— ¿Será posible que no sepan nada del Gran Circuito? — inquirió Veda Kong, casi sollozando, inclinándose ante su bella hermana del Cosmos.
— En la actualidad, deben ya de saberlo — repuso Dar Veter —. Pues lo que estamos viendo ahora ocurrió hace trescientos años.
— Son ochenta y ocho parsecs de distancia — comentó Mven Mas, con su retumbante voz de bajo —, ochenta y ocho. Todas las personas que hemos visto murieron hace tiempo.
Y como confirmando sus palabras, la visión de aquel mundo maravilloso se esfumó, mientras se apagaba el circulillo verde indicador del enlace. La transmisión por el Gran Circuito había terminado.
Los espectadores permanecieron atónitos unos instantes. El primero en recobrarse fue Dar Veter. Mordiéndose los labios con pena, dio vuelta al pomo grana. Un profundo toque de gong anunció que la columna de energía dirigida había sido desconectada, advirtiendo a los ingenieros de las centrales energéticas que era preciso verter de nuevo en sus canales habituales el poderoso torrente de fluido. Y después de haber hecho con los aparatos todas las operaciones necesarias, el director de las estaciones exteriores se volvió hacia sus compañeros.
Yuni Ant, arqueadas las cejas, pasaba unas hojas llenas de signos.
— ¡Hay que mandar inmediatamente al Instituto del Cielo Austral la parte del mnemograma con la carta estelar representada en el techo! — dijo dirigiéndose al joven ayudante de Dar Veter.
Éste miró a Yuni Ant con asombro, como si acabara de despertarse de un sueño extraordinario.
El grave hombre de ciencia ocultó una sonrisa: ¿acaso la visión aquella no había sido en verdad un bello sueño acerca de un mundo maravilloso, enviado a través del espacio hacía tres siglos? Un sueño que verían, con toda nitidez, miles de millones de personas en la Tierra y en las estaciones de la Luna, de Marte y de Venus.
— Tenía usted razón, Mven Mas — manifestó Dar Veter sonriendo —, al decir antes de la emisión que hoy ocurriría algo extraordinario. Por vez primera, en los cuatrocientos años que el Gran Circuito existe para nosotros, de las profundidades del Universo ha surgido un planeta poblado de seres que son hermanos nuestros no sólo de mente, sino de cuerpo. ¡El descubrimiento me llena de gozo! ¡Bien comienza su labor! Los antiguos habrían visto en ello un buen presagio y nuestros psicólogos dirían que se ha producido una coincidencia de circunstancias que ha propiciado la confianza y el entusiasmo con respecto a la labor futura…
Dar Veter cayó en la cuenta de que la reacción nerviosa experimentada le había vuelto locuaz. Y como en la Era del Gran Circuito la locuacidad se consideraba uno de los más vergonzosos defectos del hombre, el director de las estaciones exteriores calló sin terminar la frase.
— Sí, sí… — repuso distraído Mven Mas.
Y Yuni Ant, que había advertido cierta indiferencia en el tono de su voz y languidez en sus ademanes, prestó atención. Veda Kong tocó con un dedo la mano de Dar Veter y le señaló al africano con la cabeza.
«¿No será demasiado impresionable para esto?», pensó por un instante Dar Veter, y miró con fijeza a su sucesor.
Pero Mven Mas, que había presentido las ocultas dudas de sus compañeros, irguió el cuerpo y volvió a ser el hombre de antes, atento, buen conocedor de su profesión. La escalera rodante los llevaba ya arriba, hacia los amplios ventanales y el cielo tachonado de estrellas que, de nuevo, estaba tan lejos como estuviera en los treinta milenios de existencia del hombre, mejor dicho, de su especie denominada Homo sapiens.
Mven Mas y Dar Veter debían quedarse en el observatorio.
Veda Kong le dijo en un susurro al director saliente que nunca olvidaría la noche aquella.
— ¡Yo misma me he sentido tan insignificante! — exclamó con una sonrisa que contradecía sus tristes palabras.
Dar Veter comprendió lo que ella tenía presente, y negó con la cabeza.
