Estaba oscuro y se estaba levantando un viento afilado como un nocho, y muy muy pocos liudos fuera. Por las calles circulaban coches patrulla cargados de brutales ras ras, y de cuando en cuando podía videarse en alguna esquina una pareja de militsos muy jóvenes que pateaban el suelo para defenderse del frío malévolo y exhalaban un aliento de vapor al aire invernal, oh hermanos míos. Supongo que en verdad se estaban acabando los tiempos de la ultraviolencia y el crastar, pues los ras ras trataban con brutalidad a quienes atrapaban, aunque se había convertido más bien en una especie de guerra entre nadsats desobedientes y ras ras, que podían ser más scorros con el nocho y la britba y con el bastón e incluso la pistola. Pero lo que me ocurría en aquellos tiempos era que eso no me importaba mucho. Era como si algo suave estuviese colándoseme dentro y no ponimaba por qué.
Tampoco sabía qué quería. Incluso la música que me gustaba slusar en mi malenca guarida era la que antes me habría hecho smecar, hermanos. Slusaba más malencas canciones románticas, lo que llaman Lieder , sólo una golosa y un piano, muy tranquilas y tiernas, muy diferente de cuando todo eran bolches orquestas y yo me tumbaba en la cama entre violines, trombones y timbales. Algo estaba ocurriendo en mi interior, y yo me preguntaba si sería alguna enfermedad o si lo que me habían hecho aquella vez estaba trastornándome la golová y me iba a volver realmente besuño.
Así pensando, con la golová gacha y las rucas en los carmanos del pantalón, recorrí la ciudad, hermanos, y al fin empecé a sentirme muy cansado y necesitado de una bolche chascha de chai con leche. Pensando en el chai tuve una súbita visión, como una fotografía de mí mismo sentado en un sillón ante un bolche fuego piteando chai, y lo más divertido y a la vez extraño era que yo parecía haberme convertido en un starrio cheloveco, de unos setenta años de edad, porque videé mi propio boloso , muy gris, y además llevaba patillas, que también eran muy grises. Pude videarme como un anciano sentado junto al fuego y entonces la imagen se desvaneció. Pero fue una experiencia como extraña.
Llegué a uno de esos mestos de té-y-café, hermanos, y a través de los grandes cristales videé que estaba atestado de liudos apagados, corrientes, de litsos pacientes e inexpresivos, que no harían daño a nadie, todos sentados allí goborando quedamente y piteando unos tés y cafés inofensivos. Iteé en el interior, fui hasta la barra y pedí un buen chai caliente con mucha moloco, y luego iteé hasta una mesa y me senté a pitearlo. Una pareja joven ocupaba aquella mesa y bebían y fumaban cánceres con filtro, y goboraban y smecaban en voz baja, pero apenas reparé en ellos y seguí bebiendo y soñando y preguntándome qué era lo que estaba cambiando en mí y qué iba a ocurrirme. Sin embargo videé que la débochca de la mesa que estaba con el cheloveco era de película, no de la clase que querrías tumbar en el suelo para darle el viejo unodós, unodós, sino que tenía un ploto y un litso de primera, y una rota sonriente y un boloso muy muy brillante y toda esa cala. Y entonces el veco que la acompañaba, que llevaba un sombrero en la golová y estaba de espaldas a mí, volvió el litso para videar el bolche reloj de pared que había en el mesto, y entonces pude videar quién era y él videó quién era yo. Era Pete, uno de mis tres drugos de los días en que éramos Georgie, Lerdo, él y yo. Era Pete, que parecía mucho mayor aunque no podía tener entonces más de diecinueve años y llevaba un pequeño bigote y un traje corriente y el sombrero puesto.
– Bueno bueno bueno, drugo -dije-, ¿cómo te va? Hace mucho, mucho tiempo que no te videaba.
Y él dijo: -Eres el pequeño Alex, ¿verdad?
– El mismo -dije-. Ha pasado mucho, mucho tiempo desde aquellos buenos tiempos de antes, muertos y enterrados. Y el pobre Georgie, según me dijeron, está bajo tierra, y el viejo Lerdo es un militso brutal, y aquí estás tú y aquí estoy yo, ¿y qué noticias tienes, viejo drugo?
– Qué manera de hablar más rara, ¿verdad? -dijo la débochca entre risitas.
– Éste es un viejo amigo -le dijo Pete a la débochca-. Se llama Alex. -Y volviéndose hacia mí añadió:- Te presento a mi mujer.
Me quedé boquiabierto. -¿Tu mujer? -balbucí-. ¿Mujer mujer mujer? Ah, no, eso no es posible. Eres demasiado joven para estar casado, viejo drugo. Imposible, imposible.
La débochca que era la mujer de Pete (imposible, imposible) soltó otra risita y le dijo: -¿Tú también hablabas de esa manera?
– Bueno… -dijo Pete, y sonrió-. Tengo cerca de veinte años. Bastante viejo para casarse, y ya hace dos meses. Tú eras muy joven y muy adelantado, recuerda.
– En fin… -Seguía como pasmado.- Me cuesta de veras hacerme a la idea, viejo drugo. Pete casado. Vaya vaya vaya.
– Tenemos un piso pequeño -dijo Pete-. Gano muy poco en State Marine Insurance, pero las cosas mejorarán, seguro. Y Georgina…
– ¿Puedes repetir el nombre? -dije, con la rota aún abierta como un besuño. La mujer de Pete (mujer, hermanos) volvió a soltar otra risita.
– Georgina -dijo Pete-. Georgina también trabaja. De mecanógrafa, ¿sabes? Nos las arreglamos, nos las arreglamos. -Hermanos, no podía apartar los glasos de él, de verdad. Había crecido y tenía golosa de hombre crecido también.- Tienes que venir a vernos alguna vez -dijo Pete-. Sigues pareciendo muy joven a pesar de tus terribles experiencias. Sí sí, sí lo leímos todo. Pero, por supuesto, aún eres muy joven.
– Dieciocho -dije-. Recién cumplidos.
– Dieciocho, ¿eh? -dijo Pete-. Tan mayor ya. Bueno bueno bueno. Ahora tenemos que irnos -añadió, y le dedicó a su Georgina una mirada amorosa y oprimió una de sus rucas entre las suyas y ella le devolvió una mirada igual, oh hermanos míos-. Sí -dijo Pete mirándome-, vamos a una pequeña fiesta en casa de Greg.
– ¿Greg? -dije.
– Ah, claro -dijo Pete-, tú no conoces a Greg. Greg vino después de tu época. Entró en escena mientras estabas ausente. Organiza pequeñas fiestas, reuniones de copas y juegos de palabras sobre todo. Pero muy agradables, muy tranquilas. Inofensivas, si entiendes por dónde voy.
– Sí -dije-. Inofensivas. Sí, sí, video ese verdadero espanto. -Al oír esto la débochca Georgina se rió otra vez de mis slovos. Y luegos los dos itearon a sus vonosos juegos de palabras en casa del tal Greg, quienquiera que fuese. Y yo me quedé odinoco mirando mi chai con leche, frío a aquellas alturas, pensativo e inquieto.