Ignacio arde de ira. Imagina a su mujer con su hermano, cómplices, riéndose otra vez de él. Iré al taller y haré mierda sus cuadros. Sale de su casa, sube a la camioneta y maneja de prisa rumbo a la casa de Gonzalo. Acelera, conduce por encima del límite de velocidad. Al diablo el control, piensa. Yo también soy un bárbaro. Ahora verán estos dos imbéciles de lo que soy capaz. ¿Creen que soy un pelotudo? Ahora veremos si soy un pelotudo.
Ignacio pasa frente a la iglesia del barrio, allí donde oye misa los domingos. Se persigna por costumbre. Recuerda a Dios. Señor, ayúdame, piensa. Desacelera la camioneta, respira hondo, trata de recuperar el control. Señor, ayúdame a ser bueno, a no caer en la violencia, piensa. No vayas, Ignacio, se dice. Regresa a casa. No te humilles. Si vas furioso a verlos, sólo pueden pasar cosas malas. Te arrepentirás. Cálmate. Regresa.
A pesar de que tiene ganas de romperle la cara a su hermano, de encontrar a su mujer en la cama con él, de confirmar así sus peores augurios, Ignacio se sorprende a sí mismo, cambia de planes y regresa lentamente a casa. Después de darse una ducha caliente, viste su ropa de dormir, come algo ligero, se mete a la cama y prende el televisor. Espera a Zoe. Espérala tranquilo, pídele perdón, trátala con cariño, no le preguntes adónde fue, de dónde viene.
Es tarde cuando Zoe regresa por fin. Ignacio sigue en su cama, aburrido de esperarla, leyendo, el televisor encendido en las noticias. Ella entra al cuarto, no lo mira, se dirige al baño. Tiene una expresión compungida. Ignacio ve en su rostro dolor, pena, abatimiento, no rabia contra él. Es una mujer infeliz, piensa. Yo la estoy haciendo infeliz.
Ignacio sale de la cama y se acerca al baño. Ella está sentada, orinando.
– Hola -dice él.
– Hola -dice ella, sin mirarlo.
– ¿Adónde fuiste? -pregunta él, sabiendo que no debería.
– Por ahí -dice ella, con una voz apagada, la mirada perdida en algún punto del piso de mármol.
Ignacio mide sus palabras, recuerda que no debe enojarse ni decir nada de lo que luego se arrepentirá.
– Perdóname, Zoe -dice, mientras ella se lava las manos-. Me porté como un idiota. Lo siento.
Ella no dice nada, ni siquiera lo mira en el espejo, sigue lavándose las manos con un jabón blanco. Luego moja una bolita de algodón con agua purificadora y la pasa por su rostro, ignorando a Ignacio.
– No entiendo por qué hiciste eso -dice-. Era un cuadro que me encantaba. ¿Por qué tenías que tirarlo a la piscina? ¿Sólo porque se lo compré a tu hermano? ¿Porque no me lo regaló y me cobró una plata? No te entiendo, Ignacio. haces cosas que me duelen y que no tienen sentido. Te portas como un niño caprichoso. Y no estoy dispuesta a seguir aguantando tus caprichos. Que te los aguante la pesada de tu mamá.
No metas a mi madre en esto, por favor, piensa él, pero no lo dice porque no quiere pelear, quiere reconciliarse con su mujer y dejar atrás el penoso incidente del cuadro.
– Yo tampoco sé por qué lo hice -miente-. Sólo puedo pedirte perdon. Me da vergüenza lo que hice.
– A mí tambien me da vergüenza lo que hiciste -dice ella, pasando cuidadosamente por su rostro un algodón más-. Y lo peor es que no lo entiendo. Si hubiera comprado un cuadro de cualquier pintor, no te habrías molestado así. Lo que te molestó fue que se lo comprase a tu hermano. El problema es Gonzalo. No sé qué tienes contra él.
Lo que tengo contra él es que tú le gustas y creo que estás tirando con él, piensa Ignacio, controlando la ira que siente crecer.
– No tengo nada contra Gonzalo -miente-. Sólo me indignó que te cobrase por un cuadro, cuando él vive de la plata que yo le doy en el banco.
– Esa plata no se la das porque seas muy generoso, Ignacio -ella lo mira por fin, con cierto disgusto-. Se la das porque le corresponde. Gonzalo también es dueño del banco.
– Sí, claro, pero no trabaja, no va nunca, se queda en su casa pintando -se defiende Ignacio-. Yo trabajo doce horas diarias para que el banco sea un gran negocio y toda la familia pueda vivir muy bien, incluyendo a Gonzalo.
Ella lo mira con más tristeza que enfado, mueve la cabeza contrariada y dice:
– ¿Cuándo vas a dejar de compararte con tu hermano?
Luego camina a su cuarto, se pone un camisón de dormir y va a la cocina a comer algo. Es obvio que esa noche no saldrán a cenar. Ignacio ya está en ropa de domir y las cosas no podrían estar peor entre los dos. Que no tenga la osadía de pedirme sexo esta noche, piensa Zoe, mientras mira la refrigeradora y duda si comer una fruta o un yogur. Hoy es sábado y le toca hacerme el amor, pero tendrá que aguantarse por idiota. Tan rápido no lo vov a perdonar.
