—Siéntate —invitó Lugo—. Descansa. Estás a salvo, amigo, a salvo.
Rufus se desplomó en el taburete. Se echó la capucha hacia atrás, pero se aferró la paenula contra la túnica; ese sitio estaba helado. Irguió la cabeza roja en un gesto desafiante.
—¿Quién demonios eres? —gruñó.
Su anfitrión se apoyó en la pared y sonrió.
—Flavio Lugo —dijo—. Y tú, según creo, eres un carpintero del astillero, sin empleo, a quien llaman Rufus. ¿Cuál es tu verdadero nombre?
Rufus barbotó una obscenidad y una pregunta:
—¿Qué te importa?
Lugo se encogió de hombros.
—Poco o nada, supongo. Podrías ser más amable conmigo. Esa chusma te habría quitado la vida.
—¿Y en qué te concierne? —replicó Rufus con dureza—. ¿Por qué te entrometiste? Mira, no soy hechicero. No me interesan la magia ni las prácticas paganas. Soy buen cristiano, un ciudadano romano libre.
Lugo enarcó las cejas.
—¿Nunca has hecho ofrendas salvo en las iglesias? —murmuró.
—Bien… eh, bien… Epona, cuando mi esposa agonizaba. —Rufus se encolerizó—. ¡Por el estiércol de Cernunnos! ¿Tú eres hechicero?
Lugo alzó la palma. Acarició el cayado persuasivamente.
—No lo soy. Ni te puedo leer la mente. Sin embargo, las viejas costumbres tarden en morir; aun en las ciudades, y la campiña es mayormente pagana. Por tu aspecto y tu modo de hablar yo diría que tus familiares fueron cadurci hace una o dos generaciones, en las colinas del valle del Duranius.
Rufus se aplacó. Respiraba ruidosamente. Se tranquilizó poco a poco y esbozó una sonrisa.
—Mis padres vienen de esa tribu —rezongó—. Mi nombre es Cotuadun. Pero todos me llaman Rufus. Eres observador.
—Me gano la vida con eso.
—Tú no eres galo. Cualquiera puede llamarse Flavio, ¿pero quién se llama Lugo? ¿De dónde eres?
—Hace varios años que me establecí en Burdigala.
—Se oyó un golpe en la puerta de madera—. Ah, aquí viene el amable Perseo con el refrigerio que ordené. Creo que tú lo necesitas más que yo.
El mayordomo trajo una bandeja con jarras de vino y agua, cuencos de pan, queso, aceitunas. La dejó en el suelo y se marchó a una seña de Lugo, cerrando la puerta. Lugo se sentó en la cama, sirvió vino, ofreció a Rufus un trago con poca agua, pero diluyó bien el suyo.
—A tu salud —propuso—. Hoy casi la perdiste. Rufus bebió un largo sorbo.
—¡Ahhh! Que me cuelguen, qué bueno está.
—Miró a su salvador con ojos entornados—. ¿Por qué lo hiciste? ¿Qué significo para ti?
—Bien, en todo caso, esa chusma no tenía derecho a matarte. Eso es tarea del Estado, una vez que te han hallado culpable…, y no creo que lo seas. Me correspondía aplicar la ley.
—Me conocías.
Lugo bebió. El vino de Falerno tenía un sabor dulzón.
—Había oído hablar de ti. Rumores. Es natural. Me mantengo al corriente de lo que ocurre. Tengo mis agentes. Pero no te asustes, no son informadores secretos. Sólo mocosos callejeros, por ejemplo, que se ganan una moneda comunicándome las novedades de interés. Decidí buscarte y averiguar más. Fue una suerte para ti que eso ocurriera exactamente cuando y donde pude rescatarte de tus compañeros de fatigas.
La pregunta lo turbó: ¿Cuántas oportunidades había perdido, y por qué márgenes, a través de los años? No compartía la difundida fe actual en la astrología. Pensaba que el mero accidente regía el mundo. Tal vez en esta ocasión había correspondido que los dados rodaran a su favor.
Siempre que el juego fuera real. Siempre que existiera alguien más como él, que alguna vez hubiera existido.
Rufus irguió la cabeza sobre los hombros macizos.
