Los huéspedes no eran parásitos. Les ofrecieron maravillosos regalos. Condujeron a bordo de una de sus naves a hombres que sólo conocían botes largos hechos de tablones cosidos, impulsados por remos. Esos hombres aprendieron más acerca de sus propias aguas y sus comunidades de otras tierras de lo que jamás habían soñado. Iniciaron transacciones comerciales, y visitaron algunos parajes por primera vez. Tierra adentro la caza era excelente, y los soldados llevaban gran cantidad de carne a casa. La presencia de los griegos, que revelaba la existencia de un mundo exterior, daba nueva chispa a la vida. Se sentían acogidos como hermanos.
Éste era el país que su gente llamaba Thule.
Llegó el verano, con sus noches de luz.
Hanno y una joven fueron a juntar bayas. Solos bajo la dulzura de los abedules, hicieron el amor. El largo día fatigó a la muchacha y al regresar a casa de su padre, durmió feliz. Hanno no pudo dormir. Se quedó tendido un buen rato en el camastro de pieles, sintiendo la tibieza de ella, oyendo la respiración de la familia, aspirando el tufo de las vacas del establo que había en un extremo de la única y larga habitación. Aunque la fogata a veces chisporroteaba, esa luz tenue no nacía allí sino en el cielo que se extendía más allá de la puerta de mimbre. Hanno se levantó, se cubrió la cabeza con la túnica y salió con sigilo.
Sobre él se extendía una profunda claridad que evocaba recuerdos de rosas blancas. Un puñado de estrellas casi invisibles titilaba a través del fulgor. El aire fresco estaba tan quieto que se oía el agua batiendo contra la orilla. El rocío centelleaba en el declive que descendía hacia la ancha superficie de plata. Tierra adentro, el suelo trepaba hacia montañas cuyos riscos azules se recortaban contra el cielo.
Se alejó de la aldea. Las casas estaban apiñadas en una doble hilera que terminaba en un gran cobertizo donde trillaban el grano, en ese clima lluvioso, y que hacía las veces de fortaleza en caso de ataque. Más allá había arrozales, colmenares, parcelas que la proximidad de la cosecha pintaba de oro. Caminó en dirección opuesta, hacia la playa. Cuando llegó a la hierba, se limpió de los pies descalzos la suciedad que los cerdos y pollos sueltos habían dejado en el sendero. La humedad lo acarició. Siguió andando hasta una playa de guijarros, piedras frías y duras pero redondeadas. La marea bajaba, una pulsación potente que apenas se conocía en el Mediterráneo, y las algas se esparcían sobre la playa. Olían a sal, profundidades, misterios.
A cierta distancia un hombre miraba hacia arriba. El bronce del instrumento que él apuntaba al cielo despedía un fulgor. Hanno se le acercó.
—¿Tú también? —murmuró.
Piteas se sobresaltó, dio media vuelta.
—¡Qué alegría! —saludó mecánicamente. En el luminoso crepúsculo era evidente que la sonrisa era forzada.
—No es fácil dormir con tanta claridad —aventuró Hanno. Los nativos no dormían mucho.
Piteas asintió. —Odio perder un solo minuto de esta magnificencia.
—Aunque es pésima para la astronomía.
—Aja. Durante el día he estado recogiendo datos que arrojarán un valor más preciso para la oblicuidad de la eclíptica.
—Ya deberías tener bastantes. Ha pasado el solsticio.
Piteas desvió la mirada.
—Y hablas a la defensiva —insistió Hanno— ¿por qué nos demoramos aquí?
Piteas se mordió el labio.
—Aún quedan muchos descubrimientos por hacer. Es como un mundo nuevo.
—Como la tierra de los lotófagos —rezongó Hanno.
Piteas alzó el cuadrante como si fuera un escudo.
—No, no, éstas son personas reales. Trabajan y tienen hijos y envejecen y mueren, al igual que todos nosotros.
