¿Cuántos días pasaremos juntos? Quizá la traiga a Bouville. Bastaría que viviera aquí unas horas, que durmiera una noche en el hotel Printania. Después no sería lo mismo; ya no podría tener miedo.
A la tarde.
El año pasado, cuando hice mi primera visita al Museo de Bouville, me sorprendió el retrato de Olivier Blévigne. ¿Falta de proporciones, de perspectiva? No hubiera sabido decirlo, pero algo me molestaba; el diputado no parecía seguro en la tela.
Después volví varias veces. Pero mi incomodidad persistía. No quise admitir que Bordurin, premio de Roma y seis veces condecorado hubiera cometido un error en el dibujo.
Pero esta tarde, hojeando una vieja colección del Satirique Bouvillois, publicación de chantaje cuyo propietario fue acusado de alta traición durante la guerra, sospeché la verdad. En seguida salí de la biblioteca y fui a dar una vuelta por el Museo.
Crucé rápidamente la penumbra del vestíbulo. En las baldosas blancas y negras, mis pasos no hacían ruido alguno. A mi alrededor, todo un pueblo de yeso retorcía sus brazos. Entreví, al pasar delante de dos grandes puertas, vasos resquebrajados, platos, un sátiro azul y amarillo sobre un zócalo. Era la sala Bernard Palisy, dedicada a la cerámica y a las artes menores. Pero la cerámica no me divierte. Un señor y una señora de luto contemplaban respetuosamente los objetos de barro cocido.
Sobre la entrada del gran salón -o salón Bordurin-Renaudas-, habían colgado, sin duda desde hacía poco, una tela grande desconocida para mí. Estaba firmada por Richard Séverand y se llamaba La muerte del célibe. Era una donación del Estado.
Desnudo hasta la cintura, el torso un poco verde como corresponde a los muertos, el célibe yacía en una cama deshecha. Las sábanas y colchas en desorden probaban una larga agonía. Sonrío pensando en M. Fasquelle. Él no estaba solo; lo cuidaba su hija. En la tela, el ama de llaves, de facciones marcadas por el vicio, había abierto ya el cajón de la cómoda, y contaba escudos. Por una puerta abierta se veía, en la penumbra, un hombre de gorra aguardando con un cigarrillo pegado al labio inferior. Cerca de la pared, un gato indiferente bebía leche.
Ese hombre había vivido para sí. Como castigo severo y merecido, nadie había ido a cerrarle los ojos en su lecho de muerte. El cuadro me hacía una última advertencia; aún era tiempo, podía volver sobre mis pasos. Pero si seguía adelante, que supiera esto: en el gran salón donde iba a entrar, había más de ciento cincuenta retratos colgados en las paredes; exceptuando algunos jóvenes arrebatados demasiado pronto a sus familias, y la Madre Superiora de un orfelinato, ninguno de los allí representados había muerto célibe, ninguno había muerto sin hijos ni intestado, ninguno sin los últimos sacramentos. En regla, ese día como todos los otros, con Dios y con el mundo, esos hombres habían pasado dulcemente a la muerte, para reclamar la parte de vida eterna a la cual tenían derecho.
Pues habían tenido derecho a todo: a la vida, al trabajo, a la riqueza, al mando, al respeto y, para terminar, a la inmortalidad.
Me recogí un instante y entré. El guardián dormía junto a una ventana. Una luz rubia, que caía de los vidrios, manchaba los cuadros. Nada viviente había en esa gran sala rectangular, salvo un gato que escapó asustado cuando entré. Pero sentí la mirada de ciento cincuenta pares de ojos.
Todos los que formaron parte de la “élite” bouvillesa entre 1875 y 1910 están allí, hombres y mujeres, pintados con escrúpulo por Renaudas y Bordurin.
Los hombres construyeron Sainte-Cécile-de-la-Mer. Fundaron en 1882 la Federación de Armadores y Comerciantes de Bouville “para agrupar en un haz poderoso a todas las buenas voluntades; para cooperar en la obra de recuperación nacional, y mantener en jaque a los partidos del desorden…” Ellos hicieron de Bouville el puerto comercial francés mejor equipado para descarga de carbón y madera. Dieron toda la amplitud deseable a la estación marítima, y por medio de perseverantes dragados, llevaron a 10m70 la profundidad del agua con marea baja. En veinte años el tonelaje de los barcos de pesca, que era de 5000 toneladas en 1869, se elevó, gracias a ellos, a 18.000. Sin retroceder ante ningún sacrificio para facilitar la ascensión de los mejores representantes de la clase obrera trabajadora, crearon, por propia iniciativa, diversos centros de enseñanza técnica y profesional que prosperaron bajo su alta protección. Rompieron la famosa huelga de las dársenas en 1898, y dieron sus hijos a la Patria en 1914.