— Estoy seguro de que si la mujer roja la hubiese visto a usted, Veda, se habría sentido orgullosa de su hermana. Desde luego, ¡nuestra Tierra no tiene que envidiar a su mundo!
— concluyó, radiante de amor el rostro.
— Bueno, eso, querido amigo, es porque usted me mira con buenos ojos — replicó Veda sonriente —. ¡Pregúntele a Mven Mas!.. — y, bromeando, se tapó los ojos con la mano y desapareció tras una curva del muro.
Cuando Mven Mas quedó al fin solo, despuntaba ya el alba. Una luz grisácea se derramaba en el aire fresco y sereno, mientras el mar y el cielo adquirían igual transparencia de cristaclass="underline" argentada en las aguas, rosácea en el firmamento.
Mven Mas permaneció largo rato en la terraza del observatorio, contemplando los contornos de los edificios, apenas conocidos.
A alguna distancia, sobre una meseta de poca altura, se alzaba un gigantesco arco de aluminio, cruzado por nueve filas de barras paralelas de igual metal; los espacios entre ellas estaban cubiertos con vidrios de materias plásticas de un color crema opalino y blanco argentado. Aquello era el edificio del Consejo de Astronáutica. Ante él se elevaba un monumento a los primeros hombres que habían penetrado en los espacios del Cosmos. Entre nubes y remolinos erguíase el vertical escarpe de una montaña coronada por una astronave de tipo antiguo: un cohete pisciforme, cuya aguda proa estaba enfilada hacia unas alturas inaccesibles aún. Una cadena de hombres — pilotos de naves-cohetes, físicos, astrónomos, biólogos, audaces autores de novelas fantásticas — ascendían en espiral a costa de sobrehumanos esfuerzos, apoyándose unos en otros… La aurora teñía ya de rojo el casco de la vieja astronave y los leves contornos calados de los edificios, y Mven Mas continuaba aún midiendo a grandes pasos la terraza del observatorio. Nunca había experimentado una emoción tan intensa. Educado con arreglo a las normas generales de la Era del Gran Circuito, habíase templado físicamente merced a un severo entrenamiento y realizado con éxito los trabajos de Hércules. Así se llamaban, en recuerdo de los bellos mitos de la antigua Hélade, las difíciles tareas que habían de cumplir todos los jóvenes al terminar los estudios escolares. Si las cumplían, se los consideraba dignos de ingresar en un centro superior de enseñanza.
Mven Mas había dotado de agua una mina del Tíbet occidental, repoblado un bosque de araucarias en la meseta de Nahebt, en América del Sur, y exterminado unos tiburones que habían reaparecido junto a las costas de Australia: la forja que le diera la propia vida y sus relevantes dotes le habían permitido soportar largos años de intenso estudio y prepararse para trabajos duros, de responsabilidad. Aquel día, en la primera hora de su nueva labor, el encuentro con un mundo afín a la Tierra había hecho surgir en su alma algo nuevo. Mven Mas advertía con inquietud que en su interior se abría un abismo a cuyo borde venía caminando toda su vida sin sospechar que existiera. ¡Con qué ansia infinita deseaba volver a ver la estrella Épsilon del Tucán, aquel mundo que parecía haber surgido de uno de los más bellos cuentos de la humanidad terrestre! ¡Nunca podría olvidar a la muchacha de la piel roja, el llamamiento de sus brazos tendidos, sus dulces labios entreabiertos!..
Y el hecho de que la inmensa distancia, de doscientos noventa años-luz, que le separaba de aquel mundo maravilloso fuese infranqueable, inaccesible a todas las posibilidades de la técnica terrenal, lejos de disminuir su anhelo, lo hacía más ardiente.
En el alma de Mven Mas había nacido algo que vivía con vida propia y escapaba al control de su voluntad, a los mandatos de la serena razón. El africano aún no había amado nunca; abismado en sus estudios, había vivido casi como un ermitaño sin experimentar nada semejante a la extraña desazón y el singular gozo que le causara la visión de aquel día, a través de los inmensos campos del espacio y del tiempo.