El cabecilla de los perseguidores lanzó un gruñido. Lugo cerró las manos sobre el cayado. Era de roble. Le había abierto orificios en las puntas y los había rellenado de plomo. El cayado silbó y golpeó. El hombre gritó y cayó a un lado. Una costilla rota, probablemente. El arma de Lugo golpeó a otro debajo del pecho, arrancándole un bufido. Otro recibió un golpe en la rótula, gritó de dolor y cayó sobre dos que lo seguían. Una mujer blandió un estropajo. Lugo la esquivó y le pegó en los nudillos. Quizá quebró un par de huesos.
La multitud retrocedió, giró, gimió, chilló. Escudado tras su cayado movedizo, casi invisible, Lugo sonrió a los perseguidores y a los curiosos que habían aparecido.
—Regresad a casa —dijo—. ¿Os atrevéis a tomar en vuestras manos la ley del César? ¡Largo!
Alguien arrojó una piedra y erró. Lugo descargó un golpe en el cráneo más cercano. Controló su fuerza. Las cosas ya estaban bastante mal sin cadáveres que provocaran una inmediata acción oficial. No obstante, la herida sangró espectacularmente: un charco rojo en la piel y el pavimento, un motivo de alarma.
Rufus resollaba.
—Vamos —murmuró Lugo—. Despacio y tranquilo. Si corremos, nos perseguirán de nuevo. —Retrocedió, agitando el cayado con una sonrisa lobuna. Por el rabillo del ojo, vio que Rufus caminaba a su derecha. Bien. El sujeto había conservado cierta compostura.
Los perseguidores murmuraban boquiabiertos. Los heridos gemían. Lugo entró en la calle angosta que había escogido. Dobló la esquina y perdió a Hércules de vista.
—Ahora, en marcha —masculló, volviéndose hacia Rufus y cogiéndole la manga—. No, no corras. Camina.
Los testigos lo miraron con recelo, pero no se entrometieron. Lugo se metió en un callejón que conectaba con otra calle. Cuando estuvieron solos en medio del ajetreo, ordenó a Rufus que se detuviera. Se puso el cayado bajo el brazo y asió el broche que le sujetaba la capa.
—Te pondremos esto encima. —Guardó el velo dentro de la capucha antes de cubrir el llamativo pelo del acompañante—. Muy bien. Somos dos hombres apacibles que se dedican a sus ocupaciones. ¿Puedes recordarlo?
El artesano pestañeó. El sudor relucía en la escasa luz.
—¿Quién eres? —dijo con voz trémula—. ¿Qué buscas?
—Salvarte la vida —dijo con frialdad—, pero no me propongo arriesgar más la mía. Haz lo que digo y quizá encontremos un refugio. —El aturdido Rufus titubeó y Lugo se apresuró a añadir—: Acude a las autoridades, si lo deseas. Ve de inmediato, antes de que tus queridos vecinos se armen de valor y vengan a por ti. Di al prefecto que estás acusado de hechicería. Él lo averiguará, de todos modos. Mientras te interrogan bajo tortura, quizá puedas demostrar tu inocencia. La hechicería es un crimen capital, ya sabes.
—Pero tú…
—No soy más culpable que tú. Sospecho que podemos ayudarnos. Si no estás de acuerdo, adiós. De lo contrario, ven conmigo y mantén la boca cerrada.
El corpulento Rufus resopló. Se cubrió con la capa y comenzó a andar.
Pronto caminó con mayor soltura, pues nadie los detuvo. Ambos se mezclaron con el tráfico.
—Quizá creas que es el fin del mundo —murmuró Lugo—, pero fue un alboroto puramente local. Nadie más ha oído hablar de ello, o en todo caso a nadie le importa. He visto a la gente seguir con su vida cotidiana mientras el enemigo irrumpía por la puerta.
Rufus lo miró de soslayo y tragó saliva, pero guardó silencio.
2
La casa de Lugo estaba en el distrito noroeste, en la calle de los Zapateros, una zona tranquila. La casa era discreta, bastante vieja, y aquí y allá el estuco se desprendía de la pared. Lugo llamó y el mayordomo abrió la puerta; Lugo tenía pocos esclavos, cuidadosamente escogidos y seleccionados a través de los años.
—Este hombre y yo tendremos una charla confidencial, Perseo —dijo—. Quizá se quede un tiempo con nosotros. No quiero que nadie lo moleste.
El cretense asintió y sonrió.
