Rémy Parrottin me sonreía afablemente. Dudaba, trataba de comprender mi posición para cambiarla despacito y conducirme al redil. Pero yo no le tenía miedo: no era una oveja. Miré su hermosa frente serena y sin arrugas, su pequeño vientre, su mano abierta sobre la rodilla. Le devolví la sonrisa y lo dejé.
Jean Parrottin, su hermano, presidente de la S. A. B., apoyaba las dos manos en el borde de una mesa cargada de papeles; toda su actitud daba a entender al visitante que la audiencia había terminado. Su mirada era extraordinaria; parecía abstracta, y brillaba de derecho puro. Sus ojos deslumbrantes le devoraban toda la cara. Debajo de ese incendio, advertí unos labios delgados y prietos de místico. “Es extraño”, me dije: “se parece a Rémy Parrottin”. Me volví hacia el Gran Jefe; al examinarlo a la luz de este parecido, surgía bruscamente de su dulce rostro un no sé qué árido y desolado, el aire de familia. Regresé a Jean Parrottin.
Este hombre tenía la simplicidad de una idea. Sólo le quedaban huesos, carne muerta y Derecho Puro. Un verdadero caso de poseso, pensé. Cuando el Derecho se apodera de un hombre, no hay exorcismo que pueda expulsarlo; Jean Parrottin había consagrado toda su vida a pensar en el Derecho, nada más. En lugar del incipiente dolor de cabeza que yo sentía, como siempre que visito un museo, él hubiera sentido en sus sienes el derecho doloroso a que lo cuidaran. Era preciso no hacerlo pensar demasiado, no llamar su atención sobre realidades desagradables, sobre su muerte posible, sobre los sufrimientos de los demás. Sin duda, en su Techo de muerte, en la hora en que, desde Sócrates, es de rigor pronunciar algunas palabras elevadas, dijo a su mujer, como uno de mis tíos a la suya que lo había velado doce noches: “A ti, Thérèse, no te doy las gracias; no has hecho más que cumplir con tu deber”. Cuando un hombre llega a esto, hay que quitarse el sombrero.
Sus ojos, que yo miraba embobado, me despedían. No me fui; estuve resueltamente indiscreto. Sabía, por haber contemplado mucho tiempo en la biblioteca del Escorial cierto retrato de Felipe II, que cuando se mira a la cara un rostro resplandeciente de derecho, al cabo de un momento ese brillo se apaga y queda un residuo ceniciento; ese residuo era el que me interesaba.
Parrottin ofrecía una hermosa resistencia. Pero de golpe se apagó su mirada; el cuadro se empañó. ¿Qué quedaba? Ojos ciegos, la boca delgada como una serpiente, y mejillas. Mejillas pálidas y redondas, de niño; se desplegaban en la tela. Los empleados de la S. A. B. nunca las habían sospechado; no se demoraban demasiado en el despacho de Parrottin. Al entrar encontraban esa terrible mirada como un muro. Detrás, estaban a cubierto las mejillas, blancas y blandas. ¿Al cabo de cuántos años las había notado su mujer? ¿Dos? ¿Cinco? Me imagino que un día, mientras el marido dormía a su lado y un rayo de luna le acariciaba la nariz, o mientras digería penosamente, a la hora del calor, recostado en un sillón, con los ojos entrecerrados y un charco de sol en la barbilla, se había atrevido a mirarlo de frente: toda esa carne se le apareció sin defensa, abotagada, babosa, vagamente obscena. Sin duda a partir de entonces Mme. Parrottin asumió el mando.
Retrocedí unos pasos, envolví en una sola ojeada a todos los grandes personajes: Pacôme, el presidente Hébert, los dos Parrottin, el general Aubry. Habían usado sombrero de copa; los domingos encontraban en la calle Tournebride a Mme. Gratien, la mujer del alcalde, que vio a Santa Cecilia en sueños. Le dirigían grandes saludos ceremoniosos cuyo secreto se ha perdido.
Estaban pintados con gran exactitud, y sin embargo, bajo el pincel, sus rostros habían perdido la misteriosa debilidad de los rostros humanos. Sus caras, aun las más flojas, eran netas como porcelana: en vano buscaba yo algún parentesco con los árboles y los animales, con los pensamientos de la tierra o el agua. Pensaba que en vida no habían tenido ese carácter de necesidad. Pero en el momento de pasar a la posteridad se habían confiado a un pintor de renombre para que operara discretamente en sus rostros esos dragados, esas perforaciones, esas irrigaciones que transformaran el mar y los campos en los alrededores de Bouville. De este modo, con el concurso de Renaudas y Bordurin, habían avasallado a toda la Naturaleza: afuera y en sí mismos. Lo que estas telas ofrecían a mi mirada era el hombre repensado por el hombre, con su más bella conquista como único adorno: el ramillete de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Admiré sin reservas al género humano.
