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Detrás de mí, en la ciudad, en las grandes calles desiertas, un formidable acontecimiento social agonizaba a la fría claridad de los faroles: era el fin del domingo.

Lunes.

¿Cómo pude escribir ayer esta frase absurda y pomposa: “Estoy solo pero camino como un ejército que irrumpiera en una ciudad”?

No necesito hacer frases. Escribo para poner en claro ciertas circunstancias. Desconfiar de la literatura. Hay que escribirlo todo al correr de la pluma, sin buscar las palabras.

En el fondo, lo que me disgusta es haber estado sublime anoche. Cuando tenía veintidós años, me emborrachaba y en seguida explicaba que yo era un tipo de la clase de Descartes. Sabía muy bien que me estaba inflando de heroísmo, pero me dejaba llevar, eso me gustaba. Al día siguiente, sentía tanto asco como si me hubiera despertado en una cama vomitada. No vomito cuando estoy borracho, pero sería preferible. Ayer ni siquiera tenía la excusa de la embriaguez. Me exalté como un imbécil. Necesito limpiarme con pensamientos abstractos, transparentes como agua.

Decididamente ese sentimiento de aventura no procede de los acontecimientos: ya tenemos la prueba. Más bien es la manera de encadenarse los instantes. Creo que esto es lo que pasa: de pronto uno siente que el tiempo transcurre, que cada instante conduce a otro, éste a otro y así sucesivamente; que cada instante se aniquila, que no vale la pena intentar retenerlo, etc., etc. Y entonces atribuimos esta propiedad a los acontecimientos que se presentían en los instantes; lo que pertenece a la forma lo referimos al contenido. En suma, se habla mucho del famoso transcurso del tiempo, pero nadie lo ve. Vemos una mujer, pensamos que será vieja, pero no la vemos envejecer. Ahora bien, por momentos nos parece que la vemos envejecer y que nos sentimos envejecer con ella: es el sentimiento de aventura.

Se llama así, si mal no recuerdo, a la irreversibilidad del tiempo. El sentimiento de la aventura sería, simplemente, el de la irreversibilidad del tiempo. ¿Pero por qué no lo tenemos siempre? ¿Acaso no será siempre irreversible el tiempo? Hay momentos en que uno tiene la impresión de que puede hacer lo que quiere, adelantarse o retroceder, que esto no tiene importancia; y otros en que se diría que las mallas se han apretado, y en estos casos se trata de no errar el golpe, porque sería imposible empezar de nuevo.

Anny hacia rendir el máximo al tiempo. En la época en que ella estaba en Djibuti y yo en Adén, cuando iba a verla por veinticuatro horas se ingeniaba para multiplicar los malentendidos entre nosotros, hasta que sólo quedaban exactamente sesenta minutos antes de mi partida: sesenta minutos, justo el tiempo necesario para sentir el transcurso de los segundos, uno por uno. Recuerdo una de aquellas veladas. Yo debía marcharme a medianoche. Habíamos ido al cine al aire libre; estábamos desesperados, Anny tanto como yo, sólo que ella dirigía el juego. A las once, al comienzo del film principal, me tomó la mano y la estrechó entre las suyas sin decir una palabra. Me sentí invadido por una alegría acre, y comprendí sin necesidad de mirar el reloj que eran las once. A partir de ese momento empezamos a sentir el curso de los minutos. Esa vez nos separábamos por tres meses. En cierto momento apareció en la pantalla una imagen completamente blanca; la oscuridad se suavizó y vi que Anny lloraba. A medianoche me soltó la mano después de apretarla violentamente; me levanté y me fui sin decirle una sola palabra. Eso era trabajo bien hecho.

Las siete de la noche.

Jornada de trabajo. No ha marchado del todo mal; he escrito seis páginas con cierto placer. Sobre todo porque eran consideraciones abstractas sobre el reinado de Pedro I. Después de la orgía de anoche, me quedé todo el día quieto. ¡No hubiera necesitado apelar a mi voluntad! Me sentía muy a mis anchas desmontando los resortes de la aristocracia rusa.

