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Bruscamente tuve una visión: alguien había caído con la cara hacia adelante, y sangraba en los platos. El huevo había rodado en la sangre: la rodaja de tomate que lo coronaba se había despegado aplastándose, rojo sobre rojo. La mayonesa un poco derretida formaba un charco de crema amarilla que dividía en dos brazos el arroyito de sangre.

“Es demasiado estúpido, tengo que recobrarme. Iré a trabajar a la biblioteca.”

¿Trabajar? Sabía que no iba a escribir una línea. Otro día perdido. Al cruzar el jardín público vi, en el banco donde por lo general me siento, una gran esclavina azul inmóvil. Uno que no tiene frío.

Cuando entré en la sala de lectura, el Autodidacto estaba por salir. Se me abalanzó:

– Debo darle las gracias, señor. Sus fotografías me han hecho pasar horas inolvidables.

Al verlo concebí una momentánea esperanza: entre dos quizá fuera más fácil atravesar esa jornada. Pero con el Autodidacto ser dos nunca es más que una apariencia.

Golpeó sobre un volumen en cuarto. Era una historia de las religiones.

– Señor, nadie más indicado que Nougapié para intentar esta vasta síntesis. ¿No es cierto?

Parecía cansado y le temblaban las manos:

– Tiene usted mala cara -le dije.

– ¡Ah, señor, ya lo creo! Me sucede algo abominable.

El guardián se nos acercaba; es un corso bajito y rabioso, con bigotes de tambor mayor. Se pasea horas enteras entre las mesas, taconeando. En invierno escupe en el pañuelo y después lo pone a secar en la estufa.

El Autodidacto se aproximó hasta echarme el aliento en la cara:

– No le diré nada delante de ese hombre -me dijo con aire confidencial-. Si usted quisiera, señor…

– ¿Qué?

Enrojeció y sus caderas ondularon graciosamente.

– ¡Señor, ah, señor! Bueno, ahí va: ¿me haría usted el honor de almorzar conmigo el miércoles?

– Con mucho gusto.

Tenía tantas ganas de almorzar con él como de ahorcarme.

– Qué honor me hace -dijo el Autodidacto. Agregó rápidamente-: Iré a buscarlo a su casa, si usted quiere. Y desapareció, sin duda por temor de que yo mudara de opinión si me dejaba tiempo.

Eran las once y media. Trabajé hasta las dos menos cuarto. Mal trabajo: tenia un libro bajo los ojos, pero mi pensamiento volvía sin cesar al café Mably. ¿Habría bajado ya M. Fasquelle? En el fondo no creía demasiado en su muerte y precisamente eso me irritaba; era una idea flotante, no podía ni persuadirme ni desprenderme de ella. Los zapatos del corso crujían en el piso. Varias veces vino a plantarse delante de mí como si quisiera hablarme. Pero cambiaba de idea y se alejaba.

A eso de la una los lectores salieron. Yo no tenía hambre: sobre todo, no quería marcharme. Trabajé un momento más y de pronto me sobresalté: me sentía amortajado en el silencio.

Alcé la cabeza: estaba solo. El corso debía de haber bajado a ver a su mujer que es portera de la biblioteca; yo deseaba el ruido de sus pasos. Oí exactamente una leve caída del carbón en la estufa. La niebla había invadido el recinto, no la verdadera niebla disipada hacía rato: la otra, ésa que colmaba aún las calles, que salía de las paredes, del pavimento. Una especie de inconsistencia de las cosas. Los libros seguían allí, naturalmente, acomodados por orden alfabético en los estantes, con sus lomos negros o castaños y sus rótulos U. P. l. f. 7996 (Uso Público – literatura francesa) o U. P. c. n. (Uso Público-ciencias naturales). Pero… ¿cómo decirlo? Por lo general poderosos y rechonchos, con la estufa, las lámparas verdes, las grandes ventanas, las escaleras de mano, ponen diques al porvenir. Mientras uno permanezca entre estas paredes, lo que suceda ha de suceder a la derecha o a la izquierda de la estufa. Aunque el mismo San Dionisio entrara trayendo su cabeza en las manos, tendría que entrar por la derecha, marcharía entre dos estantes dedicados a la literatura francesa y la mesa reservada a las lectoras. Y si no tocara tierra, si flotara a veinte centímetros del suelo, su cuello ensangrentado estaría justo a la altura del tercer estante de libros. De modo que esos objetos sirven por lo menos para fijar los límites de lo verosímil.

