Выбрать главу

Martes de carnaval.

Maurice Barrès, recibió una buena azotaina. Éramos tres soldados y uno de nosotros tenía un agujero en medio de la cara. Maurice Barrès se acercó y nos dijo: “¡Está bien!” y entregó a cada uno un ramillete de violetas. “No sé dónde meterlo”, dijo el soldado de la cabeza agujereada. Entonces Maurice Barrès dijo: “Debe ponérselo en medio del agujero que tiene usted en la cabeza”. El soldado respondió: “Voy a metértelo en el culo”. Y pescamos a Maurice Barrès y le quitamos los pantalones. Debajo del calzoncillo llevaba una vestidura roja de cardenal. Levantamos la vestidura y Maurice Barrès se puso a gritar: “Atención, tengo pantalones con trabillas”. Pero lo azotamos hasta hacerle sangre y en el trasero le dibujamos, con los pétalos de las violetas, la cabeza de Déroulède.

Recuerdo mis sueños con mucha frecuencia después de un tiempo. Además, he de moverme mucho mientras duermo, porque a la mañana encuentro toda la ropa en el suelo. Hoy es martes de carnaval, pero en Bouville esto no significa gran cosa; apenas hay en toda la ciudad unas cien personas para disfrazarse.

Cuando bajaba la escalera me llamó la patrona:

– Hay una carta para usted.

Una carta: la última que recibí era del director de la biblioteca de Rouen, del mes de mayo último. La patrona me lleva a su escritorio; me entrega un largo sobre amarillento e hinchado: carta de Anny. Hacía cinco años que no tenía noticias suyas. La carta ha ido a buscarme a mi antiguo domicilio de París; lleva sello del primero de febrero.

Salgo con el sobre entre los dedos; no me atrevo a abrirlo; Anny no ha cambiado el papel de cartas; me pregunto si siempre lo comprará en la pequeña librería de Piccadilly. Pienso si habrá conservado también su peinado, aquel pesado cabello rubio que no quería cortarse. Ha de luchar pacientemente delante del espejo para salvar su rostro; no por coquetería ni por miedo a envejecer; quiere quedarse como es, exactamente como es. Acaso fuera lo que yo prefería en ella: esa fidelidad poderosa y severa al menor rasgo de su imagen.

Las letras firmes de la dirección, trazadas con tinta violeta (tampoco ha cambiado de tinta), todavía brillan un poco.

“Señor Antoine Roquentin”

Cómo me gusta leer mi nombre en estos sobres. Entre brumas he encontrado una de sus sonrisas, he adivinado sus ojos, su cabeza inclinada; cuando estaba sentado, venía a plantarse sonriendo delante de mí. Me dominaba con todo el busto, me tomaba de los hombros y me sacudía con los brazos extendidos.

El sobre es pesado, debe de contener por lo menos seis hojas. Las patas de mosca de mi antigua portera cruzan la hermosa letra:

“Hotel Printania – Bouville”

Estas letritas no brillan. Cuando abro el sobre, mi desilusión me rejuvenece seis años: “No sé cómo se las arregla Anny para hinchar así los sobres; nunca hay nada dentro”.

Esta frase la dije cien veces en la primavera de 1924, luchando, como hoy, para extraer del forro un pedazo de papel cuadriculado. El forro es esplendoroso: verde oscuro con estrellas de oro; parece una tela pesada y tiesa. El forro solo constituye las tres cuartas partes del peso del sobre.

Anny ha escrito con lápiz:

“Pasaré por París dentro de unos días. Ven a verme al hotel d’Espagne el 20 de febrero. ¡Te lo ruego! (agregó “te lo ruego” encima de la línea, y lo unió al “verme” con una curiosa espiral). Tengo que verte. Anny”.

En Meknes, en Tánger, a veces, cuando volvía a la noche, encontraba un billete sobre la cama: “Quiero verte en seguida”. Corría, Anny me abría con las cejas levantadas y expresión de asombro: ya no tenía nada que decirme; me reprochaba un poco que hubiera ido. Iré; tal vez se niegue a recibirme. O bien me dirán en el mostrador del hoteclass="underline" “Nadie con ese nombre ha parado aquí”. No creo que lo haga. Sólo que, dentro de ocho días puede escribirme que ha cambiado de opinión y que será para otra vez.

