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Quisiera sentirse menos nervioso cuando toca la puerta, pero sabe que no será fácil y tiene miedo de perder el control, olvidar el plan que ha visto con tanta claridad en el cementerio y abandonarse a la ira y el rencor. Zoe abre la puerta, hace un esfuerzo por sonreír, lo invita a pasar y dice:

– No sabes lo feliz que me hizo tu llamada.

Ignacio le da un beso en la mejilla, pasa a la habitación, se quita los anteojos y, tratando de parecer aplomado, pregunta:

– ¿Compraste cosas bonitas?

– Lindas -se apresura en responder Zoe-. Están en la maleta. ¿Quieres verlas?

– No, ahora no -dice él, con una sonrisa.

– ¿Quieres tomar algo? -pregunta ella.

Tiene el pelo mojado, pues acaba de ducharse, y lleva un vestido de flores estampadas, muy ligero y veraniego, y unas sandalias de cuero. Aunque parece vestida para un día feliz en la playa, está a punto de regresar a la casa en la que se sentía tan condenadamente aburrida, con el hombre del que creía estar harta y al que ahora se aferra como un aliado indispensable para cumplir su sueño de ser mamá. Ignacio es un ángel, piensa. No puede odiarme. Quisiera, pero no puede. Le he dado buenas razones para odiarme, pero está acá, dispuesto a perdonarme y llevarme de regreso a casa. No me equivoqué al casarme con él. Sólo Ignacio es capaz de esta grandeza de espíritu. Una vez más, me ha dado una lección. Por eso lo quiero tanto, a pesar de todo.

– No, gracias -dice él-. ¿Tienes todo listo?

– Lista para partir -sonríe ella, nerviosamente-. Tengo el auto abajo en la cochera. ¿Vamos juntos o cada uno maneja su auto?

– Mejor ven conmigo. Después mando a alguien del banco a recoger tu auto.

– Perfecto. Yo prefiero ir contigo.

Ignacio levanta el teléfono y llama al maletero, quien aparece sin demora, recoge las valijas, las deja sobre un carrito rodante y se retira con una generosa propina en el bolsillo.

– Mételas en mi camioneta -le dice Ignacio, al darle el dinero-. Que tengan lista la cuenta. Bajamos en un minuto.

Luego cierra la puerta y sale al balcón. A su lado, en silencio, Zoe se pregunta qué estará pensando ese hombre al que, sospecha, nunca llegará a conocer del todo, pues a menudo, como ahora, la sorprende revelando unos sentimientos que creía inexistentes en él. No sé si lo amo, piensa. Pero lo admiro y lo respeto más que nunca. Y si me ayuda en este momento terrible de mi vida, me obligará a quererlo siempre, a perdonar sus manías y sus caprichos, a ver sus cosas buenas y pasar por alto las otras, que tanto me molestaban pero que, debo aceptarlo, no podré cambiar porque ya son parte de él y, por muy irritantes que me puedan resultar a veces, no llegan a ensombrecer sus grandes virtudes. No sé si te amo, Ignacio, pero amo a mi bebé, quiero darle vida y, si tú me ayudas en esta aventura, que me imagino será muy dolorosa para ti, te amaré más de lo que nunca te he querido.

– Hay algo que quiero decirte, Zoe -dice él, mirándola a los ojos, apoyado en la baranda del balcón, de cara a la ciudad en la que se enamoraron tiempo atrás.

– Si es algo malo, no me lo digas, por favor -se asusta ella-. Si has cambiado de opinión, sólo abrázame y ándate tranquilo, que yo me las arreglaré para encontrarme un sitio donde vivir.

– No he cambiado de opinión -dice él-. No voy a cambiar de opinión. Ésta es la decisión más difícil de mi vida y no quiero equivocarme. La he pensado bien. Vengo de la tumba de papá.

– Dime, mi amor -se arriesga ella, pero le sale del alma decirle eso.

No me digas nada, sólo abrázame y bésame, piensa, pero no se atreve a pedírselo, porque siente vergüenza de haberle dicho «mi amor», y recuerda que él le prometió que la ayudaría, pero sólo como amigo, y se estremece al pensar que ese hombre, al que ya no siente suyo, es sin duda el que más limpiamente la ha querido y es también el hombre al que ella traicionó. Merezco que me desprecies, Ignacio, piensa, pero escucha estas palabras que él dice lentamente, como si le costaran un esfuerzo muy grande:

– Te perdono, Zoe.

Ella enmudece, no sabe qué decir. Él la mira, los ojos húmedos, y dice:

– Te perdono porque te quiero. Te quiero más que nunca.

Ella lo abraza, deja caer su cabeza, abatida, sobre el pecho de Ignacio, que, viéndola llorar, la consuela, acariciándola con ternura.

– Este bebé que tienes acá va a nacer -le dice al oído, abrazándola con fuerza-. Voy a pelear para que puedas ser mamá, para que tu bebé pueda nacer felizmente.

– Ignacio -suspira ella, la cabeza recostada sobre su pecho-. Eres tan bueno. Cómo pude hacerte esto. Perdóname.

– Te perdono. Te quiero. Serás mamá, la mejor mamá del mundo -dice él, llorando-. Y si quieres que yo sea el padre, nada me haría más feliz.

Ella lo mira a los ojos, avergonzada por el dolor que ha provocado en ese hombre al que ahora admira más que nunca, pero al mismo tiempo ilusionada al pensar que podría ser el padre de su bebé.

– ¿Lo dices en serio? ¿Estás dispuesto a ser el papá?

– Absolutamente -responde él, sin dudar-. No necesito ninguna prueba médica. Si tú quieres que yo sea el padre, será la alegría más grande de mi vida.

Zoe besa a Ignacio, llorando los dos, abrazados en la terraza, bajo el sol radiante de la tarde, y siente que, increíblemente, los mejores momentos de su vida están por venir.

– Te quiero, Ignacio -susurra.

– Yo también te quiero, Zoe. Tendremos un hijo, después de todo, y seremos muy felices, ya verás.

En la camioneta, de regreso a casa, Zoe, abrumada por esa seguidilla de días tan intensos, recuesta su cabeza sobre las piernas de Ignacio, que conduce con la parsimonia habitual, y entonces él le acaricia el pelo con una mano mientras guía con la otra el timón, como hacía años atrás, cuando empezaron a salir juntos y se enamoraron. Luego enciende el equipo de música y elige una canción que sabe que a ella le encanta. Zoe la canta en voz muy bajita. La canto para ti, mi bebé, piensa. Para que sepas que nacerás gracias al amor. Esa canción me recuerda el amor. Algún día, te prometo, la cantaremos juntos. Ignacio baja un poco la ventana, respira una bocanada de aire fresco, decide que tomará un par de semanas de vacaciones para descansar con ella y quizás llevarla de viaje y, permitiéndose una sonrisa levísima, piensa: nada me hace más feliz que cuidar a esta mujer. ¿Quién habría dicho que Gonzalo, por querer vengarse de mí, me daría la felicidad más grande, la de ser padre?