— ¡Ahí se puede vivir! — dijo el biólogo con una tenue sonrisa, luego de comunicar al jefe los datos de la estación.
— Si nosotros podemos vivir en un planeta tan sombrío y pesado, seguramente vivirán ya algunos seres pequeños y dañinos.
A la quince vuelta de la astronave, prepararon otra estación-bomba, dotada de una potente teleemisora. Mas, lanzada en las sombras, la estación desapareció, sin emitir señal alguna, cuando el planeta había girado ya 120.
— Ha caído en el océano — constató la geólogo Bina Led, mordiéndose los labios con pena.
— Habrá que explorar con el detector principal antes de lanzar un robot-televisor. ¡Sólo tenemos dos!
La Tantra evolucionaba sobre el planeta emitiendo un hacecillo de rayos radiactivos que recorría los vagos contornos deformados de los continentes y los mares. Columbróse una inmensa llanura que se adentraba en el océano o separaba dos mares casi en la línea ecuatorial. Los rayos se deslizaban zigzagueantes sobre una zona de doscientos kilómetros de anchura. De pronto, un punto brillante surgió en la pantalla del detector. Una aguda pitada, que sacudió los tensos nervios de los tripulantes, vino a confirmar que no se trataba de una alucinación.
— ¡Metal! — exclamó la geólogo —. Un yacimiento a cielo abierto.
Erg Noor meneó la cabeza:
— Por rápida que haya sido la aparición, yo he tenido tiempo de observar la nitidez de sus contornos. Eso es un gran trozo de metal, un meteorito o…
— ¡Una nave! — dijeron a un tiempo Niza y el biólogo.
— ¡Fantasías! — atajó al punto Pur Hiss.
— Tal vez sea una realidad — replicó Erg Noor.
— De todos modos, es inútil discutir — manifestó Pur Hiss, sin dar su brazo a torcer —.
No se puede comprobar con nada. Pues no vamos a tomar tierra…
— Lo comprobaremos dentro de tres horas, cuando lleguemos de nuevo sobre esa llanura. Fíjense, ese objeto metálico se encuentra en el lugar que yo habría elegido también para la toma de tierra… Ahí precisamente arrojaremos una estación televisora.
¡Regulen el rayo del detector con una antelación de seis segundos!
El plan trazado por el jefe de la expedición se realizó felizmente, y la Tantra recomenzó su vuelta de tres horas alrededor del tenebroso planeta. Esta vez, al llegar sobre la llanura continental, la astronave recibió las informaciones del tele-robot. Todos clavaron la mirada en la iluminada pantalla. Chascó el rayo visual al conectarse y empezó a moverse casi imperceptiblemente, como un ojo humano, marcando los contornos de los objetos, muy lejos, allá abajo, en aquel negro abismo de mil kilómetros de profundidad. Key Ber se imaginó, como si la estuviera viendo, la pequeña cabeza de la estación que giraba, semejante a un faro, emergiendo de la sólida coraza. En la zona alumbrada por el rayo del autómata y mostrada en la pantalla aparecían despeñaderos de no mucha hondura, colinas y sinuosos baches negros que eran fotografiados al instante. De improviso, pasó rauda una cosa pisciforme, refulgente, y la oscuridad se restableció en torno a una meseta escalonada que el luminoso haz había arrancado de las tinieblas.
— ¡Una astronave! — el grito escapó a la vez de varias gargantas.
Niza dirigió a Pur Hiss una mirada triunfante. La pantalla se apagó. La Tantra volvió a alejarse de la estación televisora automática, pero el biólogo Eon Tal ya había fijado la película de la fotografía electrónica. Con dedos trémulos de impaciencia, la metió en el proyector de la pantalla hemisférica. Sus paredes interiores reflejaron la imagen ampliada.
Allí estaban los conocidos contornos de la proa, en forma de gigantesco cigarro puro, la abultada popa y la alta cresta del receptor de equilibrio… Por muy inverosímil que pareciera aquella visión, aquel inconcebible encuentro en el planeta de las tinieblas, ¡se trataba en efecto de una auténtica astronave terrestre! Posada horizontalmente, en posición de aterrizaje normal, permanecía apoyada sobre sus potentes soportes, indemne, como si acabara de descender al planeta de la estrella de hierro.