Zoe regresa al cuarto después de comer la manzana y el yogur. Se lava los dientes, cubre su rostro de unas cremas humectantes -mejor así, para que no me bese, piensa, sabiendo que a Ignacio le disgusta besarla cuando está con la cara cremosa, porque dice luego que le queda un sabor amargo en la boca-, se ve en el espejo, todavía joven y hermosa, y piensa que esa noche sólo le provocaría estar acostada al lado de Gonzalo, y no de Ignacio, tan pesado y predecible. Otra noche más con el aburrido de mi marido, piensa, cuando se mete a la cama, donde él la espera con una mirada culposa, como pidiéndole que lo perdone, que no siga molesta con él.
– Perdóname, mi amor -le dice él, y la abraza, cuando ella entra en la cama.
Zoe se deja abrazar como si estuviera muerta. Le reconforta saber que su marido todavía la quiere, pero hay algo en él, esa búsqueda de la corrección absoluta, del matrimonio perfecto según las reglas de su madre, que antes podía parecerle tierno pero ahora le inspira una cierta repugnancia. Me gustas más cuando rompes las reglas que cuando vuelves a ser el niño bueno de tu mamá, piensa ella, mientras le oye decir:
– No estés molesta. Perdóname. Le voy a comprar a Gonzalo un cuadro más lindo para ti. Te voy a llevar de viaje a donde tú quieras.
– No estoy molesta -dice ella apenas-. Estoy triste. Ignacio la besa en las mejillas, en la frente.
– No estés triste, mi amor -susurra-. Cuando tú estás triste, yo también.
Cuántas veces me habrás dicho eso, piensa ella. Ignacio tiene una erección, intenta besarla en la boca.
– Te quiero, ardillita -le dice.
– Hoy, no -dice Zoe, apartándolo.
– ¿Qué te pasa? -pregunta él, besándole el cuello, acercando su erección para que ella la sienta, tentándola.
– No me provoca, estoy cansada -dice ella.
– Pero es sábado -dice él-. No me castigues así. No seas mala.
– Hoy no, Ignacio -se resiste ella.
– Comprendo -dice él, dulcemente, sin molestarse, y deja de besarla y acariciarla.
Luego se quedan en silencio. Ella lee una novela de amor pero no se concentra porque piensa en Gonzalo. El lee la biografía de un hombre poderoso a quien admira. Cuando se aburre, cierra el libro, se persigna y reza echado en la cama. Gracias, Señor, por estar conmigo, piensa. Gracias por darme esta mujer, esta casa, la salud, tantas cosas buenas. Perdóname por lo que le hice a Zoe. Ayúdame a ser bueno, a hacerla feliz, a darle todo mi amor. Por favor, cuida a mi madre. Que no le pase nada malo. Que no sufra. Si decides llevártela, que muera en paz, sin dolor. Gracias por todo. Por favor, quédate conmigo y dame paz.
Ignacio apaga la luz, cierra los ojos, intenta dormir. Zoe sigue leyendo un rato más, pero luego apaga la lámpara y se acomoda para dormir porque sabe que a él le molesta que ella tenga la luz de su velador encendida cuando quiere dormir.
Cuando se duerma, me voy a masturbar en el baño, piensa Ignacio.
Cuando se duerma, vov a buscar a Patricio en internet, piensa Zoe.
Ha sido un sueño extraño, piensa Gonzalo, cuando despierta de esa larga siesta y descubre que Zoe se ha marchado. Ha soñado con cocaína. Gonzalo lleva años sin probarla. No quiere saber nada de ella. La dejó gracias a un tratamiento de desintoxicación en una clínica lejana. Es feliz sin metérsela por la nariz. Pero a veces sueña con cocaína. Como Ahora, que recuerda ese sueño tan intenso y perturbador del que acaba de sacudirse, despertando con brusquedad. Estaba en un aeropuerto. El oficial de aduanas le abría la maleta y preguntaba qué llevaba en ella. Sólo ropa, contestaba Gonzalo. En efecto, el oficial encontraba algunas prendas. De pronto, cogía una casaca celeste, muy gruesa, como para esquiar, la cortaba con una pequeña navaja y al hacerlo descubría, escondido en sus pliegues interiores, un polvo blanco que caía sobre la maleta. No puede ser, pensaba Gonzalo. Yo no he puesto cocaína adentro de mi casaca. El oficial tocaba el polvo con el dedo de una mano, se lo llevaba a la boca y, con un gesto adusto, sentenciaba que eso era cocaína y que Gonzalo quedaba arrestado. Me han tendido una trampa, pensaba Gonzalo, mientras sentía, avergonzado, las miradas de reproche y desprecio que le lanzaban algunos viajeros detrás de él. Luego el oficial se marchaba en busca de algún superior. Increíblemente, Gonzalo quedaba solo, sin vigilancia, y aprovechaba para meterse en una tienda de artículos turísticos. Una vez en ella, detrás de gruesos abrigos de pieles, encontraba, de milagro, una pequeña puerta de salida a la calle. La angustia de saberse arrestado por la policía se transformaba entonces en la euforia de sentirse de nuevo un hombre libre. Corría, subía a un taxi y le pedía que lo llevase a un hotel. No me encontrarán, pensaba. Yo sé esconderme. Viviré escondido el resto de mi vida. Alguien quiere joderme. Porque esa coca no era mía. Entonces Gonzalo despertó sobresaltado y volteó a mirar si Zoe seguía durmiendo a su lado, pero ella ya no estaba.