Desde la primera evolución, se advirtieron en la mayor parte del planeta, en vez de montañas, solamente insignificantes elevaciones un poco más altas que las de Marte. Por lo visto, la orogénesis había cesado casi por completo o se había interrumpido.
Erg Noor desplazó en dos mil metros el limitador de altura del vuelo y encendió los potentes proyectores. Un inmenso océano, verdadero mar de espanto, se extendía bajo la astronave. Sus olas, de un color negro intenso, se elevaban para hundirse al punto en las profundidades ignotas.
El biólogo, enjugándose la frente, sudorosa del esfuerzo, procuraba captar el reflejo luminoso de las olas con un aparato supersensible que determinaba el albedo — poder reflector de una superficie esclarecida — a fin de determinar la salinidad o la mineralización de aquel mar tenebroso.
A la negrura brillante de las aguas, sucedió otra negrura mate: empezaba la tierra firme. Los rayos cruzados de los proyectores abrían entre los muros de las tinieblas un estrecho sendero en el que surgían súbitamente diversos colores: tan pronto los manchones amarillentos de los arenales como la superficie verde grisácea de las ondulaciones rocosas.
La Tantra, guiada por una mano experta, volaba rauda sobre el continente…
Por fin, Erg Noor encontró la misma llanura. Era demasiado baja para poder ser calificada de meseta. Pero se veía a las claras que no podrían alcanzarla las posibles mareas y tempestades del mar oscuro, pues se alzaba, sobre unas depresiones del terreno, a una altura de unos cien metros.
El detector delantero de la izquierda dio una pitada. La Tantra enfiló sus proyectores en la dirección indicada. Se distinguía con nitidez la astronave aquella. Era de primera clase.
Su proa, recubierta de cristalino iridio anisótropo, refulgía a la luz de los proyectores como si fuera nueva. No había en sus cercanías construcciones provisionales ni luces. Sombría e inerte, la astronave no daba señal alguna de haber advertido la proximidad de su hermana. Los rayos de los proyectores se deslizaron más lejos y brillaron intensos al reflejarse, como en un espejo azul, en un enorme disco con resaltos en espiral. El disco estaba inclinado de canto y parcialmente hundido en la tierra negra. Por un instante, los observadores creyeron ver que, tras él, asomaban unas rocas y, más allá, la oscuridad se hacía más densa. Aquello debía de ser un precipicio o un pronunciado tajo que se perdía en la profunda depresión del terreno…
Un ensordecedor bramido de la Tantra hizo vibrar todo su casco. Erg Noor quería aterrizar lo más cerca posible de la astronave descubierta y advertía a la gente que pudiera encontrarse allá abajo, en la zona peligrosa: a un millar de metros a la redonda del lugar del aterrizaje. El estruendo de los motores planetarios fue tan grande, que se oyó incluso en el interior de la nave; en las pantallas apareció una nube de partículas incandescentes, elevadas del terreno. El suelo empezó a alzarse bruscamente y a inclinarse hacia atrás. Sin ruido ni oscilación alguna, las charnelas hidráulicas volvieron los asientos de los sillones hasta ponerlos perpendiculares a sus paredes, en posición vertical ahora.
Unos enormes soportes articulados saltaron del fondo del casco y, luego de dilatarse, fueron los primeros en recibir el contacto de la tierra extraña. Una sacudida, un choque, otra sacudida, y la Tantra cabeceó para quedar inmóvil al mismo tiempo que se paraban por completo los motores. Erg Noor alzó la mano hacia el cuadro de comando, que se encontraba sobre su cabeza, y dio vuelta a la manija de recogida de los soportes.
Lentamente, con breves sacudidas, la astronave empezó a posarse de proa hasta tomar su anterior posición horizontal. El aterrizaje había terminado. Como siempre, había producido tan gran conmoción en los tripulantes, que éstos tuvieron que permanecer algún tiempo reclinados en sus sillones antes de recobrarse de ella.
Un terrible peso oprimía a todos. Como después de una grave enfermedad, apenas podían incorporarse. Sin embargo, el infatigable biólogo ya había tomado una muestra de aire.
— Es respirable — anunció —. ¡Voy a examinarlo al microscopio!
