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Yo estaba aturdido, oh hermanos míos, y no podía videar muy claro, pero me parecía que había conocido antes en algún mesto a estos militsos. El que me sostenía, diciendo: -Vamos, vamos, vamos- en la puerta principal de la biblio pública, era un litso nuevo, aunque parecía muy joven para estar con los militsos. Pero los otros dos tenían unas espaldas que yo había videado antes, estaba seguro. Repartían golpes a los chelovecos starrios y lo hacían con mucho placer y alegría, y los malencos látigos silbaban, y las golosas crichaban: -Vamos, muchachos desobedientes. Esto les enseñará a no provocar desórdenes perturbando la paz del Estado, individuos perversos-. Así empujaron de regreso a la sala de lectura a los starrios vengadores, jadeantes, gimientes y casi moribundos; luego se volvieron, smecando todavía, luego de tanta diversión, y me videaron. El mayor de los dos exclamó:

– Bueno bueno bueno bueno bueno bueno bueno. El pequeño Alex en persona. Tanto tiempo que no nos videamos, ¿eh, drugo? ¿Cómo te va? -Yo estaba aturdido, y el uniforme y el schlemo me impedían videar quién era, aunque el litso y la golosa me parecían conocidos. Entonces volví los glasos hacia el otro, y sobre ese de litso sonriente y besuño, no tuve dudas. Entonces, todo entumecido y cada vez más aturdido, volví los ojos al que decía bueno bueno bueno. Reconocí nada menos que al gordo y viejo Billyboy, mi antiguo enemigo. El otro, por supuesto, era el Lerdo, que había sido mi drugo y también el enemigo del gordo cabrón Billyboy, pero que ahora era un militso con uniforme y schlemo, y látigo para mantener el orden. Exclamé:

– Oh, no.

– Sorprendido, ¿eh? -y el viejo Lerdo largó la vieja risotada que yo recordaba tan joroschó.- Ju ju juju.

– Imposible -dije-. No puede ser. No lo creo.

– La evidencia de los viejos glasos -sonrió Billyboy-. No nos guardamos nada en la manga. Aquí no hay trucos, drugo. Empleo para dos que ya están en edad de trabajar. La policía.

– Ustedes son muy jóvenes -dije-. Demasiado jóvenes. No aceptan militsos de esa edad.

– Éramos jóvenes -dijo el viejo militso Lerdo. Yo no podía creerlo, realmente no podía.- Eso éramos, joven drugo. Y tú siempre fuiste el más joven. Y aquí estamos ahora.

– No, es imposible -dije. Y entonces Billyboy, el militso Billyboy en quien yo no podía creer, dijo al joven militso que me sujetaba, y a quien yo no conocía.

– Rex, será mejor si cambiamos un poco el sistema, me parece. Los muchachos serán siempre muchachos, como ha ocurrido toda la vida. No es necesario que vayamos ahora a la estación de policía, y todo lo demás. Este joven ha vuelto a los viejos trucos, los que nosotros recordamos muy bien, aunque tú, naturalmente, no los conoces. Atacó a los ancianos y los indefensos, y ellos tomaron las correspondientes represalias. Pero tenemos que decir nuestra palabra en nombre del Estado.

– ¿Qué significa todo esto? -pregunté, porque casi no podía creer lo que llegaba a mis ucos-. Hermanos, fueron ellos los que me atacaron. Ustedes no querrán ayudarlos, no pueden. No puedes, Lerdo. Fue un veco con quien jugamos una vez en otra época, y ahora ha buscado una malenca venganza después de tanto tiempo.

– Lo de tanto tiempo es cierto -dijo el Lerdo-. No recuerdo muy joroschó aquellos días. Y además, no vuelvas a llamarme Lerdo. Llámame oficial.

