Выбрать главу

Sin hacer un movimiento, la criada contempla la enorme cara surcada. Está pensativa. El hombrecito ha levantado la cabeza con una sonrisa de liberación, Y es cierto: este coloso nos ha liberado. Había aquí algo horrible a punto de atraparnos. Respiro con fuerza; ahora estamos entre hombres.

– Bueno, ¿viene o no ese calvados?

La criada se sobresalta y echa a andar. El doctor extiende sus brazos gordos, rodea la mesa. M. Achille está muy contento; quisiera llamar la atención del doctor. Pero es inútil que balancee las piernas y salte en la banqueta: es tan menudo que no hace ruido.

La criada trae el calvados. Con un cabeceo señala al doctor su vecino. El doctor Rogé hace girar el busto con lentitud: no puede mover el cuello.

– Ah, ¿eres tú, vieja porquería? -grita-. ¿Todavía no te has muerto?

Se dirige a la criada:

– ¿Y ustedes admiten eso?

Mira al hombrecito con sus ojos feroces. Una mirada directa, que pone las cosas en su sitio. Explica:

– Es un viejo tocado, nada más.

Ni siquiera se toma el trabajo de demostrar que bromea. Sabe que el viejo tocado no se enfadará, que va a sonreír. Y así es: el otro sonríe con humildad. Un viejo tocado: se afloja, se siente protegido contra sí mismo; hoy no le sucederá nada. Lo mejor es que yo también me tranquilizo. Un viejo tocado: entonces era eso, nada más que eso.

El doctor ríe, me lanza una ojeada insinuante y cómplice: seguramente a causa de mi talla -y además tengo la camisa limpia- quiere asociarme a su broma.

No me río, no respondo a sus avances; entonces, sin dejar de reír, prueba conmigo el fuego terrible de sus pupilas. Nos miramos en silencio durante unos segundos; mira de arriba abajo haciéndose el miope, me clasifica. ¿En la categoría de los tocados? ¿En la de los granujas?

Con todo, es él quien aparta la cabeza; no vale la pena mentar esta gallinería frente a un tipo solo, sin importancia social; se olvida en seguida. Enrolla un cigarrillo y lo enciende; después permanece inmóvil con los ojos fijos y duros, como los viejos.

Hermosas arrugas; las tiene todas: las barras transversales de la frente, las patas de gallo, los pliegues amargos a cada lado de la boca, sin contar las cuerdas amarillas que le cuelgan debajo del mentón. Es un hombre de suerte; aunque uno lo vea de lejos, piensa que ha de haber sufrido, y que es una persona que ha vivido. Además, se merece su cara, porque no ha errado ni un instante la manera de retener y utilizar el pasado; simplemente, lo ha conservado, lo ha convertido en experiencia para uso de mujeres y jóvenes.

M. Achille es feliz como no lo era seguramente desde hacía mucho tiempo. Abre la boca admirado; bebe el byrrh a traguitos, inflando las mejillas. ¡Bueno! ¡El doctor ha sabido pescarlo! No iba a ser el doctor quien se dejara fascinar por un viejo tocado a punto de sufrir una crisis; un buen insulto, unas palabras bruscas como latigazos, eso es lo que le hacía falta. El doctor tiene experiencia; los médicos, los sacerdotes, los magistrados y los oficiales conocen a los hombres como si los hubieran hecho.

Me avergüenzo por M. Achille. Somos de la misma pandilla; deberíamos formar un bloque contra ellos. Pero me falló, se ha pasado al otro bando; cree honestamente en la Experiencia. No en la suya ni en la mía. En la del doctor Rogé. Hace un instante, M. Achille se sentía raro, tenía la impresión de estar completamente solo; ahora sabe que hay otros de su clase, muchos otros; el doctor Rogé los ha conocido, podría contar a M. Achille la historia de cada uno y decirle cómo terminaron. M. Achille es simplemente un caso posible de reducir con facilidad a unas cuantas nociones comunes.

Cómo me gustaría decirle que lo engañan, que está haciendo el juego a los importantes. ¿Profesionales de la experiencia? Han arrastrado su vida en el embotamiento y la soñera, se han casado precipitadamente, por impaciencia, y han tenido hijos al azar. Han visto a los demás hombres en los cafés, en las bodas, en los entierros. De vez en cuando, presos en un remolino, se han debatido sin comprender que les sucedía. Todo lo que pasaba a su alrededor empezó y concluyó fuera de su vista; largas formas oscuras, acontecimientos que venían de lejos los rozaron rápidamente, y cuando quisieron mirar, todo había terminado ya. Y a los cuarenta años bautizan sus pequeñas obstinaciones y algunos proverbios con el nombre de experiencia; comienzan a actuar como distribuidores automáticos: dos céntimos en la hendidura de la izquierda y salen anécdotas envueltas en papel plateado; dos céntimos en la hendidura de la derecha y se obtienen preciosos consejos que se pegan a los dientes como caramelos blandos. También yo, en este sentido, podría conseguir que la gente me invitara, y dirían que soy un gran viajero de lo Eterno. Sí: los musulmanes orinan agachados; las comadronas hindúes utilizan vidrio machacado en bosta de vaca a guisa de ergotina; en Borneo, cuando una mujer tiene sus reglas, se pasa tres días y tres noches en el techo de la casa. He visto en Venecia entierros en góndola, en Sevilla las fiestas de Semana Santa; he visto la Pasión en Oberammergau. Naturalmente, todo esto es una flaca muestra de mi saber; podría recostarme en una silla y comenzar divertido:

