Todos los días, hermanos míos, pasaban películas parecidas, todas con patadas y tolchocos y el crobo rojo rojo que goteaba de los litsos y los plotos y se derramaba sobre los lentes de la cámara. Los personajes eran casi siempre málchicos sonrientes y smecantes vestidos a la última moda nadsat; o dientudos torturadores japoneses, o nazis brutales que se libraban de las víctimas a tiros y patadas. Y todos los días empeoraban el deseo de querer morir y las náuseas, y los dolores y calambres en la golová y los subos, y esa sed terrible terrible. Hasta que una mañana quise fastidiar a los bastardos ras ras rasreceándome la golová contra la pared, y que los tolchocos me dejaran inconsciente, pero lo único que ocurrió fue que me enfermé al ver que esta clase de violencia era la misma de las películas, y lo único que conseguí fue agotarme, y entonces me dieron la inyección y me llevaron como siempre en el sillón de ruedas.
Y llegó la mañana en que me desperté y tomé el desayuno de huevos, tostadas y jalea, y chai con leche muy caliente, y entonces pensé: -Ya no falta mucho. Debo de estar cerca del final. Sufrí el máximo, y no puedo más. -Y esperé, esperé, hermanos, que la ptitsa enfermera trajese la jeringa, pero no apareció. Y en eso llegó el subveco de chaqueta blanca, y dijo:
– Hoy, viejo amigo, caminarás sobre tus piernas. -¿Caminaré? -pregunté-. ¿Adónde?
– Al lugar de siempre -dijo el veco-. Sí, sí, no te asombres tanto. Irás a ver las películas, conmigo por supuesto. Ya no irás más en la silla de ruedas.
– Pero -pregunté- ¿qué hay de esa horrible inyección que me dan todas las mañanas? -Hermanos, la novedad me tenía muy sorprendido, porque ellos habían mostrado mucho interés en meterme la vesche de Ludovico, como la llamaban.- ¿No volverán a inyectarme esa podrida sustancia en la pobre ruca dolorida?,
– Nunca más -casi smecó el enfermero-. Por los siglos de los siglos, amén. Ahora te las arreglarás solo, muchacho. Irás con tus propios pies a la cámara de los horrores. Pero todavía te atarán y te obligarán a ver. Vamos, pues, mi tigrecito. -Y tuve que ponerme la bata y los tuflos y bajar por el corredor al mesto de las películas.
Pero esta vez, oh hermanos míos, no sólo me sentí muy enfermo sino además muy asombrado. Lo pasaron todo de nuevo: la vieja ultraviolencia y los vecos con las golovás aplastadas y las ptitsas destrozadas y goteando crobo que crichaban pidiendo compasión, y las peleas y porquerías privadas e individuales de costumbre. Después aparecieron los campos de prisioneros y los judíos, y las grisáceas calles extranjeras atestadas de tanques y uniformes y vecos que caían barridos por las balas, que era el lado público del asunto. Y esta vez no había motivo para las náuseas, la sed y los dolores, excepto el hecho de que me obligaran a videar, pues seguían poniéndome los broches en los glasos, y habían asegurado las nogas y el ploto al sillón, pero ya no tenía los cables y demás vesches aplicados al ploto y la golová. De modo que lo que me estaba pasando era culpa de las películas que videaba, ¿no les parece? Excepto, por supuesto, hermanos, que esta vesche de Ludovico fuese como una vacuna, y que ahora me estuviese viajando por el crobo, y en ese caso me enfermaría siempre siempre siempre cada vez que videase una escena de ultraviolencia. Así que abrí la rota y empecé buuu buuuu buuu, y las lágrimas enturbiaron lo que yo estaba obligado a videar, pues tenía que ir pasando como por una cortina de gotas de rocío plateadas y que corrían y corrían. Pero los brachnos de chaqueta blanca vinieron scorro a limpiarme las lágrimas con unos tastucos, diciendo: -Bueno, bueno, vean qué chiquillo más llorón. -Y entonces todo reapareció claro ante mis ojos, los alemanes que empujaban a los judíos suplicantes y gimientes, vecos y chinas, y málchicos y débochcas, metiéndolos en los mestos donde los ahogarlan a todos con gas venenoso. Buuu juuu juuu otra vez, y en seguida estaban limpiándome las lágrimas, muy scorro, para que no me perdiera ni una vesche solitaria del espectáculo. Fue un día terrible y horrible, oh hermanos míos y únicos amigos.
