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Desemboqué bruscamente en el muelle de los diques del norte. Barcas pesqueras, pequeños yates. Apoyé el pie en una argolla empotrada en la piedra. Allí, lejos de las casas, lejos de las puertas, conocería un instante de reposo. Bajo el agua tranquila y salpicada de granos negros, flotaba un corcho.

“¿Y debajo del agua? ¿No has pensado en lo que puede haber debajo del agua?”

¿Un animal? ¿Un gran carapacho medio hundido en el fango? Doce pares de patas surcan el limo lentamente. El animal se levanta un poco de vez en cuando. En el fondo del agua. Me acerqué, espiando un remolino, una débil ondulación. El corcho seguía inmóvil entre los granos negros.

En ese momento oí voces. Era tiempo. Giré sobre mí mismo y proseguí la carrera.

Alcancé a los dos hombres que hablaban en la calle de Castiglione. Al ruido de mis pasos se estremecieron violentamente y se volvieron juntos. Vi que sus ojos inquietos se clavaban en mí, luego detrás de mí para ver si no venía otra cosa. ¿Entonces eran como yo, tenían miedo? Cuando les dejé atrás, nos miramos: casi nos dirigimos la palabra. Pero de improviso las miradas expresaron desconfianza; en un día como éste no se habla con cualquiera.

Me encontré en la calle Boulibet, sin aliento. Bueno; la suerte estaba echada: regresaría a la biblioteca, tomaría una novela, trataría de leer. Mientras costeaba la verja del jardín público, vi al hombre de la esclavina. Seguía allí, en el jardín desierto; la nariz se le había puesto tan roja como las orejas.

Iba a empujar la puerta, pero la expresión de su rostro me detuvo: arrugaba los ojos y reía a medias, con aire estúpido y dulzón. Pero al mismo tiempo miraba fijo hacia adelante algo que yo no podía ver, con una mirada tan dura e intensa que me volví bruscamente.

Frente a él, con un pie en el aire y la boca entreabierta, una chiquilla de unos diez años, fascinada, lo miraba, tironeando nerviosamente de su pañoleta, y adelantando su rostro puntiagudo.

El hombre sonreía para sí como quien va a hacer una buena broma. De golpe se levantó con las manos en los bolsillos de la esclavina que le llegaba hasta los pies. Dio dos pasos y puso los ojos en blanco. Creí que se caería. Pero continuaba sonriendo con aire soñoliento.

De pronto comprendí: ¡la esclavina! Hubiera querido impedirlo. Me habría bastado con toser o empujar la puerta. Pero también me fascinaba el rostro de la chiquilla. Tenía las facciones tensas de miedo; el corazón debía de latirle horriblemente; sólo que además yo leía en ese hocico de rata algo poderoso y maligno. No curiosidad, sino más bien una especie de segura espera. Me sentí impotente; yo estaba afuera, al borde del jardín, al borde del pequeño drama; pero a ellos los unía la oscura potencia de sus deseos; formaban una pareja. Contuve la respiración, quería ver qué se pintaría en esa cara de revieja cuando el hombre, a mis espaldas, apartara los paños de la esclavina.

Pero de pronto la niña, liberada, sacudió la cabeza y echó a correr. El tipo de la esclavina me había visto; fue lo que lo detuvo. Permaneció un segundo inmóvil en medio de la avenida, y echó a andar con la espalda encorvada. La esclavina le golpeaba las pantorrillas.

Empujé la puerta y lo alcancé de un salto.

– ¡Eh, usted! -grité.

El hombre empezó a temblar.

– Una gran amenaza pesa sobre la ciudad -le dije cortésmente al pasar.

Entré en la sala de lectura y tomé de una mesa La Chartreuse de Parme. Trataba de absorberme en la lectura, de encontrar un refugio en la clara Italia de Stendhal. Lo conseguía por momentos, en breves alucinaciones, para recaer en el día amenazador, frente a un viejecito que se aclaraba la garganta, y un muchacho soñador, recostado en su silla.

Pasaban las horas, los vidrios se habían puesto negros. Éramos cuatro, sin contar el corso que sellaba en su escritorio las últimas adquisiciones de la biblioteca. Estaban el viejecito, el muchacho rubio, una joven que prepara su licenciatura, y yo. De vez en cuando uno de nosotros alzaba la cabeza, echaba una mirada rápida y desconfiada a los otros tres, como si tuviera miedo. En cierto momento el viejecito se echó a reír; vi que la joven se estremecía de pies a cabeza. Pero yo había descifrado el título del libro que leía el viejo: era una novela divertida.

Las siete menos diez. Pensé bruscamente que la biblioteca cerraba a las siete. Otra vez me vería arrojado a la ciudad. ¿A dónde iba a ir? ¿Qué haría?

El viejo había terminado la novela. Pero no se marchaba. Daba en la mesa golpes secos y regulares con el dedo.

– Señores -dijo el corso-, va a ser hora de cerrar. El muchacho se sobresaltó y me echó una breve ojeada. La joven miraba al corso, luego tomó de nuevo el libro y pareció sumergirse en la lectura.

– Hora de cerrar -dijo el corso cinco minutos más tarde.

El viejo meneó la cabeza con aire indeciso. La joven hizo a un lado el libro pero sin levantarse.

El corso no salía de su asombro. Dio unos pasos vacilantes e hizo girar un conmutador. En las mesas de lectura las lámparas se apagaron. Sólo la ampolla central permanecía encendida.

– ¿Hay que marcharse? – preguntó dulcemente el viejo. Con lentitud, con pesar, el joven se levantó. Aquello fue jugar a quien tardaría más para ponerse el abrigo. Cuando salí, la mujer seguía sentada, con una mano abierta apoyada en el libro.

Abajo, la puerta de entrada se abría a la noche. El muchacho, que iba adelante, se volvió, bajó lentamente la escalera, cruzó el vestíbulo; en el umbral se detuvo un instante, se lanzó hacia la noche y desapareció.

Al llegar al pie de la escalera, alcé la cabeza. Al cabo de un momento, el viejecito abandonó la sala de lectura, abrochándose el sobretodo. Cuando hubo bajado los tres primeros peldaños, tomé impulso y me zambullí cerrando los ojos.

Sentí en el rostro una ligera caricia fresca. A lo lejos, alguien silbaba. Levanté los párpados: llovía. Una lluvia dulce y tranquila. La plaza estaba apaciblemente iluminada por los cuatro faroles. Una plaza de provincia bajo la lluvia. El joven se alejaba a grandes trancos; era él quien silbaba: tuvo ganas de gritar a los otros dos, ignorantes aún, que podían salir sin temor, que había pasado la amenaza.

El viejecito apareció en el umbral. Se rascó la mejilla con aire turbado, sonrió ampliamente y abrió el paraguas.

Sábado a la mañana.

Un sol encantador, con una niebla ligera que promete buen tiempo para todo el día. Tomé el desayuno en el café Mably.

Mme. Florent, la cajera, me dedica una graciosa sonrisa. Grito desde mi mesa:

– ¿El señor Fasquelle está enfermo?

– Sí, señor; una fuerte gripe; tiene para unos cuantos días de cama. Su hija llegó esta mañana de Dunkerque. Se ha instalado aquí para cuidarlo.

Por primera vez desde que recibí la carta, estoy francamente contento de ver a Anny. ¿Qué ha hecho en estos seis años? ¿Estaremos incómodos cuando nos veamos? Anny ignora la incomodidad. Me recibirá como si la hubiese dejado ayer. Con tal de que no me porte como un animal y no la prevenga contra mi desde un principio recordar que no he de tenderle la mano; lo detesta.