—Entendido, amo —replicó—. Informaré a los demás.
—Podemos confiar en ellos —le dijo a Rufus, en un aparte—. Saben que tienen camas mullidas. —Y dirigiéndose a Perseo, añadió—: Como puedes ver y oler, mi amigo ha pasado un mal rato. Lo alojaremos en la Sala Baja. Trae comida de inmediato; agua en cuanto puedas calentar una buena cantidad, toallas y ropa limpia. ¿Está hecha la cama?
—Siempre lo está, amo —dijo el esclavo, un poco ofendido. Reflexionó—. En cuanto a la indumentaria, la vuestra no servirá. Se la pediré prestada a Durig. ¿Debo comprar más?
—Todavía no —resolvió Lugo. Quizá necesitara de repente todo el efectivo disponible. Aunque no las envilecidas monedas pequeñas. Hacían demasiado bulto; un solidus de oro equivalía a catorce mil nummi—. Durig es nuestro peón —le explicó a Rufus—. Además, tenemos un hábil cocinero y un par de criadas. Un hogar modesto. —Los detalles domésticos tal vez calmaran a Rufus, poniéndolo en condiciones de responder a varias preguntas.
Del atrio pasaron a una sala de estar, igualmente austera. La luz del sol se volvía verdosa al atravesar las ventanas de estilo eclesiástico. En el centro del piso, un mosaico presentaba una pantera rodeada por pavos reales. Incrustados en las paredes había paneles de madera con motivos más comunes, el Pez y Chi Rho entre flores, un Buen Pastor de grandes ojos. Desde el reinado de Constantino el Grande había sido cada vez más imperativo profesar el cristianismo, y en esta región además convenía ser católico. Lugo seguía siendo catecúmeno; el bautismo le habría impuesto obligaciones inconvenientes. La mayoría de los creyentes lo postergaban hasta un período tardío de la vida.
Su esposa lo había oído llegar y le salió al encuentro.
—Bienvenido, querido —dijo con alegría—. Has vuelto pronto.
Vio a Rufus y se turbó visiblemente.
—Este hombre y yo tenemos asuntos urgentes —dijo Lugo—. Es muy confidencial. ¿Entiendes?
Ella tragó saliva pero asintió.
—Bienvenido seas —saludó con voz sumisa.
Buena chica, pensó Lugo. Era difícil dejar de mirarla. Cordelia tenía diecinueve años, de estatura baja pero formas deliciosamente redondeadas, con rasgos delicados y labios entreabiertos bajo una lustrosa mata de pelo castaño. Hacía cuatro años que era su esposa y le había dado dos hijos que aún vivían. El matrimonio le había brindado contactos útiles, ya que el padre de Cordelia era curial, pero no una dote digna de mención, pues la clase curial estaba agobiada por los impuestos y los deberes cívicos. Pero lo más importante para ambos esposos era la atracción mutua, y el lecho nupcial era un deleite cada vez mayor.
—Marco, ésta es mi esposa Cordelia —dijo Lugo. «Marco» era un hombre bastante común. Rufus inclinó la cabeza y gruñó. A ella le dijo—: Debemos hablar de inmediato. Perseo se ocupará de todo. Estaré contigo cuanto antes.
Ella los siguió con la mirada. ¿Acaso suspiraba? Lugo sintió una punzada de temor. Había seguido adelante impulsado por la esperanza, una esperanza tan desbocada que insistía en negarla, recriminándose por ello. Ahora veía hacia dónde podía conducir la realidad.
No, no debía pensar en ello. No ahora. Un paso, dos pasos, pie izquierdo, pie derecho, así era como se avanzaba a través del tiempo.
La Sala Baja estaba en el subsuelo, parte del sótano que Lugo había cerrado con ladrillos tras adquirir la casa. Esos escondrijos eran comunes y no llamaban la atención. A menudo estaban destinados a las plegarias o a las austeridades íntimas. En el oficio del Lugo, era obvio que necesitaba un sitio a salvo de los curiosos. La celda era estrecha. Tres ventanas diminutas daban al jardín con peristilo de la planta baja. El vidrio era tan grueso y ondulante que impedía ver el interior; pero la luz que se filtraba resplandecía en las paredes blanqueadas, aclarando un poco la penumbra. En un anaquel había velas de sebo, y al lado un pedernal, acero y madera. Los únicos muebles eran una cama, un taburete y un orinal en el piso de tierra.