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– Quiero oír una grabación de la Cuarenta, de Mozart. -No sé por qué me vino eso a la golová, pero así fue. El veco del mostrador me dijo:

– ¿La Cuarenta qué, amigo?

– Sinfonía. Sinfonía Número Cuarenta en sol menor.

– Ooooh -dijo uno de los nadsats que bailaban, un málchico con el pelo sobre los glasos-. Sinfona. ¿No es gracioso? Quiere una sinfona.

Sentí por dentro que el rasdrás me dominaba, pero tenía que andar con cuidado, así que les sonreí al veco que ocupaba el lugar de Andy y a todos los nadsats danzantes y crichantes. El veco del mostrador dijo: -Amigo, métase ahí en esa cabina y le mandaré algo.

Así que fui a la cabina malenca donde uno podía slusar los discos que quería comprar, y el veco me puso un disco, pero no era la Cuarenta sino la Praga -el veco había sacado lo primero de Mozart que encontró en el estante, pensé- y eso empezó a rasrecearme de veras, y tenía que cuidarme por miedo al dolor y a las náuseas, pero lo que yo había olvidado era algo que no debía de haber olvidado, y ahora me dieron ganas de acabar de una vez. Era que esos brachnos doctores habían dispuesto las cosas de modo que cualquier música que me emocionara tenía que enfermarme, lo mismo que si videara o quisiera recurrir a la violencia, y esto porque todas esas películas de violencia tenían música. Y recordé especialmente la horrible película nazi con la Quinta de Beethoven, último movimiento. Y ahora descubría que el hermoso Mozart se había convertido también en algo horrible; salí corriendo de la tienda mientras los nadsats smecaban y el veco del mostrador crichaba: -iEh eh eh!- Pero no le hice caso y me fui, y tambaleándome como un ciego, crucé la calle y di vuelta la esquina, hacia el bar lácteo Korova. Yo sabía qué me hacía falta.

El mesto estaba casi vacío, porque todavía era de mañana. También me pareció extraño, todo pintado con vacas rojas mugientes, y detrás del mostrador un veco que yo no conocía. Pero cuando pedí: -Un moloco-plus, grande- el veco de litso flaco recién afeitado supo lo que yo quería. Me llevé el vaso grande de leche a uno de los pequeños cubículos del mesto, todos con una cortina que lo aislaba del mesto principal, y allí me senté en el sillón afelpado, y bebí y bebí. Cuando acabé de beber sentí que ocurrían cosas. Tenía los glasos fijos en el malenco trozo de papel de plata de un atado de cancrillos tirado en el suelo, porque, hermanos, la limpieza de este mesto no era tan joroschó. Y este pedazo de papel de plata empezó a crecer y crecer y crecer y era tan brillante y amenazador que tuve que bizquear los glasos. Se agrandó tanto que al fin fue no sólo todo el cubículo donde yo estaba sino todo el Korova, la calle, la ciudad. Al fin ocupó el mundo entero, hermanos, y era como un océano que inundaba todas las vesches que existieron o alguna vez fueron concebidas. Me slusaba la propia voz haciendo chumchums especiales, y goborando slovos como «Desiertos muertos y amados, rotas que no tienen apariencias variformes», y toda esa cala. Entonces la visión nació de todo este papel de plata y después aparecieron colores que nadie había videado antes, y alcancé a videar un grupo de estatuas muy muy lejos, que se acercaban más y más y más, todas muy iluminadas, y la luz brillante venía de arriba y también de abajo, oh hermanos míos. Este grupo de estatuas representaba a Bogo y todos los sagrados ángeles y santos, muy resplandecientes como de bronce, con barbas y alas bolches que se agitaban y producían una especie de viento, así que en realidad no podían ser de piedra o bronce, y además los glasos se les movían y estaban vivos. Estas figuras grandes y bolches se acercaron más y más y más, y al final pareció que me iban a aplastar, y alcancé a slusar mi golosa que decía «Eeeeee». Y sentí que me libraba de todo -platis, cuerpo, cerebro, nombre, todo- y me sentía realmente joroschó, como en el paraíso. Se oyó entonces como un chumchum de cosas apretadas y aplastadas, y Bogo y los ángeles y los santos medio menearon las golovás al mirarme, como si quisieran goborar que todavía no había llegado el momento y que era necesario probar otra vez, y entonces se oyeron burlas y risas y derrumbe, y la luz cálida y grande se enfrió, y así me encontré en el mismo lugar de antes, el vaso vacío sobre la mesa, y yo quería llorar y sentía como que la muerte era la única solución a todo.

Y así fue, y pude videar muy claro lo que tenía que hacer, pero no sabía bien cómo hacerlo, porque antes nunca se me había ocurrido una idea como ésa, oh hermanos míos. En mi bolsita de vesches personales yo llevaba la britba filosa, pero comencé a sentirme muy enfermo cuando pensé que yo mismo me haría suiiis, y que luego me saldría el crobo rojo rojo. Yo quería algo que no fuera violento, y que me hiciera dormir dulcemente, y que ahí acabase Vuestro Humilde Narrador, y no más problemas. Se me ocurrió que si iba a la biblio pública, a la vuelta de la esquina, podría encontrar un libro sobre el mejor modo de snufar sin dolor. Me imaginé muerto, y cómo sufrirían todos, pe y eme y ese Joe podrido y caloso que era un usurpador, y también el doctor Brodsky y el doctor Branom y el ministro del Interior Inferior, y todos los demás vecos. Y también el gobierno vonoso que tanto se vanagloriaba. Así que salí al frío del invierno, y ya era de tarde, casi las dos, como pude videar en el bolche cuentatiempo público, así que mi viaje al paraíso con el viejo moloco-plus tuvo que llevarme más tiempo de lo que yo me había imaginado. Bajé por el bulevar Marghanita, y luego entré por la avenida Boothby, doblé otra vez y encontré la biblio pública.

El mesto, starrio y caloso, tenía dos partes, una para los libros que prestaban, y otra para leer, con atriles de gasettas y revistas, y yo no recordaba haber estado allí sino cuando era un málchico malenco, a la edad de seis años. Los vecos, muy starrios, tenían en los plotos un vono de vejez y pobreza; estaban de pie frente a los atriles de las gasettas, resoplando y eructando y goborando entre dientes, y volviendo las páginas para leer con tristeza las noticias, o sentados a las mesas mirando las revistas o fingiendo leerlas, algunos dormidos y uno o dos roncando de veras gronco. Al principio casi no pude recordar qué quería, y después comprendí un poco impresionado que había iteado aquí buscando el modo de snufar sin dolor, así que me acerqué al estante de las vesches de consulta. Había muchos libros, pero ninguno tenía un título, hermanos, que me sirviera realmente. Saqué un libro de medicina, pero cuando lo abrí estaba lleno de dibujos y fotografías de heridas y enfermedades horribles, y ahí nomás empecé a sentirme un poco enfermo. Así que lo devolví a su sitio y retiré el libro grande que llaman Biblia, creyendo que me haría sentir un poco mejor, como había ocurrido en los viejos tiempos de la staja (en realidad no había pasado tanto tiempo, pero ahora me parecía que era mucho), y me acerqué vacilando a una silla. Pero lo único que encontré fueron cosas acerca de castigar setenta veces siete, y la historia de un montón de judíos que se maldecían y tolchocaban unos a otros, y todo eso me trajo náuseas otra vez. Así que casi me echo a llorar, y un cheloveco muy starrio y raído sentado enfrente me preguntó: