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—Ve con Dios —contestó el capataz, desarmado, volviéndose hacia los esclavos.

Lugo continuó su paseo. Cuando llegó a la puerta siguiente, se detuvo para admirar el paisaje del este. Sus pestañas atraparon la luz del sol y formaron franjas irisadas.

Ante él se extendía el Garumna, en su camino hacia la confluencia con el Duranius, su estuario común y el mar. En la brillante extensión de agua se mecían varios botes de remo, un pesquero que bogaba corriente arriba con su carga, una gárrula vela sobre un bote alargado. Las tierras de la otra margen eran bajas e intensamente verdes; vio los pardos muros y las rosadas tejas de dos mansiones entre sus viñas y jirones de humo brotando de humildes techos de paja. Los pájaros revoloteaban por todas partes; petirrojos, golondrinas, grullas, patos, un halcón en lo alto, y un martín pescador asombrosamente azul. Sus trinos resbalaban sobre el murmullo del río. Era difícil creer que los infieles germanos amenazaban las puertas de Lugdunum, que la principal ciudad de la Galia central, a menos de quinientos kilómetros, hubiera caído en sus manos.

Pero también era fácil creerlo. Lugo tensó la boca. Olvídalo, se dijo. Era más proclive a la ensoñación que otros hombres, pero con menos excusas. Esta región se había salvado hasta ahora, pero cada año Lugo leía mejor las escrituras de la pared, como habrían dicho ciertos judíos que había conocido. Dio media vuelta y entró en la ciudad.

Era una puerta menor una abertura en las murallas cuyas torres y almenas rodeaban toda Burdigala. Un centinela medio dormido se apoyaba en la lanza contra las piedras entibiadas por el sol. Era un auxiliar, un germano. Las legiones estaban en Italia o cerca de las fronteras, y eran la sombra de lo que habían sido antaño. Entretanto, los bárbaros arrancaban a los emperadores el permiso para establecerse en tierras romanas. A cambio, debían obedecer las leyes y ceder tropas; pero en Lugdunensis, por ejemplo, se había rebelado…

Lugo atravesó el pomoeriurn abierto y entró en una calle que reconoció como la vía Vindomariana. Serpeaba entre edificios cuyos flancos chatos tapaban el cielo, con adoquines embadurnados por entrañas pestilentes, un callejón oscuro que quizá se remontaba a épocas en que sólo los bituriges se acuclillaban allí. Lugo había aprendido a conocer la ciudad entera, tanto la parte vieja como los barrios nuevos.

Aquí se cruzaba con pocas personas, la mayoría vestidas con harapos. Las mujeres parloteaban a la vez que llevaban ropa sucia al río, cubos con agua del acueducto o cestos de hortalizas del mercado local. Un porteador llevaba una carga tan pesada como el carro contra el cual chocó; él y el cochero maldijeron, tratando de pasar. Un aprendiz que buscaba lana para su maestro se había detenido para cortejar a una muchacha. Dos campesinos con chaquetas y pantalones a la antigua, tal vez arrieros, hicieron comentarios con un acento tan dialectal y tantas palabras galas que Lugo apenas entendió lo que oía. Un borracho —un peón a juzgar por las manos, y sin trabajo a juzgar por el estado— caminaba dando tumbos buscando una juerga o una riña; el desempleo proliferaba mientras las turbulencias de la década anterior atentaban contra un comercio en decadencia. Una meretriz con ropas patéticamente ostentosas, buscando clientes ya a esas horas, rozó a Lugo. El la ignoró,

aunque aferró la bolsa que le colgaba de la cintura. Un mendigo jorobado pidió limosna en nombre de Cristo. Lugo también lo ignoró y el mendigo probó suerte con Júpiter; Mitra, Isis, la Gran Madre, y la céltica Epona; al fin lanzó maldiciones contra la espalda de Lugo. Niños desgreñados con ropas mugrientas hacían recados o jugaban. Por ellos sintió un aguijonazo de compasión.

Los rasgos levantinos de Lugo llamaban la atención. Burdigala era cosmopolita y llevaba sangre de Italia, Grecia, África y Asia. Pero la mayoría de sus habitantes seguían siendo como sus antepasados: robustos, de cabeza redonda, de pelo oscuro pero de tez clara. Hablaban latín con una entonación nasal que él nunca había llegado a dominar.

