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– Ja, ja, malo.

Le da unos golpecitos en el hombro.

– Malo, malo.

El hombre repite con más seguridad:

– De gato que en las brasas

Pero la mujer ya no ríe:

– No, de veras, tú sabes que ella es seria.

El hombre se inclina, le cuchichea una larga historia al oído. Ella permanece un momento con la boca abierta, el rostro un poco tenso y risueño, como quien va a desternillarse de risa; y bruscamente se echa hacia atrás y le araña las manos.

– No es cierto, no es cierto.

Él dice, con aire razonable y pausado:

– Escúchame, nena, él lo dijo: si no fuera cierto, ¿por qué habría de decirlo?

– No, no.

– Pero si él lo dijo; escucha, supón…

Ella se echa a reír:

– Me río porque pienso en René.

El hombre también se ríe. La mujer sigue, en voz baja e importante:

– Entonces es que se dio cuenta el martes.

– El jueves.

– No, el martes, sabes, a causa de…

Ella dibuja en los aires una especie de elipse.

Largo silencio. El marido moja miga de pan en la salsa. Mariette cambia los platos y les lleva tartas. Dentro de un rato yo también pediré una tarta. De improviso la mujer, un poco soñadora, con una sonrisa orgullosa algo escandalizada en los labios, dice, en voz lenta:

– ¡Oh, no, sabes!

Hay tanta sensualidad en la voz que él se conmueve, le acaricia la nuca con su mano gorda.

– Charles, quieto, me excitas, querido -murmura ella sonriendo, con la boca llena. Intento reanudar la lectura:

– ¿Y de dónde quiere usted que lo saque?

– Cómpralo.

– ¿Y si el señor me encuentra?

Pero todavía oigo a la mujer que dice:

– Mira, haré reír a Marthe, voy a contárselo. Mis vecinos se han callado. Después de la tarta, Mariette les ha llevado ciruelas pasas y la mujer está ocupada en poner graciosamente los carozos en la cuchara. El marido, mirando el techo, tamborilea una marcha en la mesa. Parecería que su estado normal es el silencio, y la palabra una fiebre ligera que les da de vez en cuando.

– ¿Y de dónde quiere usted que lo saque?

– Cómpralo.

Cierro el libro, me voy a pasear.

Cuando salí de la cervecería Vézelise eran cerca de las tres; yo sentía la tarde en todo mi cuerpo entorpecido. No mi tarde: la de ellos, la que cien mil bouvilleses iban a vivir en común. A esa misma hora, después del copioso y largo almuerzo del domingo, se levantaban de la mesa, y para ellos, algo estaba muerto. El domingo había gastado su ligera juventud. Era necesario digerir el pollo y la tarta, vestirse para salir.

La campanilla del Cine Eldorado repicaba en el aire claro. Esta campanilla a la luz del día es un ruido familiar del domingo. Más de cien personas hacían cola a lo largo del muro verde. Esperaban ávidamente la hora de las dulces tinieblas, del relajamiento, del abandono, la hora en que la pantalla, reluciente como un guijarro blanco bajo el agua, hablaría y soñaría por ellas. Vano deseo: algo quedaría contraído; era demasiado el miedo de que les aguaran el hermoso domingo. Dentro de un instante, como todos los domingos, iban a sufrir una decepción: el film sería idiota, el vecino fumaría en pipa y escupiría entre sus rodillas, o Lucien estaría tan desagradable, sin una palabra gentil, o, como si lo hiciera a propósito, justamente hoy, por una vez que iban al cinematógrafo, le reaparecería el dolor intercostal. Dentro de un instante, como todos los domingos, pequeñas cóleras sordas crecerían en la sala oscura.

Seguí por la tranquila calle Bressan. El sol había disipado las nubes, el tiempo era bueno. Una familia acababa de salir de la villa “La ola”. La hija se abotonaba los guantes en la acera. Podía tener treinta años. La madre, planuda en el primer peldaño de la escalinata, miraba hacia adelante, con aire seguro, respirando ampliamente. Del padre, sólo veía yo la espalda enorme. Curvado sobre la cerradura, ponía llave a la puerta. La casa quedaba vacía y negra hasta que regresaran. En las casas vecinas, ya acerrojadas y desiertas, los muebles y los pisos crujían dulcemente. Antes de salir, alguien había apagado el fuego en la chimenea del comedor. El padre alcanzó a las dos mujeres, y la familia sin decir una palabra, se puso en camino. ¿A dónde iban? El domingo se va al cementerio monumental o de visita a casa de los parientes, o si uno está del todo libre, a pasear por la Jetée. Yo estaba libre: caminé por la calle Bressan que desemboca en la Jetée-Promenade.