Habían entrado un señor y una señora. Estaban vestidos de negro y trataban de pasar inadvertidos. Se detuvieron, sobrecogidos, en el umbral de la puerta, y el señor se descubrió maquinalmente.
– ¡Ah!-exclamó la señora muy conmovida.
El señor recobró más rápido su sangre fría. Dijo, en tono respetuoso:
– Es toda una época.
– Sí -dijo la señora-, es la época de mi abuela.
Dieron unos pasos y encontraron la mirada de Jean Parrottin. La señora se quedó con la boca abierta, pero el señor no era orgulloso; tenía unos ojos humildes, debía de conocer bien las miradas intimidantes y las audiencias abreviadas. Tiró dulcemente a su mujer del brazo:
– Mira a éste – dijo.
La sonrisa de Rémy Parrottin siempre había puesto cómodos a los humildes. La mujer se acercó y leyó, con aplicación:
– Retrato de Rémy Parrottin, nacido en Bouville en 1849, profesor de la escuela de medicina de París, por Renaudas.
– Parrottin, de la Academia de las Ciencias -dijo su marido-, por Renaudas, del Instituto. ¡Esto es Historia!
La señora meneó la cabeza y miró al Gran Jefe.
– ¡Qué bien está!-dijo- ¡Qué expresión inteligente!
El marido hizo un amplio ademán.
– Todos éstos son los que han hecho a Bouville -dijo con simplicidad.
– Está bien que los hayan puesto aquí juntos -dijo la mujer enternecida.
Éramos tres soldados de maniobras en aquella sala inmensa. El marido, que reía de respeto, en silencio me echó una mirada inquieta, y bruscamente dejó de reír. Apartándome fui a plantarme frente al retrato de Olivier Blévigne. Me invadió un dulce gozo; bueno, yo tenía razón. Era realmente demasiado raro.
La mujer se me había acercado.
– ¡Gastón -dijo, con brusca osadía-, ven!
El marido vino hacia nosotros.
– Mira, éste, Olivier Blévigne, tiene su calle. ¿Sabes? la callecita que trepa por el Coteau Vert justo antes de llegar a Jouxtebouville.
Agregó, al cabo de un instante:
– No parecía cómodo.
– ¡No! Los criticones encontrarían motivo para hablar.
La frase era dirigida a mí. El señor me miró con el rabillo del ojo y se echó a reír algo ruidosamente esta vez, con un aire fatuo y reparón, como si él mismo fuera Olivier Blévigne.
Olivier Blévigne no reía. Nos apuntaba con la mandíbula apretada; la manzana de Adán le sobresalía.
Hubo un momento de silencio y de éxtasis.
– Parece que fuera a hablar – dijo la señora.
El marido explicó, cortésmente:
– Era un gran comerciante en algodón. Después hizo política; fue diputado.
Yo lo sabía. Hace dos años consulté por él el “Pequeño diccionario de grandes hombres de Bouville” del padre Morellet. Copié el artículo.
“Blévigne Olivier-Martial, hijo del anterior, nacido y muerto en Bouville (1849-1908), cursó derecho en París y obtuvo la licenciatura en 1872. Fuertemente impresionado por la insurrección de la Comuna, que lo obligó, como a tantos parisienses, a refugiarse en Versalles bajo la protección de la Asamblea Nacional, se juró, a la edad en que los jóvenes sólo piensan en el placer, “consagrar su vida al restablecimiento del Orden”. Mantuvo su palabra: a su regreso a nuestra ciudad fundó el famoso club del Orden que reunió todas las noches, durante largos años, a los principales comerciantes y armadores de Bouville. Este círculo aristocrático del que pudo decirse, con una humorada, que era más cerrado que el Jockey, ejerció hasta 1908 una saludable influencia en los destinos de nuestro gran puerto comercial. Olivier Blévigne casó en 1880 con Marie Louise Pacôme, hija menor del comerciante Charles Pacôme (ver este nombre) y fundó, a la muerte de éste, la casa Pacôme-Blévigne e hijo. Poco después se interesó en política y presentó su candidatura a la diputación. “El país, dijo en un discurso célebre, padece la enfermedad más grave: la clase dirigente ya no quiere mandar. ¿Y quién mandará, señores, si aquellos que por herencia, educación, experiencia, son más aptos para el ejercicio del poder se apartan de él por resignación o cansancio? Lo he dicho muchas veces: mandar no es un derecho de la “élite”, sino su principal deber. Señores, os conjuro: ¡restauremos el principio de autoridad!”