Las mujeres, dignas compañeras de esos luchadores, fundaron la mayoría de los patronatos, casas cunas, talleres de caridad. Pero fueron ante todo, esposas y madres. Educaron hermosos hijos, les enseñaron sus deberes y derechos, la religión y las tradiciones de Francia.
El tinte general de los retratos tiraba al castaño oscuro. Los colores vivos habían sido proscritos por razones de decencia. Sin embargo, en los retratos de Renaudas, que pintaba de preferencia a los ancianos, la nieve del pelo y las patillas resaltaba sobre el fondo negro; Renaudas sobresalía en el tratamiento de las manos. En Bordurin, de técnica inferior, las manos eran en cierto modo sacrificadas, pero los cuellos postizos brillaban como mármol.
Hacía mucho calor y el guardián roncaba dulcemente. Eché una ojeada circular a las paredes: vi manos y ojos; aquí y allá una mancha de luz comía un rostro. Al encaminarme hacia el retrato de Olivier Blévigne, algo me retuvo: desde el cimacio, el comerciante Pacôme dejaba caer sobre mí una clara mirada.
Estaba de pie, con la cabeza ligeramente echada hacia atrás; tenia en una mano, contra el pantalón gris perla, un sombrero de copa y guantes… No pude evitar cierta admiración; no vi en él nada mediocre, nada que diera motivo a la crítica: pies pequeños, manos finas, anchos hombros de luchador, elegancia discreta, con una pizca de fantasía. Ofrecía cortésmente a los visitantes la nitidez sin arrugas de su rostro; hasta flotaba en sus labios la sombra de una sonrisa. Pero sus ojos grises no sonreían. Podía tener cincuenta años; estaba joven y fresco como a los treinta. Era hermoso. Renuncié a pillarlo en falta. Pero él no me soltó. Leí en sus ojos un juicio tranquilo e implacable.
Comprendí entonces todo lo que nos separaba: lo que yo podía pensar de él no lo alcanzaba, era exactamente psicología como la de las novelas. Pero su juicio me traspasaba como una espada y ponía en duda hasta mi derecho a existir. Y era verdad, siempre lo había sabido: yo no tenía derecho a existir. Había aparecido por casualidad, existía como una piedra, como una planta, como un microbio. Mi vida crecía a la buena de Dios, y en todas direcciones. A veces me enviaba vagas señales; otras veces sólo sentía un zumbido sin consecuencias.
Pero con ese hermoso hombre sin defectos, muerto hoy, con Jean Pacôme, hijo del Pacôme de la Defensa Nacional, la cosa era muy distinta: los latidos de su corazón y los rumores sordos de sus órganos le llegaban en forma de pequeños derechos instantáneos y puros. Durante sesenta años, sin desfallecimientos, había hecho uso del derecho a vivir. ¡Qué magníficos ojos grises! Jamás había pasado por ellos la sombra de una duda. Además, Pacôme no se había equivocado nunca.
Siempre cumplió con su deber, con todos sus deberes: de hijo, de esposo, de padre, de jefe. También reclamó sin debilidad sus derechos: niño, el derecho a ser bien educado en una familia unida, el derecho a heredar un nombre sin tacha, un negocio próspero; marido, el derecho a gozar de cuidados, de tierno afecto; padre, el de ser venerado; jefe, el derecho a ser obedecido sin chistar. Pues un derecho es la otra cara de un deber. Su éxito extraordinario (los Pacôme son hoy la familia más rica de Bouville) nunca debió de asombrarle. Nunca se dijo que era feliz, y cuando algo le proporcionaba placer, debía de entregarse a él con moderación, diciendo: “Es un entretenimiento”. De este modo, al pasar al rango de derecho, el placer perdía su agresiva futilidad. A la izquierda, un poco más arriba de su pelo gris azulado, en un estante, vi unos libros. Eran bellas encuadernaciones; seguramente serían clásicos. Sin duda Pacôme leía a la noche, antes de dormirse, unas páginas de “su viejo Montaigne” o una oda de Horacio en el texto latino. A veces también leería, para informarse, una obra contemporánea. Así había conocido a Barrès y a Bourget. Al cabo de un rato dejaba el libro. Sonreía. La mirada perdía su admirable vigilancia; se tornaba casi soñadora.