– Bueno, basta de recuerdos -dijo Billyboy asintiendo. No era tan gordo como antes-. Los málchicos perversos que manejan las britbas filosas… bueno, hay que tenerlos a raya. -Y los dos me sujetaron muy fuerte y casi me sacaron en andas de la biblio. Afuera esperaba un auto de los militsos, y el veco que llamaban Rex era el conductor. Me tolchocaron al meterme en el asiento de atrás, y no pude dejar de pensar que en realidad todo parecía una broma, y que en cualquier momento el Lerdo se quitaría el schlemo de la golová y largaría el jajajaja. Pero no lo hizo. Dije, tratando de dominar el straco dentro de mí:

– Y al viejo Pete, ¿qué le pasó? Triste lo de Georgie. Slusé lo que le pasó.

– Pete, ah, sí, Pete -dijo el Lerdo-. Me parece recordar el nombre. -Vi que estábamos saliendo de la ciudad, y pregunté:

– ¿Adónde se supone que vamos?

Billyboy volvió la cabeza en su asiento para decir: -Todavía hay luz. Un pequeño paseo por el campo, desnudo en el invierno, pero solitario y hermoso. No siempre conviene que los liudos de la ciudad videen demasiado los castigos sumarios. Las calles tienen que mantenerse limpias, y de distintos modos. -Y Billyboy miró de nuevo hacia adelante.

– Vamos -dije-. No entiendo. Los viejos tiempos están muertos y enterrados. Ya me castigaron por lo que hice. Y me han curado.

– Eso mismo nos leyeron -contestó el Lerdo-. El jefe nos leyó todo. Dijo que era un sistema magnífico.

– Te lo leyeron -le dije, con un poco de malignidad-. Hermano, ¿de modo que eres todavía muy lerdo para leer solo?

– Ah, no -dijo el Lerdo, muy suavemente, como lamentándolo-. No debes hablar así. No hables más así, drugo. -Y me descargó un bolche tolchoco en el cluvo, y el crobo rojo rojo comenzó a salirme goteando goteando de la nariz.

– Nunca me gustaste -dijo con amargura, limpiándome el crobo con mi ruca-. Siempre me sentí odinoco.

– Aquí, aquí -dijo Billyboy. Estábamos en el campo, y solamente se veían los árboles desnudos y como unos pájaros lejanos y escasos, y a la distancia una máquina agrícola que hacía chumchum. Anochecía ya, pues estábamos en pleno invierno. No se veían liudos ni animales. Solamente los cuatro-. Afuera, querido Alex -dijo el Lerdo-. Aquí te levantaremos un malenco sumario.

Y mientras duró todo, el veco conductor se quedó sentado frente al volante del auto, fumando un cancrillo y leyendo un malenco librito. Tenía encendidas las luces del auto para poder videar, pero no se dio por enterado de lo que Billyboy y el Lerdo le hacían a Vuestro Humilde Narrador. No daré detalles, pero todo fue jadeos y porrazos contra este fondo de máquinas agrícolas que zumbaban y el tuituituitititi en las ramas nagas. Se podía videar un hilo de humo a la luz del auto; y el conductor volvía tranquilamente las páginas. Y estuvieron sobre mí todo el tiempo, oh hermanos míos. Luego, Billyboy o el Lerdo, no podría decir cuál de los dos, observó: -Ya es bastante, drugo, me parece, ¿no crees? -Así que me dieron un tolchoco final en el litso cada uno y caí y quedé tendido en la hierba. Estaba frío, pero yo no lo sentía. Después se limpiaron las rucas y volvieron a ponerse los schlemos y las túnicas, que se habían quitado, y regresaron al auto.- Te videaremos otra vez, Alex -dijo Billyboy, y el Lerdo largó una de sus risotadas de payaso. El conductor terminó la página que había estado leyendo y apartó el libro; luego el auto arrancó y todos se alejaron en dirección a la ciudad, y mi drugo y mi ex enemigo agitaron las manos como despedida. Pero yo me quedé allí, deshecho y agotado.