– Creí que no tenía teléfono -dije, metiendo la cuchara en el huevo, sin pensar en lo que decía.
– ¿Por qué? -preguntó, como un animal scorro con una cucharita en la ruca.- ¿Por qué creíste que no tenía teléfono?
– Nada -repliqué-, por nada, por nada. -Y entonces, hermanos, me pregunté si yo recordaba bien la primera parte de aquella naito lejana, cuando yo me acerqué con el viejo cuento, pidiendo telefonear al doctor y ella me contestó que no tenían teléfono. El veco me smotó con mucha atención, pero después fue bueno otra vez y alegre, comiendo cucharadas de huevo. Mientras masticaba munch munch me dijo:
– Sí, he telefoneado a varias personas que se interesarán en tu caso. Comprenderás ya que puedes ser un arma muy poderosa, que impida el retorno de este gobierno malvado en la próxima elección. Ya sabes que el gobierno está muy orgulloso hablando de cómo ha resuelto el problema de la delincuencia en los últimos meses. -El veco me miró otra vez con mucha atención por encima del huevo humeante, y de nuevo me pregunté si estaba tratando de videar el papel que yo había tenido alguna vez en su chisna. Pero continuó hablándome:- Han incorporado a la policía matones jóvenes. Esas nuevas técnicas de condicionamiento debilitan la voluntad del individuo. -Y hermanos, mientras el veco me decía todos esos slovos tan largos, tenía en los glasos una mirada de loco o besuño.- Lo mismo ya hicieron en otros países -dijo-. Se empieza de a poco. Antes que sepamos lo que pasa estaremos todos sometidos al aparato totalitario. -Y yo pensaba: «Caramba, caramba, caramba» mientras comía los huevos y mordía crunch crunch las tostadas.
– ¿Y qué tengo que ver con todo eso, señor? -pregunté.
– Tú -replicó, siempre con una mirada besuña – eres el testigo viviente de estos proyectos diabólicos. La gente, la gente común tiene que enterarse y comprender. -El veco se levantó de la silla y se puso a recorrer la cocina, de la pila a la alacena, diciendo con voz muy gronca:- ¿Querrán todos que sus hijos se conviertan en lo que tú eres, pobre víctima? ¿No terminará decidiendo el propio gobierno qué es y qué no es delito, y destruyendo la vida y la voluntad de quien se atreva a desobedecer? -F. Alexander se tranquilizó un poco, pero no regresó al huevo.- Escribí un artículo -dijo- esta mañana, mientras dormías.
Se publicará en un día o dos, con una foto que mostrará la dolorosa expresión de tu rostro. Tienes que firmarlo tú, pobre muchacho, para que se sepa lo que te hicieron.
– ¿Y usted, qué saca de todo esto, señor? -pregunté-. Quiero decir, aparte el dengo que le darán por el artículo, como usted lo llama. Es decir, ¿por qué se opone tanto a este gobierno, si puedo tener el atrevimiento de preguntárselo?
F. Alexander se aferró al borde de la mesa y dijo, apretando los subos, calosos y todos manchados con el humo de los cancrillos: -Alguien tiene que luchar. Hay que defender las grandes tradiciones libertarias. No soy hombre de partido, pero si veo la infamia procuro destruirla. Los partidos nada significan. La tradición de libertad es lo más importante. La gente común está dispuesta a tolerarlo todo, sí. Es capaz de vender la libertad por un poco de tranquilidad. Por eso debemos aguijonearla, pincharla… -Y aquí, hermanos, el veco aferró un tenedor y descargó dos o tres tolchocos sobre la pared, de modo que el tenedor se dobló todo. Después, lo arrojó al suelo. Con voz bondadosa dijo:- Come bien, pobre muchacho, pobre víctima del mundo moderno -y pude videar bastante claro que la golová no le funcionaba muy bien-. Come, come. Puedes comerte también mi huevo. -Pero yo dije:
– Y yo, ¿qué saco de todo esto? ¿Me curarán lo que me hicieron? ¿Podré volver a slusar la vieja sinfonía Coral sin sentir náuseas? ¿Podré vivir otra vez una chisna normal? ¿Qué me pasará, señor?
