La calle Tournebride, ancha, pero sucia, y de mala reputación, hubo de ser enteramente reconstruida, y sus habitantes fueron firmemente rechazados detrás de la plaza Sainte-Cécile; el pequeño Prado se ha convertido -sobre todo los domingos por la mañana- en lugar de reunión de los elegantes y notables. Hermosos comercios se han ido abriendo, uno por uno, al paso del gran mundo. Permanecen abiertos el lunes de Pascua, toda la noche de Navidad los domingos hasta mediodía. Al lado de Julien, el salchichero, famoso por sus pasteles calientes, el confitero Foulon expone sus renombradas especialidades, admirables pastelillos cónicos de manteca malva, coronados por una violeta de azúcar. En la vidriera del librero Dupaty se ven las novedades de la casa Pión, algunas obras técnicas, como por ejemplo, una teoría del Navío o un tratado del Velamen, una gran historia ilustrada de Bouville y ediciones de lujo elegantemente presentadas: Koenigsmarck, encuadernado en cuero azul, Le livre de mes fils de Paul Doumer, encuadernado en cuero crudo con flores purpúreas. Ghislaine “Costura fina, modelos de París”, separa a Piégeois, el florista, de Paquin, el anticuario. El peinador Gustave, con sus cuatro manicuras, ocupa el primer piso de un inmueble nuevo, pintado de amarillo.
Hace dos años, en la esquina del callejón des Moulins-Gémeneaur y de la calle Tournebride, una impúdica tiendita exhibía aún una propaganda del Tu-pu-nez, producto insecticida. Había florecido en los tiempos en que se pregonaba el bacalao en la plaza Sainte-Cécile; tenía cien años. Los vidrios de la portada rara vez estaban limpios; había que hacer un esfuerzo para distinguir, a través del polvo y el vapor, una multitud de pequeños personajes vestidos con jubones color de fuego, que figuraban ratas y ratones. Los animales desembarcaban de un navío de alto bordo, apoyados en bastones; apenas tocaban tierra, una campesina coquetonamente vestida, pero lívida y negra de grasa, los ponía en fuga rociándolos con Tu-pu-nez. Me gustaba mucho esta tienda, tenía un aire cínico y obstinado; recordaba con insolencia los derechos de los parásitos y la grasa a dos pasos de la iglesia más costosa de Francia.
La vieja herborista murió el año pasado y su sobrino ha vendido la casa. Bastó derribar unas paredes; ahora es una salita de conferencias, “ La Bombonera ”. El año pasado Henry Bordeaux dio una charla sobre alpinismo.
Por la calle Tournebride no hay que ir con prisa; las familias caminan lentamente. A veces se gana una fila porque toda una familia ha entrado en casa de Foulon o de Piégeois. Pero en otros momentos, es preciso detenerse y marcar el paso porque dos familias que pertenecen, una a la columna ascendente y otra a la columna descendente, se han encontrado y se toman de las manos. Avanzo a pasos cortos. Mi cabeza domina las dos columnas, y veo sombreros, un mar de sombreros. En su mayoría son negros y duros. De vez en cuando se ve uno que vuela en la punta de un brazo y descubre el tierno espejeo de un cráneo; después de unos instantes de vuelo pesado, se posa. En la calle Tournebride 16, el sombrerero Urbain, especialista en quepis, hace planear como un símbolo un inmenso sombrero rojo de arzobispo cuyas borlas de oro penden a dos metros del suelo.
Se produce un alto; acaba de formarse un grupo justo debajo de las borlas. Mi vecino espera sin impaciencia, con los brazos colgando; creo que este viejecito, pálido y frágil como una porcelana, es Coffier, el presidente de la Cámara de Comercio. Según parece, intimida mucho porque nunca dice nada. Vive en lo alto del Coteau Vert, en una gran casa de ladrillos cuyas ventanas están siempre abiertas de par en par. Se acabó; el grupo se ha disgregado; reanuda la marcha. Acaba de formarse otro, pero ocupa menos lugar; no bien constituido se aprieta contra el escaparate de Ghislaine. La columna ni siquiera se detiene; apenas se aparta un poco; desfilamos frente a seis personas tomadas de las manos: “Buenos días, señor, buenos días estimado señor, cómo está usted; pero cúbrase, señor, tomará frío; gracias, señora, es que no hace calor. Querida, te presento al doctor Lefrançois; doctor, encantada de conocerlo, mi marido siempre me habla del doctor Lefrançois que tan bien lo ha atendido, pero cúbrase, doctor, este frío le hará daño. Pero el doctor se curaría en seguida; ay, señora, los médicos son los que están peor atendidos; el doctor es un músico notable. Dios mío, doctor, no lo sabía; ¿toca usted el violín? El doctor tiene mucho talento”.