—¿Por qué lo hiciste? —rezongó—. ¿Qué demonios buscas?
Era preciso calmarlo. Lugo aplacó su propia ansiedad, su propio temor.
—Bebe el vino —dijo—. Escucha y me explicaré. Esta casa te habrá inducido a creer que soy un curial, o un tendero próspero, o algo por el estilo. No lo soy. No lo había sido en mucho tiempo. El decreto de Diocleciano había congelado a todos en la categoría dentro de la cual habían nacido, incluidas las clases medias. Pero en vez de dejarse aplastar; grano por grano, entre las piedras molares de los gravámenes, las regulaciones, la moneda envilecida, el comercio languideciente, cada vez más personas se daban a la fuga. Escapaban, cambiaban de nombre, se transformaban en siervos o esclavos, trabajadores migratorios ilegales y charlatanes; algunos se unían a las Baucaudae, cuyas pandillas de bandidos aterrorizaban las atrasadas zonas rurales, otros acudían a los bárbaros. Lugo había hecho arreglos más convenientes, muy de antemano. Estaba habituado a ser previsor.
—Actualmente soy empleado de un tal Aureliano, un senador de esta ciudad —continuó.
Rufus manifestó hostilidad.
—He oído hablar de él.
Lugo se encogió de hombros.
—Pues sí, llegó a ese cargo mediante el soborno, e incluso entre sus colegas es increíblemente corrupto. ¿Y qué? Es un hombre capaz de comprender que es sabio ser leal a quienes lo sirven. Los senadores no pueden participar en el comercio, como sabrás, pero él tiene variados intereses. Eso exige intermediarios que no sean meros mascarones. Yo soy su representante. Voy y vengo, huelo peligros y posibilidades, comunico mensajes, ejecuto tareas que requieren discreción, doy consejos cuando es apropiado. Hay posiciones peores en la vida. De hecho, hay algunas mucho menos honorables.
—¿Y qué quiere de mi Aureliano? —preguntó Rufus, inquieto.
—Nada. Jamás ha oído hablar de ti. Si el destino lo quiere nunca oirá hablar de ti. Te he buscado por decisión propia. Tú y yo podemos ayudarnos mucho.
—Lugo habló con voz más cortante—. No amenazo. Si no podemos trabajar juntos pero haces lo posible para colaborar conmigo, al menos intentaré sacarte de Burdigala para que empieces de nuevo en otro sitio. Recuerda que me debes la vida. Si te abandono, eres hombre muerto.
—Sabrán que me has escondido aquí —respondió con un gesto obsceno.
—Yo mismo se lo diré —declaró Lugo sin inmutarse—. Como ciudadano respetable, no quería que te descuartizaran ilegalmente, sino que creí mi deber entrevistarte en privado, sacarte de… ¡Alto! —Había dejado el tazón en el suelo mientras hablaba, suponiendo que Rufus se sulfuraría. Cogió el cayado con ambas manos—. Quédate donde estás, muchacho. Eres fuerte, pero ya has visto lo que puedo hacer con esto.
Rufus se quedó en su sitio y Lugo se echó a reír.
—Así está mejor. No seas tan irritable. No te quiero causar daño, de verdad. Déjame repetirlo. Si eres franco conmigo y haces lo que te digo, lo peor que puede ocurrirte es irte de Burdigala bajo un disfraz. Aureliano posee un vasto latifundio; sin duda le vendrá bien un peón, si yo lo recomiendo, y el senador encubriría todas las pequeñas irregularidades. Y lo mejor…, bien, aún no lo sé, así que no haré promesas, pero superaría la gloria de tus mayores sueños infantiles, Rufus.
Sus palabras y el tono tranquilizador surtieron efecto. Y también el vino. Rufus calló un instante, asintió, sonrió, bebió un sorbo, extendió la mano.
—¡Por la Trinidad, de acuerdo! —exclamó.
Lugo estrechó la dura palma. El gesto era nuevo en la Galia, quizás aprendido de inmigrantes germanos.
—Espléndido —dijo—. Tan sólo habla con franqueza. Sé que no será fácil, pero recuerda que tengo mis razones. Me propongo ser benévolo contigo, tanto como Dios permita.