Hanno lo observó. Las aguas susurraban.
—Es Vana, ¿verdad? —dijo al fin el fenicio.
Piteas quedó atónito.
—Muchas de estas muchachas son bellas —continuó Hanno—. Altas, esbeltas, una tez bronceada por el verano, ojos como el cielo que rodea el sol, y esas melenas rubias… oh, sí. Y la que está contigo es la más guapa de todas.
—Es más que eso —dijo Piteas—. Ella es… libre. Sin prejuicios, cándida, pero muy rápida y ávida de aprender. Orgullosa, valiente. Los griegos enjaulamos a nuestras esposas. Nunca hacía pensado en ello, ¿pero no es culpa nuestra si las pobres criaturas se vuelven tan obtusas que buscamos solaz en otros hombres?
—O en prostitutas.
—Vana es tan ardiente como la hetaira más fogosa. Pero no está en venta, Hanno. Me ama de veras. Hace unos días descubrimos que está encinta. Vino a mis brazos llorando y riendo.
—Es magnífica, sin duda, pero es bárbara.
—Eso se puede alterar.
Hanno meneó la cabeza.
—No té engañes. No es como tú. ¿Crees que podrás llevarla cuando zarpemos? Si sobreviviera a la travesía, se marchitaría y moriría en Massalia, como toda flor silvestre arrancada. ¿Qué haría de sí misma? ¿Qué clase de vida podrías darle? Es muy tarde. Para ambos.
Piteas guardó silencio de nuevo.
—Tampoco puedes instalarte aquí —dijo Hanno—. Recapacita. Tú, un hombre civilizado, un filósofo, apiñado con seres humanos y vacas en una mísera choza de argamasa tosca. Sin libros. Sin correspondencia. Sin oratoria. Sin esculturas, templos ni tradiciones propias, nada de lo que ha formado tu alma. Esa dama envejecerá deprisa, se le caerán los dientes y se le aflojarán los senos, y la odiarás porque fue el señuelo que te atrapó. Recapacita, por favor.
Piteas cerró la mano libre con fuerza y se golpeó el muslo una y otra vez.
—Pero ¿qué puedo hacer?
—Márchate. A ella no le costará conseguir un esposo que críe al niño. Su padre es una persona de buena posición, ella ha demostrado que es fértil, y cada niño es precioso, dado los que pierden. Hazte a la mar. Vinimos en busca de la isla del Ámbar, ¿recuerdas? Y si es un mito, queremos descubrir cuál es la realidad. Debemos aprender un poco sobre estas costas y mares del este. Nos proponemos regresar a Pretania y terminar de circunnavegarla, determinar su forma y tamaño, porque es importante para Europa de un modo que Thule no lo será durante siglos. Y luego regresarás a tu gente, tu ciudad, tu esposa, tus hijos y tus nietos. ¡Cumple con tu deber, nombre!
—Hablas con crudeza.
—Debido al respeto que siento por ti, Piteas.
El griego miró de un lado a otro: las montañas erguidas contra ese cielo cuya luz velaba las estrellas, los bosques y los prados, el océano, invisible allende la brillante bahía.
—Sí —dijo al fin—. Tienes razón. Tendríamos que haber partido hace tiempo. Lo haremos. Soy un necio reblandecido por la edad.
Hanno sonrió.
—No, simplemente un hombre. Ella te devolvió una primavera que creías haber perdido en el corazón. Es algo que he visto a menudo.
—¿Te ha pasado a ti?
Hanno apoyó la mano en el hombro de su amigo.
—Ven —dijo—, volvamos y tratemos de dormir. Tenemos trabajo que hacer.
8
Maltrechas, zarandeadas, despintadas y triunfantes, las tres naves se acercaron al puerto de Massalia. Era un vivido día de otoño, y el agua bailaba y chispeaba como si hubieran esparcido diamantes sobre zafiros, pero soplaba poco viento y las quillas estaban sucias, avanzaban despacio.