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— Ella quería venir un poco antes… — empezó a decir Dar Veter.

Mas sus palabras fueron apagadas por unos alarmantes acordes musicales que sustituyeron al sonoro tic-tac en la esfera del reloj galáctico.

— Es la señal de advertencia para toda la Tierra. A las centrales eléctricas, a las fábricas, a la red de transportes y a las emisoras de radio. Dentro de media hora, hay que cesar el suministro de energía y acumularlo en grandes condensadores, en cantidad suficiente para atravesar la atmósfera por el canal de radiación dirigida. La emisión requerirá el cuarenta y tres por ciento de la energía terrestre. La recepción, solamente para alimentar el canal, el ocho por ciento — explicó Dar Veter.

— Así precisamente me lo imaginaba yo — dijo Mven Mas, asintiendo con la cabeza.

De pronto, sus ojos, de concentrada mirada, se encendieron con fulgores de admiración. Dar Veter volvió la cabeza. Veda Kong, que había entrado sin que nadie lo advirtiera, estaba junto a una transparente columna iluminada. Para intervenir, se había puesto sus mejores galas, las que más embellecían a la mujer, ideadas hacía ya miles de años, en la época de la civilización cretense.

Los espesos cabellos de color ceniza claro, tirantes, recogidos en alto rodete, no entorpecían el cuello, armonioso y fuerte. Los tersos hombros estaban al desnudo, el amplio escote mostraba parte del pecho, ceñido por un corpiño celeste. Y la falda, ancha y corta, con flores azules bordadas sobre una cenefa de plata, dejaba al descubierto las bonitas piernas desnudas, tostadas por el sol, y los pies, breves, calzados con unos zapatitos de color cereza. Unas piedras preciosas de igual color — cabellos de Venus — grandes, engarzadas con intencionado descuido en una cadena de oro, refulgían sobre la fina piel armonizando con el arrebol de emoción que encendía las orejitas y las mejillas.

Mven Mas, que no había visto nunca a la sabia historiadora, la contemplaba extasiado.

Veda alzó los inquietos ojos hacia Dar Veter.

— Muy bien — respondió él a la muda pregunta de su bellísima amiga.

— Yo he hablado muchas veces en público, pero no así — dijo Veda Kong.

— El Consejo es fiel a la tradición. Son siempre las mujeres más bellas las que leen las informaciones para los diferentes planetas. Esto da una idea del sentimiento estético de los habitantes de nuestro mundo. Y en general, revela mucho — siguió diciendo Dar Veter.

— ¡El Consejo no se ha equivocado en su elección! — exclamó Mven Mas.

Veda dirigió al africano una mirada penetrante.

— ¿Es usted soltero? — le preguntó en voz baja. Y al asentir él con la cabeza, se echó a reír.

— ¿No quería usted hablar conmigo? — dijo, volviéndose hacia Dar Veter.

Los dos amigos salieron a la gran terraza anular. Veda ofreció con deleite su rostro a la fresca brisa del mar.

El director de las estaciones exteriores le habló de su decisión de ir a trabajar a las excavaciones, de sus dudas al elegir la 38a expedición astral, los yacimientos submarinos antárticos y la arqueología.

— ¡Oh, no! ¡Todo menos la expedición astral! — exclamó ella. Y Dar Veter se dio cuenta de su falta de tacto. Entregado a sus emociones, había hurgado sin querer en la herida que Veda llevaba en el alma.

La melodía de alarmantes acordes llegó hasta la terraza, sacándole de la embarazosa situación.

— ¡Ya es hora, dentro de treinta minutos hay que conectar con el Circuito! — advirtió Dar Veter, tomando del brazo con delicadeza a Veda Kong. En unión de los demás descendieron por una escalera rodante a un profundo subterráneo de forma cúbica, abierto en la roca.

