Cuando eructé erc erc un par de veces para aliviar mi pobre e inocente estómago, me puse a elegir los platis del día en el guardarropa, al mismo tiempo que encendía la radio. Había música, un hermoso y malenco cuarteto de cuerdas, hermanos míos, por Claudius Birdman, una pieza que yo conocía muy bien. Pero no pude menos que smecar, recordando lo que había videado cierta vez en uno de esos artículos sobre la Juventud Moderna, sobre cómo ella estaría mucho mejor si pudiese fomentarse Una Viva Apreciación de las Artes. Se decía que la Gran Música y la Gran Poesía tranquilizarían a la Juventud Moderna y conseguirían Civilizarla. Civilización de mis yarboclos sifilíticos. La música siempre me excitaba, oh hermanos míos, haciéndome sentir como si fuera el propio y viejo Bogo en persona, listo para descargar rayos y centellas y tener a los vecos y las ptitsas crichando en mi ja ja ja poder. Y una vez que me chisté un poco el litso y las rucas y terminé de vestirme (mis platis de día se parecían al traje estudianticlass="underline" los viejos pantalones azules con suéter con la A de Alex) me pareció que tenía tiempo al menos de itear a la disquería (y también dengo , pues me abultaba en los bolsillos) y ver si había llegado la obra pedida y prometida hacía mucho tiempo, la Número Nueve de Beethoven (es decir, la Coral) en estéreo, registro Masterstroke por la Sinfónica Esh Sham conducida por L. Muhaiwir. Y para allí marché, hermanos.
El día era muy diferente de la noche. La noche era mía y de mis drugos, y de todo el resto de los nadsats, y de los starrios burgueses agazapados entre cuatro paredes, absorbiendo los glupos programas mundiales; pero el día era para los starrios, y en esas horas de luz siempre parecía haber más militsos. Tomé el ómnibus en la esquina y viajé al centro, y caminando regresé en dirección a plaza Taylor, y allí estaba la disquería que yo apoyaba con mis valiosas compras, oh hermanos míos. Ostentaba el glupo nombre de MELODíA, pero era un mesto realmente joroschó, y casi siempre conseguían scorro las nuevas grabaciones. Entré en el negocio y los únicos clientes eran dos jóvenes ptitsas que sorbían helados (y recuerden que estábamos en lo peor del invierno) y revisaban, parecía, los nuevos discos pop -Johnny Burnaway, Stash Kroh, The Mixers, Quédate tranquila un rato con Id y Ed Molotov- y todo el resto de esa cala. Las dos ptitsas no tendrían más de diez años, y parecía que también ellas, como yo, habían decidido tomarse la mañana libre de la scolivola. Era evidente que ya se consideraban verdaderas débochcas crecidas; vaya con el meneo de caderas cuando vieron a vuestro Fiel Narrador, hermanos, y los grudos acolchados y el rojo desparramado en las gubas. Fui al mostrador, abordando con la sonrisa cortés de los subos al viejo Andy que atendía (siempre amable, siempre dispuesto a ayudar, un verdadero joroschó tipo de veco , aunque calvo y muy muy delgado). Andy me dijo:
– Ajá, creo que sé lo que usted quiere. Buenas noticias, buenas noticias, ya llegó. -Y moviendo las rucas como un eminente director se fue a buscarlo. Las dos ptitsas jóvenes soltaron unas risitas, como hacen a esa edad, y yo les clavé un malenco los glasos fríos. Andy regresó realmente scorro, agitando la gran cubierta blanca y brillante de la Novena, que mostraba, hermanos, el litso adusto y fruncido como golpeado por un rayo del propio Ludwig van. -Aquí está -dijo Andy-. ¿Lo probamos? -Pero yo quería llevármelo a casa para slusarlo odinoco en mi estéreo, y sentía una prisa infernal. Saqué el dengo para pagar, y una de las pequefias ptitsas me dijo:
– ¿Qué conseguiste, bratito ? ¿Algo grande, para ti solo? -Estas débochcas jovencitas tenían su propio modo de goborar .- ¿El Paraíso Diecisiete? ¿Luke Sterne? ¿Goggl y Gogol? -y las dos largaron esas risitas, meneándose y balanceándose. Entonces se me ocurrió una idea, y la angustia y el éxtasis casi me voltean, oh hermanos míos, de modo que durante unos segundos no pude respirar. Reaccioné, y les dije mostrando los subos blancos y brillantes:
– ¿Qué tienen en casa, hermanitas, para oír esos gorgoritos peludos? -Porque ya había visto que los discos que estaban comprando eran esas vesches pop para chicos.- Apuesto a que lo único que tienen son esos juguetes portátiles como vitrolas de picnic. -Al oír esto las ptitsas fruncieron las boquitas.- Vengan con papá -les dije-, y escuchen como es debido. Las trompetas de los ángeles y los trombones del infierno. Están invitadas. -Y les hice una especie de reverencia. Otras risitas, y una de ellas, dijo:
– Oh, pero tenemos mucho apetito. Oh, cómo podríamos comer. -Y la otra agregó: -Sí, ella lo dice, y así es. -De modo que contesté:
– Coman con papá. Digan dónde.
Ahora se creían verdaderas sofisticadas, lo que era casi patético, y empezaron a hablar con golosas de dama acerca del Ritz, el Bristol, el Hilton, Il Ristorante Granturco. Pero interrumpí la charla diciendo «Sigan a papá», y las llevé al Salón de la Pasta, a la vuelta de la esquina, y dejé que se llenaran los inocentes y jóvenes litsos con espaguetis y salchichas, y helados de cremas y bananasplits y salsa de chocolate caliente, hasta que casi tuve náuseas a la vista de todo eso, porque yo, hermanos, almorcé frugalmente una rebanada de jamón frío y un yoco de chile bien picante. Las dos jóvenes ptitsas se parecían mucho, aunque no eran hermanas. Tenían las mismas ideas, o la misma falta de ideas, y el mismo color de pelo: una especie de pajizo teñido. Bueno, hoy crecerían mucho. Hoy sería un día memorable. No irían a la escuela por la tarde, pero habría educación, y Alex sería el profesor. Se llamaban, dijeron, Marty y Sonietta, y eran bastante besuñas y estaban en la cumbre del infantilismo de moda.