La tienda de un alfarero, que exhibía sus mercaderías y su rueda ronroneante, le indicó que debía girar hacia la más ancha calle Teutatis, a la cual el obispo últimamente intentaba hacer llamar San Johannes. Era la ruta más rápida para llegar por ese laberinto al callejón de la Madre Thornbesom, donde vivía el que buscaba. Tal vez Rufus no estuviera en casa, pero ciertamente no estaba trabajando. Hacía más de un año que el astillero no recibía pedidos, y los hombres dependían del Estado para comer; los circos sólo presentaban osos adiestrados o cosas similares. Si no encontraba a Rufus, esperaría en el vecindario sin hacerse notar. Había aprendido a ser paciente.

Había andado un trecho cuando se oyó un rumor. Otros también lo oyeron, se detuvieron, prestaron atención, ladearon la cabeza y entornaron los ojos. La mayoría empezó a retroceder. Los tenderos y aprendices se apresuraron a cerrar puertas y postigos. Algunos hombres se frotaron las manos y echaron a andar hacia el ruido. El revuelo llamaba a los revoltosos. El bullicio creció, sofocado por las casas y los sinuosos callejones, pero inconfundible. Lugo conocía desde tiempo atrás ese gruñido profundo y brutal, los gritos y abucheos. La turba cazaba a alguien.

Comprendió con un escalofrío quién podía ser la presa. Vaciló un instante. ¿Valía la pena correr el riesgo? Cordelia, sus hijos, él y su familia podían tener treinta o cuarenta años por delante.

Tomó una decisión. Al menos vería si la situación era desesperada o no. Se cubrió la cabeza con la capucha. Cosido al borde tenía un velo, y lo bajó. Le permitía ver a través de la gasa, pero le ocultaba la cara. Lugo había aprendido a estar preparado.

Si lo veía una patrulla militar; quizá se extrañara y lo detuviera para interrogarlo. Sin embargo, si hubiera una patrulla en el vecindario, la turba no estaría persiguiendo a Rufus. Si la hubiera, pensó Lugo con un rictus, lo más probable era que arrestara a Rufus.

Lugo avanzó para interceptar el tumulto. Iba un poco más deprisa que los revoltosos, aunque no tanto como para llamar la atención. La capucha arrojaba una sombra que impedía ver el velo; tal vez nadie reparó en él. Para sus adentros, Lugo recitó antiguos encantamientos contra el peligro. Que no te domine el terror; mantén los tendones flojos y los sentidos alerta, dispuesto a entrar en acción en cualquier momento. Tranquilo, alerta, ágil; tranquilo, alerta, ágil…

Salió a la plaza Hércules al mismo tiempo que el perseguido. Una corroída estatua de bronce del héroe daba su nombre a la plazoleta. Varias calles partían desde allí. El perseguido era un sujeto corpulento, pecoso, de rasgos toscos, pelo fino, barba desaliñada y rojiza. La túnica que le ondeaba sobre las gruesas piernas estaba empapada de maloliente sudor. Éste debía de ser Rufus y «Rufus» —el Rojo —era un apodo.

El fugitivo era fuerte, pero no rápido. Sus perseguidores estaban a punto de alcanzarlo. Eran una cincuentena de trabajadores como él, con ropas raídas. Había varias mujeres, cuyos rizos de Medusa enfurecida enmarcaban rostros de ménade. La mayoría llevaba armas improvisadas, cuchillos, martillos, palos, adoquines. Algunas palabras sobresalían entre los gritos: «¡Hechicero…! ¡Pagano…! ¡Satanás! ¡Te mataremos!». Una piedra golpeó a Rufus entre los hombros. Rufus se tambaleó pero siguió adelante. Tenía la boca tensa, el pecho jadeante, los ojos desorbitados.

Lugo echó una rápida ojeada. A veces no se podía esperar para ver qué sucedía, había que tomar una decisión al instante. Calibró la situación, la distancia, las velocidades, la índole de la turba. El odio con que gritaban denotaba terror. Valía la pena intentar el rescate. Si fallaba, quizá pudiera escapar sin heridas graves, sanaría pronto.

—¡A mí, Rufus! —gritó. Y a la turba—: ¡Alto! ¡Deteneos, perros sin ley!