El viejecito que está a mi lado es seguramente Coffier; una de las mujeres del grupo, la morena, lo devora con los ojos mientras sonríe al doctor. Como si pensara: “Ahí está el señor Coffier, el presidente de la Cámara de Comercio; qué aspecto intimidador, dicen que es tan frío”. Pero M. Coffier no se digna ver nada: éstas son gentes del bulevar Maritime, no pertenecen al gran mundo. Desde que vengo a esta calle a ver los sombrerazos del domingo, he aprendido a distinguir las gentes del bulevar y las del Coteau. Cuando un tipo lleva un abrigo nuevecito, un sombrero flexible, una camisa deslumbradora, cuando desplaza aire, no es posible equivocarse: es del bulevar Maritime. Las gentes del Coteau Vert se distinguen por un no sé qué miserable y abatido. Tienen los hombros estrechos y un aire de insolencia en sus caras gastadas. Juraría que ese señor gordo que lleva a un niño de la mano, pertenece al Coteau; su rostro es gris y su corbata está anudada como un cordel.
El señor gordo se nos acerca; mira fijo a M. Coffier. Pero poco antes de cruzarse con él, desvía la cabeza y se pone a bromear paternalmente con su hijo, clavando los ojos en sus ojos, como un papá cabal; y de pronto, volviéndose con presteza hacia nosotros, echa una viva ojeada al viejecito y hace un saludo amplio y seco, con un ademán circular. El muchachito, desconcertado, no se ha descubierto; es un asunto de personas mayores.
En el ángulo de la calle Basse-de-Vieille nuestra columna tropieza con una columna de fieles que salen de misa; unas diez personas chocan y se saludan arremolinándose, pero los sombrerazos son demasiado rápidos para que pueda detallarlos; por encima de esta multitud gorda y pálida, la iglesia Sainte-Cécile yergue su monstruosa masa blanca: blanco de tiza sobre un cielo oscuro; detrás de esas murallas resplandecientes, retiene en sus flancos un poco del negro de la noche. La marcha se reanuda en un orden ligeramente modificado. M. Coffier ha quedado detrás de mí. Una señora de azul marino se pega a mi costado derecho. Viene de misa. Guiña los ojos, un poco deslumbrada por la mañana. Ese señor que camina delante de ella y que tiene una nuca tan delgada, es su marido.
En la otra acera, un señor que lleva a su mujer del brazo acaba de susurrarle unas palabras al oído y se ha puesto a sonreír. En seguida ella despoja cuidadosamente de toda expresión su cara cremosa y da unos pasos como ciega. Esos signos no engañan: van a saludar. En efecto, al cabo de un instante el señor echa la mano al aire. Cuando sus dedos están próximos al fieltro, vacilan un segundo antes de posarse delicadamente. Mientras levanta con suavidad el sombrero, bajando un poco la cabeza para ayudar la extracción, su mujer da un saltito grabando en su rostro una sonrisa juvenil. Una sombra los domina inclinándose; pero sus dos sonrisas gemelas no se borran en seguida; permanecen unos instantes en sus labios, por una especie de remanencia. Cuando el señor y la señora se cruzan conmigo, han recobrado su impasibilidad pero todavía les queda un aire alegre en torno a la boca.
Se acabó; la multitud es menos densa, los sombrerazos escasean, las vidrieras de los comercios han perdido exquisitez; estoy al final de la calle Tournebride. ¿Voy a cruzar y remontar la calle por la otra acera? Creo que ya tengo bastante; ya he visto bastantes cráneos rosados, caras menudas, distinguidas, borrosas. Cruzaré la plaza Marignan. Al extirparme con precaución de la columna, una cabeza de verdadero señor surge, muy cerca de un sombrero negro. Es el marido de la señora de azul marino. ¡Ah! Qué hermoso cráneo largo de dolicocéfalo, con pelo corto y duro, qué bello bigote americano con hilos de plata. Y sobre todo la sonrisa, la admirable sonrisa cultivada. También hay unos lentes en alguna parte, sobre una nariz.