El último acorde se ha aniquilado. En el breve silencio que sigue, siento fuertemente que ya está, que algo ha sucedido.
Silencio.
Some of these days
You’ll miss me honey.
Lo que acaba de suceder es que la Náusea ha desaparecido. Cuando la voz se elevó en el silencio, sentí que mi cuerpo se endurecía; y la Náusea se desvaneció. De golpe; era casi penoso ponerse así de duro, de rutilante. Al mismo tiempo la duración de la música se dilataba, se hinchaba como una bomba. Llenaba la sala con su transparencia metálica, aplastando contra las paredes nuestro tiempo miserable. Estoy en la Náusea. En los espejos ruedan globos de fuego; anillos de humo los circundan, y giran, velando y descubriendo la dura sonrisa de la luz. Mi vaso de cerveza se ha empequeñecido, se aplasta sobre la mesa; parece denso, indispensable. Quiero tomarlo y sopesarlo, extiendo la mano… ¡Dios mío! Esto es, sobre todo, lo que ha cambiado: mis ademanes. Este movimiento de mi brazo se ha desarrollado como un tema majestuoso, se ha deslizado a lo largo del canto de la negra; me pareció que yo bailaba.
El rostro de Adolphe está ahí, apoyado contra la pared chocolate; parece muy próximo. En el momento en que mi mano se cerraba, vi su cabeza; tenía la evidencia, la necesidad de una conclusión. Oprimo mis dedos contra el vidrio, miro a Adolphe: soy feliz.
– ¡Ahí está!
Una voz se lanza sobre un fondo de rumores. Es que habla mi vecino, el viejo. Sus mejillas ponen una mancha violeta sobre el cuero pardo de la banqueta. Una carta restalla contra la mesa. Malilla de oros.
Pero el muchacho de cabeza perruna sonríe. El jugador coloradote, curvado sobre la mesa, lo acecha de soslayo, pronto a asaltar.
– ¡Y ahí tiene!
La mano del muchacho sale de la sombra, planea un instante, blanca, indolente; luego cae de improviso como un milano y aprieta un naipe contra el tapete. El gordo colorado salta por el aire:
– ¡Mierda! Éste alza.
La silueta del rey de corazones aparece entre dedos crispados después alguien la vuelve de narices y el juego continúa. Hermoso rey, venido de tan lejos, preparado por tantas combinaciones, por tantos gestos desaparecidos. Ahora desaparece a su vez, para que nazcan otras combinaciones y otros gestos, ataques, réplicas, vueltas de la fortuna, multitud de pequeñas aventuras.
Estoy emocionado, siento mi cuerpo como una máquina de precisión en reposo. Yo he tenido verdaderas aventuras. No recuerdo ningún detalle, pero veo el encadenamiento riguroso de las circunstancias. He cruzado mares, he dejado atrás ciudades y be remontado ríos; me interné en las selvas buscando siempre nuevas ciudades. He tenido mujeres, he peleado con individuos, y nunca pude volver atrás, como no puede un disco girar al revés. ¿Y a dónde me llevaba todo aquello? A este instante, a esta banqueta, a esta burbuja de claridad rumorosa de música.
And when you leave me
Sí, yo que tanto gusté de sentarme en Roma a orillas del Tíber; de bajar y remontar cien veces las Ramblas de Barcelona, a la noche; yo que cerca de Angkor, en el islote de Baray de Prah-Kan vi una baniana que anudaba sus raíces alrededor de la capilla de los nagas, estoy aquí, vivo en el mismo instante que los jugadores de malilla, escucho a una negra que canta mientras afuera vagabundea la noche débil.
El disco se ha detenido.
La noche entra dulzona, vacilante. Es invisible, pero está ahí, vela las lámparas; en el aire se respira algo espeso: es ella. Hace frío. Uno de los jugadores empuja las cartas en desorden hacia otro que las recoge. Un naipe ha quedado atrás. ¿No lo ven? Es el nueve de corazones. Por fin alguien lo entrega al joven de cabeza perruna.
– ¡Ah! Es el nueve de corazones.
Está bien. Voy a irme. El viejo violáceo se inclina sobre ana hoja chupando la punta de un lápiz. Madeleine lo mira con ojos claros y vacíos. El muchacho da vueltas entre sus dedos al nueve de corazones. ¡Dios mío…!
Me levanto penosamente; en el espejo, sobre el cráneo del veterinario, veo deslizarse un rostro inhumano.
Dentro de un rato iré al cinematógrafo.
El aire me hace bien; no tiene el gusto a azúcar ni el olor vinoso del vermut. Pero Dios mío, qué frío hace.