Por doquier se veían aparatos. Los paneles sin brillo de las negras paredes parecían de ¡terciopelo. Unas franjas de cristal los surcaban, perfilándose netas. Lucecillas doradas, verdes, anaranjadas y azules esclarecían débilmente las escalas graduadas, los signos y las cifras. Las puntas de esmeralda de las saetas se estremecían sobre los semicírculos negros, y era como si todos aquellos anchos muros temblasen en la tensión de la espera.

Había allí varios sillones, una mesa grande de ébano, empotrada en una enorme pantalla hemisférica de nacarados reflejos, con un marco de oro macizo.

Dar Veter, con un ademán, indicó a su sucesor que se acercase y señaló a los demás los altos sillones negros para que se sentaran. Mven Mas se acercó de puntillas, como andaban en otros tiempos sus antepasados por las sabanas, calcinadas por el sol, acechando a las terribles fieras. Emocionado, contenía la respiración. Allí, en aquella rocosa cueva inaccesible, iba a abrirse una ventana a los infinitos espacios del Cosmos y los hombres se unirían con los pensamientos y el saber a sus hermanos de otros mundos.

Ahora, los representantes de la humanidad terrestre ante el Universo eran cinco. Pero a partir del siguiente día, él, Mven Mas, habría de dirigir aquel enlace. Le serían confiadas todas las palancas de aquella grandiosa fuerza. Un leve escalofrío le corrió por la espalda.

Tal vez comprendiera entonces la tremenda responsabilidad que había contraído al aceptar la oferta del Consejo. Y cuando miró al director saliente, que movía sereno las manijas de mando, su mirada expresaba una admiración parecida a la que brillaba en los ojos del joven ayudante de Dar Veter.

De pronto, oyóse un sonido prolongado y grave, como un golpe de gigantesco gong.

Dar Veter se volvió rápidamente y tiró de una larga palanca. El sonido acalló, y Veda Kong vio que un estrecho panel de la pared derecha se iluminaba en toda su altura.

Parecía que el muro se había hundido, desapareciendo en la infinita lejanía. Surgieron los fantasmagóricos contornos de la piramidal cumbre de una montaña, rematada por una inmensa corona de piedra. Bajo aquel colosal remate de lava solidificada, se columbraban unas manchas blancas de purísima nieve montañera.

Mven Mas reconoció el monte Kenia, el segundo de África por su altura.

Resonó otro prolongado golpe de gong que hizo retemblar la estancia subterránea y obligó a las personas que en ella se encontraban a prestar atención, expectantes.

Dar Veter tomó la mano de Mven Mas y la puso sobre un redondo pomo que brillaba con luz grana. El nuevo director le dio vuelta dócilmente, hasta el límite. Toda la fuerza de la Tierra, toda la energía de mil setecientas sesenta potentes centrales eléctricas se había concentrado en el ecuador, en aquel monte de cinco mil metros de altura. Un intenso resplandor de múltiples colores surgió sobre la cima, concentrose, hasta formar un globo luminoso, y, de pronto, ascendió vertical hincándose como una lanza en las profundidades del cielo. Del resplandor se alzaba ya una fina columna, semejante a una tromba.

Enroscándose en ella, subía en espiral una neblina azul de deslumbrante fulgor.

La radiación dirigida atravesaba toda la atmósfera terrestre formando un canal permanente, que hacía las veces de cable, para la emisión y la escucha de las estaciones exteriores. Allí arriba, a una altura de treinta y seis mil kilómetros sobre la Tierra, había un satélite artificial llamado «diario», gran estación que cada veinticuatro horas daba una vuelta al planeta, en el mismo plano del ecuador, por lo que parecía inmóvil, suspendida sobre el monte Kenia del África Oriental, punto elegido para la comunicación permanente con las estaciones exteriores. Otro gran sputnik, que giraba a cincuenta y siete mil kilómetros de altura, pasando sobre los polos, paralelamente al meridiano, comunicaba con el observatorio emisor y receptor del Tíbet. Allí había mejores condiciones para la formación del canal conductor, pero en cambio no existía enlace continuo. Aquellos dos grandes satélites artificiales mantenían además comunicación con otras varias estaciones exteriores automáticas, situadas alrededor de toda la Tierra.