– ¿Conoce usted Jihlava, estimada señora? Es una curiosa y pequeña ciudad de Moravia, donde residí en 1924… Y el presidente del tribunal, que ha visto tantos casos, tomará la palabra al final de mi historia:

– Qué cierto, señor, qué humano es eso. He visto un caso semejante al principio de mi carrera. Fue en 1902. Yo era juez suplente en Limoges…

Sólo que en mi juventud me hartaron con estas cosas. Sin embargo, yo no pertenecía a una familia de profesionales. Pero también hay aficionados. Son los secretarios, los empleados, los comerciantes, los que escuchan a los demás en el café; al acercarse a los cuarenta se sienten henchidos de una experiencia que no pueden verter fuera. Afortunadamente han tenido hijos y los obligan a consumirla. Quisieran hacernos creer que su pasado no está perdido, que sus recuerdos se han condensado y convertido delicadamente en Sabiduría. ¡Cómodo pasado! Pasado de bolsillo, librito dorado lleno de bellas máximas. “Créame, le hablo por experiencia; todo lo que sé me lo ha enseñado la vida.” ¿Se habrá encargado la Vida de pensar por ellos? Explican lo nuevo por lo viejo, y lo viejo lo han explicado por acontecimientos más viejos todavía, como esos historiadores que hacen de Lenin un Robespierre ruso, y de Robespierre un Cromwell francés; al fin de cuentas nunca han comprendido absolutamente nada… Detrás de sus aires de importancia se adivina una pereza tristona; ven desfilar apariencias, bostezan, piensan que no hay nada nuevo bajo el sol. “Un viejo tocado”, y el doctor Rogé pensaba vagamente en otros viejos tocados sin recordar ninguno en particular. Ahora, nada de lo que haga M. Achille puede sorprendernos: ¡Si es un viejo tocado!

No es un viejo tocado: tiene miedo. ¿De qué tiene miedo? Cuando queremos comprender una cosa, nos situamos frente a ella. Solos, sin ayuda; de nada podría servir todo el pasado del mundo. Y después la cosa desaparece y lo que hemos comprendido desaparece con ella.

Las ideas generales son algo más halagador. Y además los profesionales y los mismos aficionados acaban siempre por tener razón. Su sabiduría recomienda hacer el menor ruido posible, vivir lo menos posible, dejarse olvidar. Sus mejores historias son las de imprudentes y originales que han recibido castigo. Bueno, sí; así sucede y nadie dirá lo contrario. Acaso M. Achille no tenga la conciencia muy tranquila. Acaso se diga que no estaría como está si hubiese escuchado los consejos de su padre, de su hermana mayor. El doctor tiene derecho a hablar; no ha frustrado su vida; ha sabido hacerla útil. Domina, tranquilo y poderoso, esa pequeña ruina; es una roca. El doctor Rogé ha bebido el calvados. Su gran cuerpo se apoltrona y sus párpados caen pesadamente. Por primera vez veo su rostro sin ojos: parece una máscara de cartón, como las que se venden hoy en los comercios. Sus mejillas tienen un horrible color rosa… De improviso se me aparece la verdad: este hombre morirá pronto. Seguramente lo sabe; basta con que se haya mirado en un espejo; cada día se asemeja un poco más al cadáver que será. Esto es la experiencia de los hombres; por eso me dije tantas veces que huele a muerte: es su última defensa. El doctor quisiera creerlo, quisiera enmascarar la insostenible realidad; que está solo, sin conocimientos, sin pasado, con una inteligencia que se embota y un cuerpo en descomposición. Por eso ha construido, ha arreglado, ha acolchado bien su pequeño delirio de compensación: se dice que progresa. ¿Hay agujeros en los pensamientos, instantes en que en su cabeza todo gira en el vacío? Es que su juicio ya no tiene la precipitación de la juventud. ¿No comprende lo que lee en los libros? Es que está tan lejos de los libros, en la actualidad. ¿Ya no puede hacer el amor? Pero lo ha hecho. Haberlo hecho es mucho mejor que seguir haciéndolo: la perspectiva permite el juicio, la comparación, la reflexión. Y para poder soportar su vista en los espejos, ese horrible rostro de cadáver trata de creer que en él se han grabado las lecciones de la experiencia.