Las gentes están en su trabajo. Se anuncia un martes de carnaval bien chato. La calle des Mutiles huele fuertemente a madera húmeda, como siempre que va a llover. No me gustan estos días raros; los cines dan matinées, los niños de las escuelas tienen vacaciones; hay en las calles un vago airecito de fiesta que solicita incesantemente la atención y se desvanece no bien uno repara en él.

Sin duda veré de nuevo a Anny, pero no puedo decir que esta idea me haga precisamente feliz. Desde que recibí su carta, me siento desocupado. Por suerte es mediodía; no tengo hambre, pero comeré para pasar el rato. Entro en el restaurante Camille, en la calle des Horlogers.

Es un local bien cerrado; sirven chucrut o cazuela toda la noche. El público viene a cenar a la salida del teatro; los agentes de policía mandan a los viajeros que llegan de noche con hambre. Ocho mesas de mármol. Una banqueta de cuero corre pegada a las paredes. Dos espejos comidos por manchas rojizas. Los vidrios de las dos ventanas y de la puerta son esmerilados. El mostrador está en el fondo. También hay un cuarto al costado. Pero nunca entré; es para las parejas.

– Deme una tortilla de jamón.

La criada, una mujer enorme de mejillas rojas, no puede evitar la risa cuando habla con un hombre.

– No tengo permiso. ¿Quiere usted una tortilla de papas? El jamón está guardado; sólo el patrón puede cortarlo.

Pido una cazuela. El patrón se llama Camille y es un matón.

La criada se va. Estoy solo en este viejo recinto sombrío. En mi valija hay una carta de Anny. Una falsa vergüenza me impide releerla. Trato de recordar las frases una por una.

“Mi querido Antoine”

Sonrío; no, claro que no, Anny no ha escrito “mi querido Antoine”.

Hace seis años -acabábamos de separarnos de común acuerdo-, decidí marcharme a Tokio. Le escribí unas palabras. Ya no podía llamarla “amor mío”; comencé con toda inocencia: “mi querida Anny”

“Admiro tu soltura -me respondió-; nunca he sido ni soy tu querida Anny. Y te ruego que creas que no eres mi querido Antoine. Si no sabes cómo llamarme, no me llames; será preferible”

Saco la carta de la valija. No ha escrito “mi querido Antoine”. Al pie de la carta tampoco hay fórmula de cortesía. “Tengo que verte. Anny”. Nada que pueda darme seguridad. No puedo quejarme: reconozco en esto su amor a lo perfecto. Ella siempre quería realizar “momentos perfectos”. Si el instante no se prestaba, todo le era indiferente; la vida desaparecía de sus ojos, se arrastraba perezosa como una muchacha en la edad ingrata. O si no me buscaba pendencia:

– Te suenas como un burgués, solemnemente, y toses en el pañuelo con satisfacción.

Era preferible no responder, había que esperar; de improviso, a alguna señal imperceptible para mí, se sobresaltaba, endurecía sus hermosas facciones lánguidas y comenzaba su trabajo de hormiga. Tenía una magia imperiosa y encantadora; canturreaba entre dientes, mirando a todos lados, luego se erguía sonriente, venía a sacudirme por los hombros, y durante unos instantes parecía dar órdenes a los objetos que la rodeaban. Me explicaba, en voz baja y rápida, lo que esperaba de mí:

– Escucha, tú quieres hacer un esfuerzo, ¿verdad? Has estado tan tonto la última vez. ¿Ves cómo podría ser bello este momento? Mira el cielo, mira el color del sol en la alfombra. Justamente me puse el vestido verde y no me pinté, estoy pálida. Retrocede, ve a sentarte a la sombra; ¿comprendes lo que tienes que hacer? ¡Buenos, vamos a ver! ¡Qué tonto eres! Háblame.

Yo sentía que el éxito de la empresa estaba en mis manos; el instante tenía un sentido oscuro que era preciso afinar y perfeccionar: había que hacer ciertos gestos, decir ciertas palabras; abrumado por el peso de mi responsabilidad, desencajaba los ojos y no veía nada; me debatía en medio de los ritos que Anny inventaba en el momento, y los desgarraba con mis grandes brazos como telas de araña. En esos momentos ella me odiaba.