Capítulo III. PRISIONEROS DE LAS TINIEBLAS
En las columnas anaranjadas de los indicadores del anamesón las gruesas agujas negras marcaban «cero». El curso de la astronave continuaba invariable hacia la estrella de hierro, pues la velocidad era todavía grande y el navío cósmico proseguía su marcha incesante en dirección a aquel siniestro cuerpo celeste, invisible al ojo humano.
Erg Noor, con ayuda del astronauta, temblando de la tensión y de la debilidad, se sentó ante la máquina calculadora. Los motores planetarios, desconectados por el piloto-robot, se habían callado.
— Ingrid, ¿qué es una estrella de hierro? — preguntó en voz baja Key Ber, que permanecía inmóvil y en pie, a la espalda de la astrónomo.
— Una estrella invisible de la clase espectral T, apagada, pero que no se ha enfriado aún por completo o no ha empezado a caldearse de nuevo. Emite ondas largas de la parte calorífica del espectro; su luz infrarroja, negra para nosotros, sólo es visible a través del inversor electrónico. Una lechuza, que ve los rayos térmicos infrarrojos, podría percibirla.
— ¿Y por qué se la llama estrella de hierro?
— Porque en su espectro y composición hay una gran cantidad de ese metal. Por ello, cuando la estrella es grande, su masa y su campo gravitatorio son enormes. Me temo que ésta sea precisamente una de ellas…
— ¿Qué ocurrirá ahora?
— No lo sé. Ya ves que no tenemos combustible. Y sin embargo, continuamos volando derechos hacia la estrella. Hay que reducir la velocidad de la Tantra hasta una milésima de la unidad absoluta para poder desviar la nave lo suficiente. Si tampoco alcanza el combustible planetario, seguiremos aproximándonos gradualmente a la estrella, hasta caer… — Ingrid movió nerviosa la cabeza, con brusca sacudida, y Ber acarició cariñoso su brazo desnudo, trémulo.
El jefe de la expedición pasó al cuadro de comando y se abismó en la observación de los aparatos. Todos guardaban silencio, sin atreverse a respirar siquiera; también callaba Niza Krit, que acababa de despertarse y había comprendido instintivamente la gravedad de la situación. El combustible podía bastar tan sólo para aminorar la marcha de la nave, pero a ésta, al perder velocidad, le seria cada vez más difícil liberarse sin motores de la tenaz atracción de la estrella de hierro. Si la Tantra no se hubiera acercado tanto y Lin hubiese caído a tiempo en la cuenta… Mas ¿qué consuelo podían dar ya aquellos vanos razonamientos?
Al cabo de unas tres horas, Erg Noor se decidió al fin. La Tantra trepidó estremecida por el potente golpeteo de los motores iónicos a chorro. Pasaron una hora, dos, tres, cuatro… La marcha de la nave disminuía de continuo. El jefe hizo un movimiento imperceptible. Toda la tripulación sintió una terrible angustia. El espantoso astro castaño desapareció de la pantalla delantera para surgir de nuevo en otra. Las cadenas invisibles de la atracción continuaban tendiéndose hacia la nave y repercutiendo en los aparatos.
Erg Noor tiró bruscamente de las palancas. Los motores se detuvieron.
— ¡Nos hemos liberado! — exclamó Peí Lin, con un suspiro de alivio.
El jefe volvió con lentitud los ojos hacia éclass="underline"
— ¡No! Sólo nos queda la última reserva de combustible para la revolución orbital y la toma de tierra.
— Entonces, ¿qué hacemos?
— ¡Esperar! He desviado un poco la astronave, pero pasamos demasiado cerca. Tiene lugar una lucha entre la atracción de la estrella y la disminución de la velocidad de la Tantra. Ahora vuela como un lunnik. Si consigue alejarse, marcharemos hacia el Sol.
Claro que el viaje se alargará mucho. Dentro de unos treinta años, podremos mandar la señal de socorro, y ocho años más tarde vendrá la ayuda…
— ¡Treinta y ocho años! — susurró Ber al oído de Ingrid, con voz apenas perceptible.
Ella le dio un fuerte tirón de la manga y le volvió la espalda.
