Llenó el tazón vacío. A pesar de su aire jovial, estaba cada vez más tenso.
Rufus bebió, agitó el tazón.
—¿Qué quieres saber? —preguntó.
—Primero, por qué tienes problemas.
Rufus hizo una mueca de disgusto, apartando los ojos.
—Porque mi esposa falleció —masculló Rufus—. Eso inició los rumores.
—Muchos hombres enviudan —dijo Lugo, al mismo tiempo que los recuerdos le revolvían una espada en las entrañas.
La manaza se cerró sobre el tazón hasta que los nudillos se pusieron blancos.
—Mi Livia era vieja. Pelo blanco, arrugas, sin dientes. Teníamos dos hijos crecidos, varón y mujer. Están casados, tienen sus propios hijos. Y han envejecido.
—Me imaginaba algo así —susurró Lugo, pero no en latín—. ¡Oh Ashtoreth…! —Y en voz alta, usando la lengua común—: Los rumores que oí me sugerían algo parecido. Por eso fui a buscarte. ¿Dónde naciste Rufus?
—¿Y qué diablos sé yo? —respondió hurañamente—. ¡Demonios! Los pobres no llevan la cuenta como vosotros los ricos. No podría decirte quién es cónsul este año, y mucho menos quién lo era entonces. Pero mi Livia era joven como yo cuando nos enamoramos…, catorce, quince años. Era una hembra fuerte, paría vástagos como semillas de melón, aunque sólo dos llegaron a crecer. No se agotó pronto, como otras hembras.
—Entonces quizá tengas más de setenta años —murmuró Lugo—. Pero no aparentas más de veinticinco. ¿Alguna vez estuviste enfermo?
—No, a menos que cuentes un par de veces que me hirieron. Heridas feas, pero sanaron en pocos días, ni siquiera me dejaron cicatrices. Nunca tuve dolor de muelas. Una vez me cayeron tres dientes en una pelea, y volvieron a crecer. —Rufus habló con menos arrogancia—. La gente me miraba con creciente desconfianza. Cuando murió Livia, empezaron los rumores. —Rufus gruñó—. Decían que yo había hecho un paco con el diablo. Ella me dijo lo que había oído. Pero ¿qué cuernos podía hacer yo? Dios me dio un cuerpo fuerte, eso es todo. Ella me creyó.
—Yo también, Rufus.
—Cuando ella enfermó al fin, muchos dejaron de hablarme. Se alejaban de mí en la calle, se persignaban, se escupían el pecho. Acudí a un sacerdote. Él también se asustó de mí. Me dijo que viera al obispo, pero el bastardo no quiso acompañarme. Luego murió Livia.
—Una liberación —sugirió Lugo, sin poder contenerse.
—Bien, hacia tiempo que yo iba a un burdel —respondió Rufus sin rodeos. Se encolerizó—. Pero esas zorras me dijeron que me fuera y no regresara. Me enfurecí, armé un escándalo. La gente lo oyó y se agrupó fuera. Cuando salí, los cerdos me insultaron. Tumbé al que más gritaba. Logré zafarme y echar a correr. Pero me persiguieron y eran cada vez más.
—Y habrías muerto pisoteado por ellos. O los rumores habrían llegado a oídos del prefecto. La historia de un hombre que no envejecía y obviamente no era un santo, así que debía de estar aliado con el diablo. Te habrían arrestado, interrogado bajo tortura, y sin duda decapitado. Éstos son malos tiempos. Nadie sabe qué esperar. ¿Vencerán los bárbaros? ¿Tendremos otra guerra civil? ¿Nos destruirá la peste, el hambre, el colapso total del comercio? Los herejes y hechiceros son objeto de temor.
—¡No soy nada de eso!
—No he dicho que lo fueras. Acepto que eres un hombre común, común como el que más, aparte de… Dime, ¿has oído hablar de alguien como tú, a quien el tiempo no parece afectar? ¿Parientes, quizá?
Rufus negó con la cabeza. Lugo suspiró.
—Tampoco yo. —Se armó de coraje y continuó—. Aunque he esperado e intentado, buscado y resistido, desde que llegué a comprender.
—¿Eh? —El vino goteó del tazón de Rufus. Lugo bebió un sorbo en busca de consuelo.
—¿Qué edad crees que tengo? —preguntó.
