Some of these days
You’ll miss me honey.
El disco ha de estar rayado en ese sitio, porque hace un ruido raro. Y hay algo que aprieta el corazón: que esa tosecita de la aguja en el disco no afecta en absoluto a la melodía. Está tan lejos, tan lejos, atrás. También lo comprendo: el disco se raya y se gasta, quizá la cantante haya muerto; me iré, voy a tomar el tren. Pero detrás de lo existente que cae de un presente a otro, sin pasado, sin porvenir, detrás de esos sonidos que día a día se descomponen, se descascaran y se deslizan hacia la muerte, la melodía sigue siendo la misma, joven y firme, como un testigo despiadado.
La voz calla. El disco raspa un poco y se detiene. Libre de un sueño inoportuno, el café rumia, mastica de nuevo el placer de existir. A la patrona le ha subido la sangre a la cara, da palmadas en las gordas mejillas blancas de su nuevo amigo, pero sin conseguir colorearlas. Mejillas de muerto. Yo me estanco, me duermo a medias. Dentro de un cuarto de hora estaré en el tren, pero no lo pienso. Pienso en un americano afeitado, de espesas cejas negras, que se ahoga de calor en el piso veinte de un inmueble de Nueva York. Encima de Nueva York, el azul del cielo se ha inflamado; enormes llamas amarillas vienen a lamer los techos; los chicos de Brooklyn se ponen, en pantalones de baño, bajo las mangueras. El cuarto oscuro, en el piso veinte, se cocina a fuego vivo. El americano de las cejas negras suspira, jadea y el sudor le corre por las mejillas. Está sentado, en mangas de camisa, delante del piano; tiene un gusto a humo en la boca, y vagamente, vagamente, el fantasma de una melodía en la cabeza, “Some of these days”. Tom vendrá dentro de una hora con su frasco chato sobre la nalga; entonces se desplomarán los dos en los sillones de cuero y beberán grandes vasos de alcohol y el fuego del cielo inflamará sus gargantas, sentirán el peso de un inmenso sueño tórrido. Pero primero hay que anotar esta melodía. “Some of these days”. La mano húmeda toma un lápiz sobre el piano. “Some of these days you’ll miss me honey”.
Sucedió así. Así o de otro modo, poco importa. Así nació. Escogió para nacer el cuerpo gastado de ese judío de cejas como carbón. Sujetaba blandamente el lápiz y gotas de sudor caían de sus dedos enjoyados al papel. ¿Y por qué no yo? ¿Por qué se necesitaba precisamente ese gordo estúpido lleno de cerveza sucia y de alcohol para que se cumpliera el milagro?
– Madeleine, ¿quiere poner de nuevo el disco? Una vez más, antes de que me vaya.
Madeleine se echa a reír. Hace girar la manivela y la cosa empieza de nuevo. Pero ya no pienso en mí. Pienso en aquel tipo que compuso esta melodía, un día de julio, en el calor negro de su cuarto. Trato de pensar en él a través de la melodía, a través de los sonidos blancos y acidulados del saxofón. Hizo esto. Tenía dificultades, no todo le iba como Dios manda: cuentas que pagar -y además debía de haber por ahí alguna mujer que no pensaba en él como lo hubiera deseado-, y además había esa terrible ola de calor que transformaba a los hombres en charcos de grasa derretida. Todo aquello no tenía nada de muy lindo ni de muy glorioso. Pero cuando oigo la canción y pienso que la hizo aquel tipo, considero… conmovedores su sufrimiento y su transpiración. Tuvo suerte. Por lo demás, no se habrá dado cuenta. Debió de pensar: ¡con un poco de suerte, sacaré unos cincuenta dólares! Es la primera vez desde hace años, que un hombre me parece conmovedor. Quisiera saber algo sobre ese tipo. Me interesaría conocer sus dificultades, si tenía una mujer o si vivía solo. No por humanismo; al contrario. Porque hizo todo esto. No tengo ganas de conocerlo; además quizá haya muerto. Obtener sólo algunos informes sobre él y poder pensar en él, de vez en cuando, al escuchar este disco Eso es. Supongo que a aquel tipo no le haría ni fu ni fa si le dijeran que en la séptima ciudad de Francia, en los alrededores de la estación, hay alguien que piensa en él. Pero yo sería feliz si estuviera en su lugar; lo envidio. Tengo que irme. Me levanto, pero vacilo un instante, quisiera oír cantar a la negra. Por última vez.
Canta. Dos que se han salvado: el judío y la negra. Salvado. Quizá hasta el fin, se hayan creído perdidos, ahogadas en la existencia. Y sin embargo, nadie podría pensar en mí como yo pienso en ellos, con está dulzura. Nadie, ni siquiera Anny. Para mí son un poco como muertos, un poco como héroes de novela; se han lavado del pecado de existir. No por completo, claro, pero tanto como puede hacerlo un hombre. Esta idea me trastorna de golpe, porque ni siquiera la esperaba ya. Siento que algo me roza tímidamente y no me atrevo a moverme por temor de que se vaya. Algo que ya no conocía, una especie de alegría.
La negra canta. ¿Entonces es posible justificar la propia existencia? ¿Un poquitito? Me siento extraordinariamente intimidado. No es que tenga mucha esperanza. Pero soy como un tipo completamente helado que después de un viaje por la nieve, entrara de pronto en un cuarto tibio. Pienso que se quedaría inmóvil cerca de la puerta, frío aún, y lentos temblores recorrerían todo su cuerpo.
Some of these days
You’ll miss me honey.
¿No podría yo intentar…? Naturalmente, no se trataría de una música… ¿pero no podría, en otro orden?… Tendría que ser un libro; no sé hacer otra cosa. Pero no un libro de historia; la historia habla de lo que ha existido, un existente jamás puede justificar la existencia de otro existente. Mi error era querer resucitar a M. de Rollebon. Otra clase de libro. No sé muy bien cuál, pero habría que adivinar, detrás de las palabras impresas, detrás de las páginas, algo que no existiera, que estuviera por encima de la existencia. Por ejemplo, una historia que no pueda suceder, una aventura. Tendría que ser bella y dura como el acero, y que avergonzara a la gente de su existencia.
Me voy, me siento vago. No me atrevo a tomar una decisión Si estuviera seguro de tener talento… Pero nunca, nunca he escrito nada de este tipo; artículos históricos, sí. Un libro. Una novela. Y la gente leería esa novela y diría: la escribió Antoine Roquentin, era un individuo pelirrojo que se arrastraba por los cafés; y pensarían en mi vida como yo pienso en la de esa negra: como en algo precioso y semilegendario. Un libro. Naturalmente, al principio sólo sería un trabajo aburrido y fatigoso; no me impediría existir ni sentir que existo. Pero llegaría un momento en que el libro estaría escrito, estaría detrás de mí y pienso que un poco de su claridad caería sobre mi pasado. Entonces quizá pudiera, a través de él, recordar mi vida sin repugnancia. Quizá un día, pensando precisamente en esta hora, en esta hora lúgubre en que espero, con la espalda agobiada, que llegue el momento de subir al tren, quizá sienta que el corazón me late más rápidamente, y me diga: fue aquel día, aquella hora cuando comenzó todo. Y llegaré -en el pasado, sólo en el pasado- a aceptarme.
Cae la noche. En el primer piso del hotel Printania acaban de iluminarse dos ventanas. El depósito de la Nueva Estación huele fuertemente a madera húmeda; mañana lloverá en Bouville.
Fin