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— Habla Zaf Ftet, encargado de la información exterior, el sesenta y uno del Cisne. Hoy transmitimos para la estrella amarilla STL 3388+04ZhF… Transmitimos para…

Dar Veter y Yuni Ant cambiaron una mirada, mientras Mven Mas apretaba por un instante la mano de Dar Veter. Eran los llamamientos galácticos de la Tierra, mejor dicho, de nuestro sistema planetario solar, considerado en un tiempo por los observadores de otros mundos como un solo gran satélite que daba cada cincuenta y nueve años terrestres una vuelta alrededor del Sol. Durante este período se producía una vez la oposición de Júpiter y de Saturno, que desplazaba el Sol, visiblemente para los astrónomos, de las estrellas vecinas. En ese mismo error habían incurrido también nuestros astrónomos con respecto a numerosos sistemas planetarios, cuya existencia cerca de diversas estrellas había sido descubierta ya en tiempos remotos, Yuni Ant, con más premura que al comienzo de la emisión, comprobó el reglaje de la máquina mnemotécnica y las indicaciones de los aparatos OES que velaban celosamente por el buen funcionamiento.

La voz impasible del intérprete electrónico continuó diciendo:

— Hemos recibido perfectamente la emisión de la estrella… — y de nuevo se oyeron una serie de cifras y unos sonidos intermitentes —, de un modo casual, fuera de las horas en que emite el Gran Circuito. Ellas no han descifrado el lenguaje del Circuito y gastan energía en vano, lanzando sus mensajes en las horas de silencio. Nosotros les hemos contestado en el período de sus emisiones; los resultados serán conocidos dentro de unas tres décimas de segundo… — la voz se calló. Los aparatos de señales continuaron encendidos, a excepción del circulillo verde.

— Hasta ahora se desconocen las causas de estas interrupciones. Puede que se deban al famoso campo neutro de los astronautas que se interpone entre nosotros — explicó Yuni Ant a Veda.

— Tres décimas de segundo galáctico significa cerca de seiscientos años de espera — rezongó enfurruñado Dar Veter —. ¿Y qué falta nos hace eso?

— Por lo que yo he podido comprender, la estrella con la que han enlazado es la Épsilon del Tucán, constelación del cielo austral — terció Mven Mas — que está situada a noventa parsecs, lo que constituye casi el límite de nuestra comunicación permanente.

Más allá de Deneb no la hemos establecido aún.

— ¿No captamos acaso el centro de la Galaxia y los cúmulos globulares? — preguntó Veda Kong.

— Sí, pero irregularmente, de un modo fortuito o por medio de las máquinas mnemotécnicas de otros miembros del Circuito que forman una cadena tendida a través de los espacios de la Galaxia — repuso Mven Mas.

— Las informaciones enviadas hace milenios y decenas de miles de años no se pierden en el espacio y acaban por llegar a nosotros — agregó Yuni Ant.

— Por consiguiente, ¿juzgamos de la vida y los conocimientos de las gentes de otros mundos muy distantes con un retraso que, por ejemplo, para la zona centro de la Galaxia es de veinte mil años?

— Sí; lo mismo cuando se transmiten las grabaciones por las máquinas mnemotécnicas de los mundos próximos que cuando son captadas por nuestras estaciones receptoras; los mundos lejanos aparecen ante nosotros tal y como eran en tiempos muy remotos.

Vemos a personas muertas y olvidadas en sus respectivos mundos hace muchísimos años.

— ¿Será posible que, a pesar de haber conseguido tan gran dominio sobre la naturaleza, no podamos hacer nada en este caso? — comentó Veda con infantil indignación —. ¿No seremos capaces de hallar más medios para alcanzar los mundos lejanos que los rayos ondulares o fotónicos?

— ¡Yo comprendo perfectamente su afán, Veda! — exclamó Mven Mas.

— En la Academia de los Límites del Saber — terció en la conversación Dar Veter — se hacen proyectos para vencer el espacio, el tiempo, la atracción; se estudian las más profundas bases del Cosmos. Pero hasta ahora no han llegado a la fase de los ensayos y no han podido…

Inopinadamente, el circulillo verde se iluminó, y Veda volvió a sentir vértigo al ver hundirse la pantalla en el insondable abismo de los espacios cósmicos.