Esa naito yo estaba tendido en la cama, completamente solo, después de mi cena de guiso de cordero, pastel de frutas y crema helada, y pensaba para mí: Demonios, demonios, demonios, habría tiempo aún si pudiese salir ahora. Pero yo no tenía armas. No me permitían usar britba, y día por medio me afeitaba un veco gordo y calvo que venía a mi cama antes del desayuno, y dos brachnos de chaqueta blanca estaban ahí cerca, videando si yo me comportaba como un buen málchico no violento. Me habían cortado y limado las uñas casi al ras, así que ni siquiera podía arañar. Pero todavía era muy scorro en el ataque, aunque, hermanos, me habían debilitado casi a una sombra de lo que había sido en mis buenos tiempos de málchico libre. Así que ahora bajé de la cama y fui a la puerta cerrada con llave y comencé a descargar golpes fuertes y joroschós, crichando a la vez: -Oh, socorro, socorro. Estoy enfermo, me muero. Doctor doctor doctor por favor, rápido. Oh, me muero. Socorro. -Tenía el gorlo de veras seco y dolorido antes que apareciese alguien. De pronto oí nogas que venían por el corredor y una golosa gruñona, y reconocí entonces la golosa del veco de chaqueta blanca que me traía la pischa y me escoltaba a mi condenación cotidiana. Gruñó a través de la puerta:
– ¿Qué es eso? ¿Qué pasa ahí? ¿Qué juego podrido te traes entre manos?
– Oh, me estoy muriendo -casi gemí-. Tengo un terrible dolor en el costado, aquí. Es apendicitis. Ooooohhh.
– Apendicitis, mierda -gruñó el veco, y entonces, oh hermanos, alcancé a slusar el clanc clanc de las llaves-. Si intentas una jugarreta, amigo, mis compañeros y yo te patearemos toda la noche. -El veco abrió la puerta y junto con él entró el dulce aroma de la promesa de libertad. Bueno, yo estaba detrás de la puerta cuando el veco la abrió, y pude videarlo a la luz del corredor buscándome con los glasos, un poco sorprendido. En eso alcé los dos puños para tolchocarlo fuerte en el cuello, y entonces, lo juro, cuando medio ya lo videaba de antemano tirado en el suelo gimiendo o fuera de carrera y comenzaba a sentir el goce que me subía de las tripas, la náusea cayó sobre mí como una ola y sentí un miedo horrible, como si realmente me fuese a morir. Me acerqué a la cama vacilando y haciendo urg urg urg, y el veco, que no estaba con la chaqueta blanca sino con una bata, videó clarito lo que yo había pensado pues me dijo:
– Bueno, siempre se aprende, ¿verdad? Siempre aparece algo nuevo, ¿no? Vamos, amiguito, levántate de la cama, y pégame. Realmente, me gustaría. Un buen golpe a la mandíbula. Oh, vamos, me muero de ganas. -Pero lo único que pude hacer, hermanos, fue quedarme tendido sollozando juuu juuu juuu.- Basura -rezongó burlón el veco-. Mierda. -Y me alzó por el cuello de la chaqueta del piyama, y yo estaba muy débil y agotado, y luego levantó y descargó la ruca derecha, de modo que recibí un lindo y viejo tolchoco justo en el litso.- Esto -dijo- es por sacarme de la cama, basura. -Y el veco se frotó las rucas una contra la otra suich suich suich y salió. Clic clac hizo la llave en la cerradura.