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Los dos primeros tañían, con suaves y plásticos movimientos, unas cuerdas tendidas oblicuamente junto al extremo izquierdo del panel. La pared, de esmeralda pulimentada o de vidrio, se tornaba ¡transparente. Al compás de sus movimientos, nítidas imágenes se sucedían, flotando en el cristal. Surgían y desaparecían con tanta rapidez, que su sentido era captado con dificultad incluso por observadores tan expertos como Yuni Ant y Dar Veter.

En aquella sucesión de montañas cobrizas, océanos violeta y bosques turquesa se adivinaba la historia del planeta. Animales y plantas — unas veces, monstruosos e incomprensibles; otras, soberbios y espléndidos — desfilaban como espectros del pasado.

Muchos se asemejaban a aquellos cuyos restos guardaban, a modo de anales, los estratos de la corteza terrestre. Larga era la escala ascendente de formas de vida, de continuo perfeccionamiento de la materia viva. Aquel interminable camino de evolución parecía a los seres de la Tierra aún más prolongado, áspero y penoso que su propia genealogía, bien conocida por cada uno de ellos.

En la espectral claridad del aparato iban apareciendo nuevos cuadros: fuego de grandes hogueras, amontonamientos de rocas en las llanuras, luchas con bestias feroces, solemnes exequias y ritos religiosos. La figura de un hombre, cuyo cuerpo cubría una piel de fiera, ocupó la pantalla en toda su altura. Apoyándose con una mano en una lanza y alzando la diestra hacia las estrellas con amplio ademán, pisaba fuertemente el cuello de un monstruo vencido, de ásperas crines en el espinazo, que, abiertas las fauces, mostraba sus largos y afilados colmillos. En el plano posterior, una hilera de hombres y mujeres, cogidos de la mano por parejas, parecían cantar.

Las visiones animadas desaparecieron cediendo lugar a la superficie oscura y pulida de la pared de piedra.

Entonces, los de las vestiduras doradas se apartaron a la derecha y su sitio fue ocupado por la otra pareja. Con un movimiento rapidísimo, se despojaron de sus capas, y sus cuerpos rojos ondularon como llamas vivas sobre el fondo irisado de los muros. El hombre tendió ambas manos hacia la mujer, ella le respondió con una alegre sonrisa tan arrogante y deslumbradora, que los moradores de la Tierra no pudieron menos de sonreír también. Y allá lejos, en la nacarada sala de aquel mundo infinitamente remoto, empezaron a bailar los dos una danza lenta. Más que una danza era aquello una serie de rítmicas poses destinadas, por lo visto, a mostrar la perfección, la belleza de líneas y plástica elasticidad de los cuerpos de los bailarines. Sin embargo, por la cadenciosa sucesión de los movimientos, se presentía una música majestuosa y triste al propio tiempo, como un himno a la gran legión de innumerables víctimas anónimas que habían sido inmoladas en aras de la evolución de la vida hasta llegar a tan admirable ser pensante: el hombre.

Mven Mas creía oír aquella melodía, percibir aquel abanico de notas altas y puras sostenido por el vibrante y acompasado ritmo de los sonidos graves. Veda Kong apretó la mano de Dar Veter, pero él no lo advirtió siquiera. Yuni Ant miraba inmóvil, con la respiración contenida, mientras unas gotas de sudor perlaban su despejada frente.

La gente del Tucán se parecía tanto a la de la Tierra, que, poco a poco, se iba perdiendo la impresión de otro mundo. Mas aquellas personas rojas eran de una belleza consumada que aún no habían alcanzado todos en el globo terráqueo y sólo vivía en los sueños y obras de los artistas, tomando corporeidad en muy contados seres singularmente hermosos.