Rufus lo escudriñó antes de decir con voz guturaclass="underline"
—Aparentas veinticinco.
Lugo torció la boca en una sonrisa.
—Como tú, tampoco sé mi edad con certeza —respondió lentamente—. Pero Hiram era rey de Tiro cuando yo nací allí. Las crónicas que he podido estudiar desde entonces indican que eso fue hace doce siglos.
Rufus se quedó boquiabierto. Las pecas lucían sombrías sobre la tez repentinamente blanca. Se persignó con la mano libre.
—No temas —lo exhortó Lugo—. No hice ningún pacto con las tinieblas. Ni con el cielo, llegado el caso, ni con ninguna potestad o ningún alma. Soy de tu misma carne, si eso significa algo. Simplemente, llevo más tiempo sobre la Tierra. Eso te hace sentir solo. Tú apenas has tenido tiempo de saborear esa soledad.
Se levantó, dejando el cayado y el tazón, para caminar por la estrecha habitación, las manos en la espalda.
—Flavio Lugo no fue el nombre con que nací, desde luego. Ese es sólo mi nombre más reciente. He perdido la cuenta de los que tuve. El primero fue…, no importa. Un nombre fenicio. Era un mercader hasta que los años me causaron los mismos problemas que tú tienes hoy. Durante mucho tiempo fui marino, guardia de caravanas, mercenario, bardo errante, todos los oficios en que un hombre puede ir y venir inadvertido. Tuve que asistir a una dura escuela. A menudo estuvieron a punto de matarme las heridas, los naufragios, el hambre, la sed, muchos peligros. A veces habría muerto, de no ser por el extraño vigor de este cuerpo. Un peligro más lento, más temible cuando empecé a notarlo, era el desquiciarme, de perder el juicio entre los recuerdos. Por un tiempo estuve fuera de mis cabales. En cierto modo fue piadoso; amortiguó el dolor de perder a todas las personas que llegaba a amar; perderlo a él, perderla a ella, perder a los niños… Poco a poco elaboré el arte de la memoria. Ahora tengo capacidad de recordar; soy como una biblioteca de Alejandría ambulante… No, ésa ardió, ¿verdad? —Rió entre dientes—. Tengo mis deslices. Pero domino el arte de almacenar lo que sé hasta que lo necesito, y entonces lo recobro. Domino el arte de controlar la pena. Domino…
Observo la mirada estupefacta de Rufus y se interrumpió.
—¿Mil doscientos años? —jadeó el artesano—. ¿Viste al Salvador?
Lugo esbozó una sonrisa forzada.
—Lo lamento, pero no lo vi. Si nació durante el reinado de Augusto, como dicen, eso habría sido entre trescientos y cuatrocientos años atrás. Entonces yo estaba en Britania. Roma aún no la había conquistado, pero el comercio era activo y las tribus meridionales eran cultas a su manera. Y mucho menos pendencieras. Es una característica siempre deseable en un lugar. Difícil de encontrar hoy en día, a menos que huyas hacia los germanos, los escoceses o lo que sea. Y aun ellos…
»También domino el arte de aparentar más edad. Polvo capilar; tinturas, esas cosas son incómodas y poco fiables. Dejo que todos comenten sobre mi apariencia juvenil. A fin de cuentas, algunas personas aparentan menos edad de la que tienen. Pero entretanto empiezo a encorvarme, a arrastrar los pies, a toser; a fingir que oigo mal, a quejarme de dolores y malestares y de la insolencia de la juventud moderna. Sólo funciona hasta cierto punto, desde luego. Finalmente debo esfumarme e iniciar otra vida en otra parte, con otro nombre. Trato de arreglar las cosas para hacer creer que me escapé y me topé con algún infortunio, quizá porque envejecí y me volví distraído. Y en general he podido prepararme para esa circunstancia. Acumulo gran cantidad de oro, estudio el lugar adonde iré, a veces lo visito para establecer mi nueva identidad.
La fatiga de los siglos lo abrumó un instante.
—Detalles, detalles. —Calló y miró por una de las ventanas ciegas—. ¿Me estoy volviendo senil? Rara vez divago de esta manera. Bien, tú eres el primer congénere que encuentro, Rufus, el primero. Esperemos que no seas el último.
—¿Has oído hablar de otros? —aventuró Rufus a sus espaldas.