Los nítidos contornos de la imagen demostraban que se trataba de una grabación de máquina mnemotécnica y no de una captación directa.

Al principio, surgió la superficie de un planeta, visto indudablemente desde una estación exterior. Un sol inmenso, de un color violeta pálido y tan incandescente que parecía irreal, bañaba con sus penetrantes rayos las nubes azules de su atmósfera.

— Ésa es la Épsilon del Tucán, estrella de temperatura elevadísima, perteneciente a la clase B9 y setenta y ocho veces más luminosa que nuestro Sol — dijo Mven Mas en voz muy queda.

Dar Veter y Yuni Ant asintieron con la cabeza.

La sorprendente visión cambió, como si se contrajera y descendiese a ras de la tierra de un modo desconocido.

A gran altura, alzábanse las cúpulas de unas montañas que parecían de cobre fundido.

Una roca o un metal ignoto, de estructura granulosa, refulgía a la luz deslumbradora del sol aquel. E incluso en la imperfecta transmisión de los aparatos, aquel inundo desconocido tenía un esplendor solemne, triunfal.

Los resplandores del sol rodeaban las cobrizas montañas de un halo rosáceoargentado que se reflejaba, en ancho camino, sobre las lentas olas de un mar violeta. Sus aguas de amatista parecían densas y lanzaban rojos destellos, como un centelleo de pequeños ojos vivos. Las olas lamían el gran pedestal de una estatua gigantesca que, lejos de la orilla, se alzaba en orgullosa soledad. Era una figura de mujer, tallada en piedra de color grana, que, con la cabeza echada hacia atrás y como en éxtasis, tendía las manos hacia la ardiente bóveda del cielo. Podía ser muy bien la imagen de una hija de la Tierra, y su completo parecido con nuestras mujeres sorprendía tanto como la asombrosa belleza de la estatua. En su cuerpo, que parecía encarnar los sueños de los artistas terrenos, se armonizaban la vigorosa fuerza y la espiritualidad de cada una de sus líneas. La roja piedra pulida era como una llama de vida ignorada, y, por ello, misteriosa, fascinante.

Las cinco personas terrenas contemplaban en silencio aquel mundo maravilloso y nuevo. Del robusto pecho de Mven Mas escapó un largo suspiro: al lanzar la primera mirada a la estatua, los nervios del africano se habían puesto tensos, en gozosa espera.

Frente al monumento, en la orilla, unas torres de plata labrada marcaban el comienzo de una ancha escalinata blanca que ascendía leve sobre un bosque de esbeltos árboles de hojas turquesa.

— Deben tintinear, ¿verdad? — susurró Dar Veter al oído de Veda, señalando a las torres. Y ella bajó afirmativa la cabeza.

El aparato emisor del nuevo planeta continuaba ofreciendo, uno tras otro, nuevos cuadros silenciosos.

Por un segundo, se columbraron unos muros blancos, con anchas cornisas, en los que se abría un gran portal de piedra azul, y la pantalla se desplegó en una sala alta de techo, inundada de intensa luz. El nacarado matiz de las acanaladas paredes daba a todos los objetos una nitidez singular. Llamó la atención de los terrenos un grupo de personas que se encontraban ante un reluciente panel verde esmeralda.

El color rojo de fuego de su piel correspondía al de la estatua que se alzaba en el mar.

Aquello no causó extrañeza a los habitantes de la Tierra, pues algunas tribus de indios de Centroamérica tenían — según las fotografías en colores que se conservaban de la antigüedad — la misma tonalidad de piel, aunque un poco menos oscura.

Había dos mujeres y dos hombres. Ambas parejas iban vestidas de distinta forma. Los que se hallaban más cerca del panel verde llevaban unas vestiduras cortas, doradas, que parecían elegantes monos con varios cierres de cremallera. Los otros dos estaban envueltos, de pies a cabeza, en capas idénticas del mismo matiz nacarado que las paredes.