Sólo ese Rollebon me irrita. Se las da de misterioso en las cosas más íntimas. ¿Qué pudo hacer en Ukrania en el mes de agosto de 1804? Habla de su viaje en términos velados:

“La posteridad juzgará si mis esfuerzos, que el éxito no podía coronar, merecían un rechazo brutal y humillaciones que hube de soportar en silencio, cuando tenía en mi mano el medio de acallar y atemorizar a los que se burlaban”.

Me dejé atrapar una vez; se mostraba lleno de pomposa reticencia con motivo de un breve viaje que había hecho a Bouville en 1790. Perdí un mes verificando sus hechos y movimientos. Al fin de cuentas, había dejado encinta a la hija de uno de sus arrendatarios. ¿No es simplemente un farsante?

Ese pequeño presumido tan mentiroso me irrita; tal vez sea despecho; me encantaba que mintiera a los demás, pero hubiera querido que hiciese una excepción conmigo; ¡creí que nos entenderíamos como lobos de la misma carnada, prescindiendo de todos esos muertos, y que acabaría por decirme la verdad! No dijo nada, absolutamente nada; igual que a Alejandro o a Luis XVIII, a quien engañaba. Me importa mucho que Rollebon haya sido un tipo “bien”. Bribón, sin duda; ¿quién no lo es? ¿Pero un bribón grande o chico? No estimo bastante las investigaciones históricas para perder el tiempo con un muerto cuya mano no me dignaría tocar si estuviera vivo. ¿Qué sé de él? No es posible soñar vida más bella que la suya; ¿pero la hizo? Si por lo menos sus cartas no fueran tan hinchadas… ¡Ah! Sería preciso haber conocido su mirada; quizá inclinara la cabeza sobre el hombro de un modo encantador, o levantara con aire astuto el largo dedo índice junto a la nariz, o bien, entre dos mentiras corteses, le acometiera a veces un breve arrebato de violencia sofocado en seguida. Pero ha muerto; quedan de él un Tratado de estrategia y Reflexiones sobre la virtud.

Si me dejara llevar, lo imaginaría tan bien; bajo su ironía brillante, que hizo tantas víctimas, es un simple, casi un ingenuo. Pienso poco, pero, por una especie de gracia profunda, hace en toda ocasión exactamente lo que debe. Su bellaquería es cándida, espontánea, muy generosa, tan sincera como su amor a la virtud. Y cuando ha traicionado bien a sus benefactores y amigos, encara los acontecimientos con gravedad, para sacar la moraleja. Nunca pensó que tuviera el menor derecho sobre los demás, ni los demás sobre él; considera injustificados y gratuitos los dones de la vida. Se ata fuertemente a todo, pero de todo se desprende con facilidad. Y nunca escribió sus cartas, sus obras; las hizo componer por el escribano público.

Sólo que, para llegar a esto, más bien tendría que escribir una novela sobre el marqués de Rollebon.

Las once de la noche.

Cené en el Rendez-vous des Cheminots. Como estaba la patrona, tuve que hacerle el amor, pero fue por cortesía. Me desagrada un poco, es demasiado blanca y además huele a recién nacido. La patrona oprimía mi cabeza contra su pecho en un arrebato de pasión; cree que lo hace bien. En cuanto a mí, hurgaba en su sexo distraídamente bajo la colcha; luego se me entumeció el brazo. Pensaba en M. de Rollebon: después de todo, ¿qué me impide escribir una novela sobre su vida? Dejé caer mi brazo a lo largo del flanco de la patrona y de pronto vi un jardincito con árboles bajos y anchos de los que colgaban inmensas hojas cubiertas de pelos. Hormigas, ciempiés y polillas corrían por todas partes. Había animales más horribles aún; sus cuerpos eran una rebanada de pan tostado como el de los canapés de pollo; caminaban de costado con patas de cangrejo. Las hojas anchas estaban negras de bichos. Detrás de los cactos y las chumberas, la Véleda del jardín público señalaba su sexo con el dedo. “Este jardín huele a vómito” grite.

– No hubiera querido despertarlo -dijo la patrona-, pero tenía un pliegue de la sábana debajo de las nalgas; además debo bajar para atender a los clientes del tren de París.