Son las siete y media, no tengo hambre y el cine no empieza hasta las nueve; ¿qué haré? Necesito caminar ligero para calentarme. Dudo; a mis espaldas, el bulevar lleva al corazón de la ciudad, a los grandes aderezos de luces, de las calles centrales, al palacio Paramount, al Imperial, a las grandes tiendas Jahan. No me tienta nada: es la hora del aperitivo; por el momento ya he visto bastantes cosas vivas, perros, hombres, todas las masas blandas que se mueven espontáneamente.
Doblo hacia la izquierda, voy a hundirme en aquel agujero, allá, al final de la hilera de picos de gas; caminaré por el bulevar Noir hasta la avenida Galvani. Por el agujero sopla un viento glaciaclass="underline" allí sólo hay piedras y tierra. Las piedras son algo duro, y que no se mueve.
Hay una parte aburrida del camino: en la acera de la derecha, una masa gaseosa con regueros de fuego hace un ruido de caracola: es la vieja estación. Su presencia ha fecundado los cien primeros metros del bulevar Noir -desde el bulevar de la Redoute hasta la calle Paradis-, ha engendrado unos diez reverberos, y cuatro cafés juntos, el Rendez-vous des Cheminots y otros tres que languidecen todo el día, pero se iluminan de noche y proyectan rectángulos luminosos en la calzada. Tomo tres baños más de luz amarilla, veo salir de la tienda y mercería Rabache a una vieja que se levanta la pañoleta sobre la cabeza y echa a correr; ahora se acabó. Estoy en el borde de la acera de la calle Paradis, junto al último farol. La cinta de asfalto se interrumpe en seco. Del otro lado de la calle están la oscuridad y el barro. Cruzo la calle Paradis. Meto el pie derecho en un charco de agua, me empapo el calcetín; el paseo comienza.
Esta región del bulevar Noir no está habitada. El clima es demasiado riguroso, el suelo demasiado ingrato para que la vida se instale y desarrolle aquí. Los tres aserraderos de los Hermanos Soleil (los Hermanos Soleil hicieron la bóveda artesonada de la iglesia Sainte-Cécile-de-la-Mer, que costó cien mil francos) se abren al oeste, con todas sus puertas y ventanas, sobre la dulce calle Jeanne-Berthe-Coeuroy, llenándola de rumores. En el bulevar Victor-Noir presenta sus tres espaldas unidas por una pared. Estos edificios bordean la acera izquierda durante cuatrocientos metros: ni la ventana más pequeña, ni siquiera un tragaluz.
Esta vez metí los dos pies en el agua. Crucé la calzada; en la otra acera un solo pico de gas como un faro en el confín de la tierra, ilumina un cerco hundido, arruinado en parte.
Fragmentos de carteles se adhieren aún a las tablas. Un hermoso rostro lleno de odio gesticula sobre un fondo verde, con un desgarrón en forma de estrella; debajo de la nariz alguien ha dibujado un bigote retorcido. En otro girón todavía puede descifrarse la palabra “depurador” en caracteres blancos de los que caen gotas rojas, quizá gotas de sangre. Puede que el rostro y la palabra hayan formado parte del mismo cartel. Ahora el cartel está roto, los lazos simples y deliberados que los unían desaparecieron, pero se ha establecido espontáneamente otra unidad entre la boca torcida, las gotas de sangre, las letras blancas, la desinencia “dor”; se diría que una pasión criminal e infatigable trata de expresarse mediante estos signos misteriosos. Entre las tablas pueden verse brillar las luces de la vía férrea. Un largo muro continúa la empalizada. Un muro sin aberturas, sin puertas, sin ventanas, que se detiene doscientos metros más lejos, contra una casa. He dejado atrás el campo de acción del farol; entro en el agujero negro. Al ver mi sombra que se funde a mis pies en las tinieblas, tengo la impresión de hundirme en un agua helada. Delante de mí, en el fondo, a través de espesores de negro, distingo una palidez rosada: es la avenida Galvani. Me vuelvo; detrás del reverbero, muy lejos, hay un atisbo de claridad: la estación con los cuatro cafés. Detrás de mí, delante de mí, gentes que beben y juegan a las cartas en las cervecerías. Aquí sólo hay negrura. El viento me trae con intermitencias un campanilleo solitario que viene de lejos. Los ruidos domésticos, el ronquido de los autos, los gritos, los ladridos, no se alejan de las calles iluminadas, permanecen en el calor. Pero ese campanilleo horada las tinieblas y llega hasta aquí: es más duro, menos humano que los otros ruidos.