ni seguramente tendrá. No sé si estoy enamorado de ella, pero eso no importa tanto en este momento, piensa. Quizás nunca más pueda amarla como la amaba cuando nos casamos. Aquel amor tal vez se extinguió y no volverá. Pero sé que quiero a Zoe más que a nadie en todo el mundo y que haría cualquier cosa para protegerla del dolor y la infelicidad. En ese sentido, la quiero: es mi sangre, parte de mi tribu, mi familia más íntima, mi compañera en buenas y malas aventuras, y, aunque ella cayese en la comprensible debilidad de desear a otro hombre, que por desgracia era mi hermano, no puedo dejar de quererla, no podría odiarla por el resto de mis días, porque eso, lo sé, me haría condenadamente infeliz, me rebajaría al nivel de miseria moral en que ha caído mi hermano y me haría indigno de ser hijo de papá. No estoy enamorado de Zoe, pero la amo de la manera más limpia y auténtica: no espero nada a cambio, ni siquiera su lealtad, pues sólo me basta saberla contenta para sentirme suficiente-mente recompensado y feliz. Por eso me la llevaré a casa y la cuidaré como si fuera mi hija. Seré padre dos veces al mismo tiempo: de ella y de su bebé. Y sé que eso me hará feliz, porque ahora mismo me siento emocionado de sólo pensar que, a diferencia de mi hermano, el pobre tan mezquino y egoísta, soy capaz de dar amor en las más adversas circunstancias, y ese amor, que mis padres sembraron en mí y ahora me salva de la infelicidad, me traerá, lo sé, las más grandes alegrías de mi vida. Es, por eso, un acto de supervivencia y desesperado egoísmo el que estoy por llevar a cabo: la perdonaré y la seguiré amando porque sólo así podré ser feliz.