«Cuanto más penosa y larga es la vía de la ciega evolución animal hasta llegar al ser pensante, tanto más perfectas y adecuadas son las formas superiores de la vida y, en consecuencia, tanto más bellas — pensaba Dar Veter —. Desde hace mucho tiempo los terrenos hemos comprendido que la belleza es la conveniencia de la estructura, instintivamente percibida y bien adaptada a un fin determinado. Y cuanto más diverso es el fin, más bella es la forma; esas gentes rojas deben de ser más inteligentes y hábiles que nosotros. Tal vez su civilización se haya basado más en el desarrollo del propio hombre, de su potencia física y espiritual, que en el progreso de la técnica. Durante largos años nuestra cultura continuó siendo netamente técnica, y hasta que no advino la sociedad comunista no emprendió definitivamente la senda del perfeccionamiento del propio hombre, y no tan sólo de sus máquinas, casas, alimentos y distracciones.» Cesó la danza. La joven piel roja avanzó al centro de la sala, y el rayo visual del aparato concentróse en ella sola. Sus abiertos brazos y su rostro se alzaron.

Los ojos de los terrenos siguieron involuntariamente la mirada de la muchacha. La sala no tenía techo alguno, o tal vez fuera aquello una ilusión óptica, hábilmente lograda, pues allí se veía un cielo tachonado de estrellas tan grandes y refulgentes, que no debían de ser reales. La disposición de las constelaciones extrañas no evocaba ninguna asociación conocida. La muchacha agitó la mano izquierda y en su índice apareció una bolita azul.

Acto seguido, brotó de ésta un rayo de argentada luz que se convirtió en un enorme puntero, cuyo circular extremo luminoso se iba fijando en una u otra estrella de aquel dosel. Y al instante, el panel de esmeralda mostraba una imagen inmóvil, en gran escala.

El rayo indicador se desplazaba lentamente, haciendo surgir, con igual lentitud, vistas de planetas desiertos o habitados. Las extensiones pedregosas o los arenales brillaban con triste, desolado fulgor a la luz de solea rojos, azules, violáceos, amarillos. A veces, los rayos de un astro singular, de color gris plomo, daban vida en sus planetas a achatadas cúpulas y espirales cargadas de electricidad que flotaban como medusas en la densa atmósfera anaranjada o en el océano. En el mundo del sol rojo crecían unos árboles de inconmensurable altura y viscosa corteza negra que tendían hacia el cielo, como en desesperada imploración, miríadas de retorcidas ramas. Otros planetas estaban inundados por completo de oscuras aguas. Enormes islas vivientes, animales o vegetales, navegaban por doquier agitando en la serena superficie sus innumerables tentáculos vellosos.

— No tienen en sus cercanías planetas con formas superiores de vida — dijo de pronto Yuni Ant, que no apartaba los ojos de la carta de aquel desconocido cielo cubierto de estrellas.

— No es cierto — objetó Dar Veter —. Por un lado, tienen un sistema astral plano, una de las formaciones recientes de la Galaxia. Pero nosotros sabemos que los sistemas planos y esféricos, antiguos y nuevos, se alternan frecuentemente. Y en efecto, por el lado de Erídano cuentan con un sistema poblado de seres pensantes que forma parte del Circuito…

— El VVR 4955+MO 3529… etcétera — terció Mven Mas —. Pero ¿por qué no lo saben ellos?

— Ese sistema se adhirió al Gran Circuito hace doscientos setenta y cinco años, y esta información fue enviada antes — respondió Dar Veter.

La joven piel roja del mundo lejano dejó caer del dedo la bolita azul y volvióse hacia los espectadores con los brazos abiertos, como si se dispusiera a abrazar a alguien que se encontrase, invisible, ante ella. Echó un poco hacia atrás la cabeza y los hombros, igual que una mujer terrena al hacer un apasionado llamamiento. Los labios, entreabiertos, se movieron, pronunciando unas palabras inaudibles. Y así quedó inmóvil, exhortante, lanzando a las frías tinieblas de los espacios intersiderales su ardiente imploración humana a sus hermanos, los hombres de otros mundos.

Y de nuevo, su esplendorosa belleza dejó maravillados a los observadores terrenos.

Aquella muchacha no tenía las severas facciones, como cinceladas en bronce, de los pieles rojas de la Tierra. Su cara, redonda; la nariz no grande; los enormes ojos azules, muy separados, y la pequeña boca la asemejaban más bien a las mujeres de nuestros pueblos nórdicos. Sus espesos cabellos, negros y ondulados, eran suaves. Todos los rasgos de su rostro y líneas de su cuerpo denotaban una firmeza alegre, natural, dando la sensación de una gran fuerza.