Erg Noor reclinó la espalda en el sillón y dejó caer las manos sobre las rodillas. La gente callaba, los aparatos cantaban su tenue cancioncilla. Otra melodía, discorde, y por ello cargada de amenazas, mezclábase con los sones de los instrumentos de navegación.
La llamada casi audible de la estrella de hierro y la fuerza real de su masa negra perseguían tenaces al navío cósmico, impotente ya.
A Niza Krit le ardían las mejillas, su corazón palpitaba acelerado. Aquella pasiva espera era insoportable para la muchacha.
…Las horas trascurrían lentamente. A medida que iban despertándose, los miembros de la expedición entraban uno tras otro en el puesto central de comando. Y el número de gente silenciosa fue aumentando hasta que se congregaron allí las catorce personas de la tripulación.
El frenado de la nave era inferior a la velocidad necesaria para vencer la fuerza de atracción. El navío cósmico no podía escapar de la estrella de hierro. La gente, olvidada del sueño y la comida, no abandonaba el puesto de comando. Continuó allí muchas horas angustiosas, mientras el curso se curvaba más y más. Cuando la astronave hubo entrado rauda en la elipse de la órbita fatal, todos vieron con claridad cuál sería la suerte de la Tantra.
Un alarido inesperado los estremeció. El astrónomo Pur Hiss se había levantado de un salto y agitaba las manos furioso. Su rostro, demudado, no parecía de un hombre de la Era del Gran Circuito. El miedo, la compasión hacia sí mismo y el ansia de venganza habían borrado los rasgos del intelectual, del científico.
— ¡Él, él tiene la culpa! — vociferaba señalando a Peí Lin —. ¡Ese alcornoque, ese imbécil, cabeza de chorlito!.. — y el astrónomo quedó cortado, ahogándose de coraje, mientras trataba de recordar los insultos, caídos en desuso hacía tiempo, de sus remotos antepasados.
Niza, que estaba a su lado, se apartó de él con repugnancia. Erg Noor se puso en pie.
— Las censuras a un compañero no servirán para sacarnos del trance. Han pasado ya los tiempos en que las faltas podían ser intencionadas. Y en este caso — Noor dio vuelta con descuido a la manija de la máquina calculadora —, como ven ustedes, las probabilidades de error son de un treinta por ciento. Si agregamos a eso la inevitable depresión propia del final de la guardia y la conmoción producida por el balanceo de la astronave, no dudo que usted, Pur Hiss, habría cometido la misma falta.
— ¿Y usted? — preguntó el astrónomo, algo aplacada su ira.
— Yo no. Yo he tenido ocasión de ver a un monstruo igual que ése en la 36a expedición astral… Soy culpable por haberme confiado al conducir yo mismo la astronave por una región inexplorada y no haber previsto todo, limitándome a unas simples instrucciones.
— ¿Y cómo podía usted saber que ellos iban a meterse en esa región durante su ausencia? — terció Niza.
— Yo debía saberlo — repuso con firmeza Erg Noor, rechazando la amistosa ayuda que Niza le ofrecía —. Mas de esto sólo tiene objeto hablar en la Tierra…
— ¡En la Tierra! — clamó Pur Hiss, con tan agudo grito, que el propio Peí Lin frunció perplejo el entrecejo —. ¡Decir eso cuando todo está perdido y estamos condenados a muerte!
— No nos espera la muerte, sino una lucha enconada — repuso Erg Noor con sangre fría, dejándose caer en el sillón ante el pupitre de comando —. ¡Siéntense! Hasta que la Tantra no dé una revolución y media, no tenemos ninguna prisa… Todos obedecieron en silencio, y Niza cambió con el biólogo una sonrisa, triunfante a pesar de lo desesperado del momento.
— La estrella tiene sin duda un planeta; yo creo que incluso dos, a juzgar por la curva de intensidad de la atracción. Esos planetas, como ustedes ven — y el jefe de la expedición trazó con rapidez un cuidado esquema —, deben de ser grandes y, por consiguiente, poseer una atmósfera. Pero nosotros, de momento, no tenemos precisión de tomar tierra, disponemos aún de bastante oxígeno disgregado en átomos.