El cielo era de un azul pálido; un poco de humo, algunos penachos; de vez en cuando una nube a la deriva pasaba delante del sol. Veía a lo lejos la balaustrada de cemento blanco que corre a lo largo de la Jetée-Promenade; el mar brillaba a través de los agujeros. La familia tomó a la derecha, por la calle del Aumónier-Hilaire, que trepa el Coteau Vert. Los vi subir a pasos lentos; ponían tres manchas negras en el cabrilleo del asfalto. Doblé a la izquierda y entré en la multitud que desfilaba a la orilla del mar.

Era más heterogénea que a la mañana. Parecía como si todos esos hombres no hubieran tenido fuerzas para sostener la hermosa jerarquía social de que tan orgullosos estaban antes del almuerzo. Los comerciantes y los funcionarios marchaban juntos; se dejaban codear y hasta empujar y desplazar por pequeños empleados de facha pobre. Las aristocracias, las “élites”, los grupos profesionales se habían fundido en esa multitud tibia. Eran hombres casi solos, que ya no representaban nada.

Un charco de luz en la lejanía era la baja mar. Algunos escollos a flor de agua horadaban con sus cabezas esa superficie de claridad. Sobre la arena yacían barcas pesqueras, no lejos de los pegajosos cubos de piedra arrojados en montón al pie de la escollera para protegerla de las olas, formando agujeros llenos de bichos. A la entrada del antepuerto, sobre el cielo blanqueado por el sol, recortaba su sombra una draga. Todas las tardes, hasta la medianoche, aúlla, gime y marcha a una velocidad de todos los demonios. Pero el domingo, los obreros pasean por tierra; sólo queda un guardián a bordo; la draga calla.

El sol era claro y diáfano: un vinito blanco. Su luz rozaba apenas los cuerpos, dándoles sombras, no relieve; los rostros y las manos eran manchas de oro pálido. Esos hombres de sobretodo parecían flotar dulcemente a unas pulgadas del suelo. De vez en cuando el viento empujaba hacia nosotros sombras trémulas como agua; los rostros se apagaban un instante, se ponían gredosos.

Era domingo; encajonada entre los balaustres y las verjas de los chalets de recreo, la multitud se derramaba en olitas para perderse en mil arroyos detrás del gran hotel de la Compañía Transatlántica. ¡Cuántos niños! Niños en coche, en brazos, de la mano o caminando de a dos, de a tres, delante de sus padres, con gravedad fingida. Yo había visto todos esos rostros pocas horas antes, casi triunfantes, en la juventud de una mañana de domingo. Ahora, bañados de sol, sólo expresaban calma, aflojamiento, una especie de obstinación.

Pocos gestos; todavía algunos sombrerazos, pero sin amplitud, sin la alegría nerviosa de la mañana. Todos se dejaban ir un poco hacia atrás, con la cabeza levantada, mirando la lejanía, abandonados al viento que los empujaba hinchando sus abrigos. De vez en cuando, una risa seca, pronto sofocada, el grito de una madre, Jeannot, Jeannot, vén. Y después, el silencio. Ligero olor a tabaco rubio: son los empleados que fuman. Salambô, Aïcha, cigarrillos del domingo. En algunos rostros más descuidados, creí leer un poco de tristeza; pero no, esas gentes no estaban ni tristes ni alegres; descansaban. Sus ojos muy abiertos y fijos, reflejaban pasivamente el mar y e cielo. Dentro de un rato, de regreso, beberían una taza de té en familia, en la mesa del comedor. Por el momento, querían vivir con el mínimo de gasto, economizar gestos, palabras, pensamientos, hacer la plancha: tenían un solo día para borrar las arrugas, las patas de gallo, los pliegues amargos que deja el trabajo de la semana. Un solo día. Sentían que los minutos se les deslizaban entre los dedos; ¿tendrían tiempo de acumular bastante juventud para empezar de nuevo el lunes por la mañana? Respiraban a pleno pulmón porque el aire del mar vivifica; sólo su aliento, regular y profundo como el de las personas dormidas, demostraba que vivían. Yo andaba con tiento, no sabía qué hacer con mi cuerpo duro y fresco, en medio de esa multitud trágica en reposo.