La Tantra daba vueltas en torno al planeta, muy rápidamente, debido a su proximidad al mismo, lanzando señales que quedaban sin respuesta. Pasaron varias horas. En el puesto central de comando se habían reunido de nuevo los catorce miembros de la expedición. Erg Noor, que estaba sentado, en profunda meditación, se levantó.
— Tengo el propósito de aterrizar. Tal vez nuestros hermanos necesiten ayuda, quizá su nave esté averiada y no puedan emprender el regreso a la Tierra. En ese caso, nosotros los recogeremos, nos aprovisionaremos de anamesón y así saldremos todos del trance. Enviar un cohete de salvamento no tiene objeto. Pues el cohete no podría proveernos de combustible y gastaríamos tanta energía, que luego no tendríamos bastante para lanzar una llamada a la Tierra.
— ¿Y si ellos han tenido que ir a parar ahí por falta de anamesón? — insinuó con tiento Peí Lin.
— En tal caso, deben de quedarles cargas planetarias iónicas. No han podido gastarlas por completo. Ya ven que la astronave se encuentra en posición normal; ello demuestra que han aterrizado con los motores planetarios. Tomaremos combustible iónico y emprenderemos de nuevo el vuelo. Luego, una vez en la posición orbital, llamaremos a la Tierra y esperaremos su socorro. Si nos acompaña la suerte, no tendremos que aguardar más que ocho años. Y si conseguimos anamesón, habremos vencido.
— Quizá su combustible planetario no sea de cargas iónicas, sino fotónicas… — advirtió, dudoso, uno de los ingenieros.
— Entonces, podremos utilizarlo en los motores principales, si permutamos los platillos reflectores de los motores auxiliares.
— Por lo que veo, tiene usted previsto todo — hubo de reconocer el ingeniero.
— Quedará el riesgo del aterrizaje y la estancia en ese inhóspito planeta — rezongó Pur Hiss —. ¡Da espanto hasta pensar en ese mundo tenebroso!
— Quedará el riesgo, desde luego, pero éste existe ya en nuestra situación actual y no creo que lo agravemos. En cuanto al planeta en el que va a tomar tierra nuestra astronave, no es tan malo como parece. ¡Lo que hace falta es que la nave se salve!
Erg Noor miró a la esfera del nivelador de velocidad y acercóse rápidamente al cuadro de comando. El jefe de la expedición permaneció en pie unos instantes ante las palancas, escalas y clavijas. Los dedos de sus grandes manos se movían como los de un músico que arrancase acordes de su instrumento; tenía la espalda levemente encorvada e impasible el rostro.
Niza Krit se acercó a él, le tomó con audacia la mano derecha y la puso sobre su tersa mejilla, ardiente de emoción. Erg Noor inclinó agradecido la cabeza y, luego de acariciar los espléndidos cabellos de la muchacha, se irguió.
— Vamos a las capas inferiores de la atmósfera, ¡a aterrizar! — dijo en voz alta, conectando la sirena para dar la señal.
El bramido se expandió por toda la nave, y los tripulantes corrieron presurosos a sus puestos para incrustarse en los asientos hidráulicos flotantes.
Erg Noor se hundió en el blando abrazo del sillón de aterrizaje que había surgido, por un escotillón, ante el cuadro de comando. Empezaron a resonar tenantes los motores planetarios, y la astronave se precipitó aulladora hacia las rocas y los océanos del desconocido planeta.
Los detectores y los reflectores infrarrojos exploraban las tinieblas allí abajo; unas luces rojas brillaban en el altímetro junto a la cifra dada: 15.000 metros. No era de esperar la existencia de montañas de más de diez kilómetros de altura en aquel planeta, donde las aguas y el calor del sol negro ejercían sobre el terreno su acción niveladora como en la Tierra.