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El marido se volvía hacia la mujer y le decía:

– Es un nuevo dibujante de la fábrica. Me pregunto qué puede hacer aquí. Es un buen muchacho, tímido; me divierte.

Contra el espejo del salchichero Julien, el joven dibujante que acaba de cubrirse, ruborizado todavía, con los ojos bajos, el semblante obstinado, guarda todas las apariencias de una intensa voluptuosidad. Es el primer domingo, no cabe duda, que se atreve a cruzar la calle Tournebride. Parece un chico de primera comunión. Ha anudado las manos detrás de la espalda y vuelve el rostro con una expresión de pudor realmente excitante; mira, sin verlas, cuatro salchichas delgadas, brillantes de gelatina que se extienden sobre un aderezo de perejil.

Una mujer sale de la salchichería y lo toma del brazo. Es su esposa, muy joven a pesar de su piel gastada. Puede rondar por los alrededores de la calle Tournebride, nadie la tomará por una señora; la traiciona el brillo cínico de sus ojos, su aire razonable y entendido. Las verdaderas señoras no conocen el precio de las cosas; gustan de las hermosas locuras; sus ojos son bellas flores cándidas, flores de invernáculo.

Al dar la una llego a la cervecería Vézelise. Allí están los viejos, como de costumbre. Dos de ellos han empezado a comer. Hay cuatro jugando a la malilla mientras beben el aperitivo. Los otros están de pie y los miran jugar, mientras les preparan los cubiertos. El más alto, de barba caudalosa, es agente de cambio. Otro es comisario jubilado de la Inscripción Marítima. Comen y beben como a los veinte años. El domingo se hartan de chucrut. Los recién llegados interpelan a los otros que ya están comiendo:

– Bueno, ¿siempre el chucrut dominical?

Se sientan y suspiran, a sus anchas:

– Mariette, nena, un medio litro sin cuello y un chucrut.

Esta Mariette es una bribona. Cuando me siento a la mesa del fondo, un viejo color escarlata se pone a toser de furor. Mariette le sirve un vermut.

– Sírvame un poco más, vamos -dice tosiendo.

Pero ella también se enfada; no había terminado de servir:

– Pero déjeme servirle, ¿quién le ha dicho algo? Usted es de los que contestan antes de que les pregunten.

Los otros se echan a reír.

– ¡Triunfo!

Al ir a sentarse, el agente de cambio toma a Mariette de los hombros:

– Hoy es domingo, Mariette. ¿Esta tarde va al cine con su galán?

– ¡Ah, cómo no! Hoy tiene franco Antoinette. En cuanto al galán, yo me pago la juerga.

El agente de cambio se sienta frente a un viejo afeitado, de semblante afligido. El viejo afeitado empieza en seguida un animado relato. El agente de cambio no lo escucha: hace muecas y se mesa la barba. Nunca se escuchan.

Reconozco a mis vecinos: son pequeños comerciantes de la vecindad. El domingo la criada tiene “salida”. Entonces vienen aquí y se instalan siempre en la misma mesa. El marido come una hermosa costilla rosada de buey. La mira de cerca y resopla de vez en cuando. La mujer mordisquea de su plato. Es una rubia fuerte, cuarentona, de mejillas rojas y algodonosas. Tiene hermosos senos duros bajo la blusa de raso. Se bebe, como un hombre, su botella de Burdeos tinto en cada comida.

Voy a leer Eugénie Grandet. No es que me guste mucho, pero hay que hacer algo. Abro el libro al azar: madre e hija hablan del amor incipiente de Eugénie:

Eugénie le besó la mano, diciendo:

– ¡Qué buena eres, mamá querida!

Estas palabras hicieron resplandecer el viejo rostro materno, ajado por largos dolores.

– ¿Te parece bien? -preguntó Eugénie.

Mme. Grandet respondió con una sonrisa, y después de guardar silencio, dijo, en voz baja:

– Entonces, ¿ya lo quieres? Estaría mal.

– ¿Mal?-replicó Eugénie. -¿Por qué? Si te gusta, si le gusta a Nanon, ¿por qué no había de gustarme? Mira, mamá, pongamos la mesa para el almuerzo.

Dejó su labor; la madre hizo otro tanto, diciéndole:

– Estás loca.

Pero se complació en justificar la locura de su hija, compartiéndola.

Eugénie llamó a Nanon.

– ¿Qué más quiere usted, señorita?

– Nanon, ¿habrá crema para el mediodía?

– Ah, para el mediodía sí -respondió la vieja criada.

– Bueno, dale café bien cargado; he oído decir a M. des Grassins que el café se hace muy cargado en París. Ponle mucho.

– ¿Y de dónde quiere usted que lo saque?

– Cómpralo.

– ¿Y si el señor me encuentra?

– Está en sus prados.

Mis vecinos habían guardado silencio desde mi llegada, pero de pronto la voz del marido me saca de mi lectura.

El marido, con aire divertido y misterioso:

– Dime, ¿has visto?

La mujer se sobresalta y lo mira, saliendo de un sueño. Él come y bebe; luego prosigue, con el mismo aire misterioso:

– ¡Ah, ah!

Silencio; la mujer vuelve a su sueño. De pronto se estremece y pregunta: -¿Qué dices? -Suzanne, ayer.

– Ah, sí -dice la mujer-, había ido a ver a Víctor. -¿Qué te había dicho yo? La mujer rechaza el plato con gesto impaciente. -Eso no está bien.

Las bolitas de carne gris que ha escupido guarnecen el borde del plato. El marido continúa su idea.

– Esa mujercita…

Se calla y sonríe vagamente. Frente a nosotros, el viejo agente de cambio acaricia el brazo de Mariette soplando un poco. Al cabo de un momento:

– Yo te lo dije el otro día.

– ¿Qué me habías dicho?

– Víctor, que ella iría a verlo. ¿Qué hay? -pregunta bruscamente con semblante espantado-. No te gusta

– No está bien.

– Ya no es así -dice él con importancia-, ya no es como en tiempos de Hécart. ¿Sabes dónde está Hécart?

– Está en Domremy, ¿no?

– Sí, ¿quién te lo dijo?

– Tú; me lo dijiste el domingo.

Ella come una miga de pan que toma del mantel de papel. Luego alisa con la mano el papel en el borde de la mesa; vacilando dice:

– ¿Sabes? Te equivocas, Suzanne es más…

– Es posible, nenita, es posible -responde él distraído. Busca con la mirada a Mariette, le hace una seña.

– Hace calor.

Mariette se apoya familiarmente en el borde de la mesa.

– Oh, sí hace calor -dice la mujer, gimiendo-, una se ahoga aquí, y además el buey no es bueno, se lo diré al patrón, ya no es como antes, abra un poco el postigo, Mariette.

El marido recobra su cara divertida:

– Dime, ¿no viste sus ojos?

– ¿Pero cuándo, pichón?

Él la remeda con impaciencia:

– ¿Pero cuándo, pichón? Es muy tuyo: en verano, cuando nieva.

– ¿Ayer, quieres decir? ¡Ah, bueno!

El hombre ríe, mira a lo lejos, recita muy rápido, con cierta aplicación:

– Ojos de gato que en las brasas

Está tan satisfecho que parece haber olvidado lo que quería decir. Ella también se divierte, sin segunda intención.