— No vale la pena — le repuso Erg, abriendo la envoltura del sillón de aterrizaje —. Sin escafandras no se puede abandonar la nave, pues tal vez haya aquí esporas y virus muy peligrosos.
Junto a la salida, en la cámara de esclusas, había preparadas de antemano escafandras biológicas y las llamadas «armaduras saltadoras», de acero, revestidas de cuero y dotadas de un motor eléctrico, así como de muelles y amortiguadores, que se ponían sobre las escafandras para poder desplazarse cuando la fuerza de la gravedad era demasiado grande.
Todos, después de seis años de vagabundeo por los espacios intersiderales, ardían en deseos de sentir la tierra bajo sus plantas, aunque fuera extraña. Key Ber, Pur Hiss, Ingrid, la médico Luma y dos mecánicos-ingenieros debían quedarse a bordo, de guardia junto a la radio, los proyectores y los aparatos.
Niza estaba parada a un lado, con el casco en las manos.
— ¿Por qué vacila usted, Niza? — le preguntó el jefe, en tanto comprobaba la pequeña estación de radio que llevaba en lo alto del casco —. ¡Vamos hacia la astronave!
— Yo… — la muchacha se cortó —. A mí me parece que está muerta, que yace ahí desde hace mucho tiempo. Otra catástrofe, una víctima más del implacable Cosmos. Ya sé que eso es inevitable, pero siempre da pena… Sobre todo, después de lo de Zirda y de lo del Algrab…
— Puede que esa muerte nos dé la vida — replicó Pur Hiss, volviendo el catalejo panorámico de foco corto hacia la otra nave, que continuaba sumida en la oscuridad.
Ocho viajeros pasaron con esfuerzo a la cámara de transición y se detuvieron, esperando.
— ¡Inyecten aire! — ordenó Erg Noor a los que quedaban en la Tantra, separados ya de sus compañeros por un muro impenetrable.
Cuando la presión en el interior de la cámara fue de diez atmósferas, los cabestrantes hidráulicos tiraron de la soldada puerta y la arrancaron de cuajo. La presión del aire lanzó fuera de la cámara a la gente, sin dejar penetrar el menor elemento nocivo del mundo extraño en aquel trocito de la Tierra. La puerta se volvió a cerrar con ímpetu y estruendo.
Un proyector trazó un camino luminoso por el que los exploradores echaron a andar, arrastrando con dificultad sus piernas de muelles y sus pesados cuerpos. Al final del luminoso camino, se alzaba la enorme nave hallada. Aquellos mil quinientos metros les parecieron terriblemente largos, debido a su impaciencia y al duro traqueteo de los torpes saltos sobre un terreno escabroso, lleno de pequeñas piedras y muy recalentado por el negro sol.
A través de la densa atmósfera, saturada de humedad, brillaban débilmente las estrellas, semejantes a blancos lunares desvaídos. En vez del radiante esplendor del Cosmos, el cielo de aquel planeta sólo mostraba los tenues trazos de las constelaciones.
Y aquellos farolillos rojos, de mortecina luz, no podían disipar las tinieblas de la superficie del planeta.
En la profunda oscuridad circundante, la quieta astronave se destacaba con singular relieve. La gruesa capa de borazón y circonio que recubría su casco, estaba desgastada en algunas partes. Seguramente, la astronave había viajado mucho por el Cosmos.
Eon Tal lanzó una exclamación que resonó en todos los radioteléfonos. Señalaba con la mano a una puerta abierta, como una boca negra, y un pequeño ascensor, bajado. En la tierra, junto al ascensor y bajo la nave, crecía algo: unas plantas sin duda. Sus gruesos tallos se elevaban casi a un metro de altura y estaban rematados por unas copas negras de hojas o flores — no se sabía con certeza —, de forma parabólica y bordes dentados, como piñones de una máquina. Aquel negro engranaje inmóvil tenía un aspecto siniestro.
El mudo boquete de la puerta impresionaba aún más. Las plantas intactas y aquella puerta abierta indicaban que los seres humanos no pasaban por allí desde hacía tiempo ni protegían ya su islote terrestre de las asechanzas de aquel mundo extraño.