Bueno, hoy ya no fijaban absolutamente nada; era como si su misma existencia fuera dudosa, como si les costara el mayor esfuerzo pasar de un instante a otro. Apreté fuertemente en mis manos el volumen que leía; pero las sensaciones más violentas estaban embotadas. Nada parecía verdadero; me sentía rodeado por una decoración de papel que podía sufrir un brusco trasplante. El mundo aguardaba, reteniendo el aliento, haciéndose pequeño; aguardaba su crisis, su Náusea, como M. Achille el otro día.

Me levanté. Ya no podía estarme quieto en medio de esas cosas debilitadas. Iba a echar una ojeada por la ventana al cráneo de Impétraz. Todo puede producirse, todo puede suceder. Evidentemente no la clase de horror que los hombres han inventado; Impétraz no se pondría a bailar en su pedestal; sería otra cosa.

Miré con espanto esos seres inestables que quizá dentro de una hora, de un minuto se desplomarían; bueno, sí; yo estaba allí, vivía en medio de esos libros llenos de conocimientos: unos describían las formas inmutables de las especies animales, otros explicaban que la cantidad de energía se conserva íntegra en él universo; yo estaba allí, de pie delante de una ventana cuyos vidrios tenían un índice de refracción determinado. ¡Pero qué barreras débiles! Supongo que es por pereza que el mundo se asemeja de un día a otro. Parecía como si hoy, quisiera cambiar. Y entonces, todo, todo podía suceder.

No tengo tiempo que perder: en el origen de este malestar se encuentra el asunto del café Mably. Es preciso que vuelva allí, que vea a M. Fasquelle en vida y le toque, si es necesario, la barba, las manos. Entonces tal vez me libre.

Tomé el sobretodo apresuradamente y me lo eché por los hombros, sin ponérmelo; escapé. Al cruzar el jardín público, encontré en el mismo sitio al hombre de la esclavina; tenía una enorme cara pálida entre dos orejas escarlata de frío.

El café Mably centelleaba de lejos; esta vez debían de estar encendidas las doce lámparas. Apreté el paso; era necesario terminar. Eché primero una mirada por la puerta vidriera; la sala estaba desierta. No se veía a la cajera, tampoco al mozo ni a M. Fasquelle.

Tuve que hacer un gran esfuerzo para entrar; no me senté. Grité: -¡Mozo!-Nadie respondió. Una taza vacía en una mesa. Un terrón de azúcar en el platillo. -¿No hay nadie?

Un abrigo colgaba de la percha. Sobre un velador se apilaban revistas en carpetas negras. Aceché el menor ruido conteniendo la respiración. La escalera privada crujió ligeramente. Afuera, la sirena de un barco. Salí retrocediendo, sin quitar los ojos de la escalera.

Lo sé: a las dos de la tarde los clientes son escasos. M. Fasquelle tenía gripe; seguramente había enviado al mozo por unas diligencias, en busca de un médico quizá. Sí, pero yo necesitaba ver a M. Fasquelle. A la entrada de la calle Tournebride me volví; contemplé con desagrado el café resplandeciente y desierto. Las persianas del primer piso estaban cerradas.

Un verdadero pánico se apoderó de mí. Ya no sabía a dónde iba. Corrí a lo largo de las dársenas, di vueltas por las calles desiertas del barrio Beauvoisis; las casas me miraban huir con sus ojos melancólicos. Me repetía angustiado: ¿adónde ir? ¿adónde ir? Todo puede suceder. De vez en cuando, con el corazón palpitante, daba una brusca media vuelta: ¿qué ocurría a mis espaldas? Quizá eso comenzara detrás de mí, y cuando me volviera, de pronto, sería demasiado tarde. Mientras pudiera ver los objetos, no se produciría, nada: miraba todo lo posible el pavimento, las casas, los picos de gas: mis ojos pasaban rápidamente de unos a otros para sorprenderlos y detenerlos en medio de sus metamorfosis. No parecían demasiado naturales, pero yo me decía con fuerza: es un pico de gas, es una fuente, y trataba de reducirlos a su aspecto cotidiano mediante el poder de mi mirada. Varias veces encontré bares en el camino: el Café des Bretons, el Bar de la Marne. Me detenía, vacilaba delante de sus cortinas de tul rosa: quizá esos locales bien cerrados habían sido perdonados, quizá encerraban aún una parcela aislada, olvidada, del mundo de ayer. Pero era preciso empujar la puerta, entrar. No me atrevía; reanudaba la marcha. Las puertas de las casas, sobre todo, me daban miedo. Temí que se abrieran solas. Terminé caminando por el centro de la calzada.