El veco me miró, hermanos, como si no hubiera pensado en eso, y de todos modos no tenía mucha importancia comparado con la Libertad y toda esa cala, y me miró sorprendido porque había dicho lo que dije, como si pensara que yo era egoísta porque quería algo para mí. Luego contestó: -Oh, como ya te dije, eres una prueba viviente, pobre muchacho. Termina el desayuno y ven a ver lo que escribí, porque aparecerá en La Trompeta Semanal con tu propio nombre, infortunada víctima.
Bueno, hermanos, lo que él había escrito era una cosa muy larga y dolorida, y mientras la leía yo lo sentía mucho por el pobre málchico que goboraba de sus sufrimientos y de cómo el gobierno le había carcomido la voluntad, y de que todos los liudos no debían permitir que un gobierno tan podrido y perverso gobernase de nuevo, y entonces, claro, comprendí que ese pobre y doliente málchico era nada menos que Vuestro Humilde Narrador. -Muy bueno -dije-. De veras joroschó. Bien escrito, oh señor. -Y entonces el veco volvió a mirarme con mucho cuidado y dijo:
– ¿Qué? -Era como si nunca me hubiese slusado antes.
– Oh -dije-, es lo que llamamos el habla nadsat. Todos los adolescentes lo usan, señor. -Así que este veco se fue a la cocina a lavar los platos, y yo me quedé con los platis de dormir y los tuflos prestados, esperando que me hicieran lo que tenían que hacerme, porque personalmente no se me ocurría nada, oh hermanos.
Mientras el gran F. Alexander estaba en la cocina, se oyó dingalingaling en la puerta. -Ah -crichó él, y apareció secándose las rucas-, ha de ser esa gente. Iré a atender. -Así, que abrió y los dejó pasar, y se oyó un confuso jajaja de charla y hola y qué malo está el tiempo y cómo andan las cosas, y entonces se metieron en el cuarto donde estaba el fuego encendido, y el libro y el artículo sobre lo mucho que había sufrido yo, y me videaron y dijeron Aaaaaah. Eran tres liudos, y F. Alex me dijo los imyas. Z. Dolin era un veco que jadeaba y resoplaba, y tosía cashl cashl cashl con un pedazo de cancrillo en la rota, derramándose ceniza sobre los platis y después se la limpiaba con rucas muy impacientes. Era un veco redondo y malenco, de grandes ochicos de marco grueso. Después estaba qué sé yo cuántos Rubinstein, un cheloveco muy alto y cortés, con golosa de verdadero caballero, muy starrio y con una barba en punta. Y finalmente D. E. da Silva, un tipo con movimientos muy scorros y fuerte vono a perfume. Todos me miraron de veras joroschó y parecieron muy contentos con lo que veían. Z. Dolin dijo:
– Perfecto, perfecto, ¿eh? Este muchacho puede ser un instrumento perfecto, ¿eh? Hasta convendría que pareciera todavía más enfermo y estúpido que ahora. Cualquier cosa por la causa. Seguramente se nos ocurrirá algo.
No me gustó lo de estúpido, hermanos, y dije: -¿Qué pasa, bratitos ? ¿Qué le están preparando a este druguito? -Y entonces F. Alexander murmuró:
– Es extraño, ese tono de voz me da escalofríos. Quizá nos hemos conocido antes. -Y frunció el ceño, tratando de recordar. Yo tendría que andar con cuidado, oh hermanos míos. D. E. da Silva dijo:
– Sobre todo asambleas públicas. Será tremendamente útil exhibirlo en reuniones públicas. Por supuesto, hay que considerar la presentación en los diarios. Tocaremos el tema de la vida arruinada. Tenemos que inflamar los sentimientos. -Mostró los subos desparejos, muy blancos contra el litso de piel oscura, y me pareció que debía ser medio extranjero. Yo le dije: