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Erg Noor, Eon y Niza entraron en el ascensor. El jefe movió la palanca de la puesta en marcha. El mecanismo funcionó obediente, con un leve chirrido, y llevó rápido a los tres exploradores a la cámara de paso, que estaba abierta de par en par. Después, subieron también los demás. Erg Noor transmitió a la Tantra la orden de apagar el proyector. Al instante, el pequeño grupo se perdió en el abismo de las tinieblas. El mundo del sol de hierro abatíase sobre ellos, envolvente, como si quisiera tragarse aquel minúsculo foco de vida terrestre incrustado en la superficie del enorme planeta oscuro.

Encendiéronse las lámparas giratorias en lo alto de los cascos. La puerta de la cámara de paso, que conducía al interior de la nave, estaba cerrada, pero no con llave, y cedió fácilmente. Los exploradores entraron en el pasillo central. Se orientaban sin dificultad en los oscuros pasadizos, pues la estructura de la astronave no se diferenciaba apenas de la de la Tantra.

— Esta nave fue construida hace unas decenas de años — dijo Erg Noor, acercándose a Niza.

La muchacha volvió la cabeza. A través del silicol del casco, el rostro en penumbra del jefe parecía enigmático.

— Me ha venido una idea absurda — siguió diciendo Erg Noor —. ¿Y si resulta que es…?

— ¡El Argos! — gritó Niza, olvidándose del micrófono, y vio que todos se volvían hacia ella.

El grupo de exploradores penetró en la biblioteca-laboratorio, estancia principal de la nave, y luego, en el puesto central de comando, situado más cerca de la proa. Embutido en su armadura — esqueleto, con torpes pasos, tambaleándose y chocando contra las paredes —, el jefe llegó al cuadro de distribución de electricidad. Los aparatos estaban conectados, pero no había corriente. En la oscuridad sólo brillaban los indicadores y signos fosforescentes. Erg Noor encontró el conector de averías, y al instante, entre el asombro general, se encendió una luz mortecina que a todos pareció deslumbradora.

Debió de surgir también junto al ascensor, porque en los radioteléfonos de los cascos se oyó la voz de Pur Hiss que preguntaba sobre los resultados del reconocimiento. Le contestó la geólogo Bina. El jefe se detuvo pasmado en el umbral del puesto central de comando. Niza, siguiendo su mirada, vio arriba, entre las pantallas delanteras, una inscripción doble — en lengua terrestre y en el código del Gran Circuito —: Argos. Más abajo, se alineaban los signos galácticos de la Tierra y las coordenadas del sistema solar.

La astronave desaparecida hacía ochenta años había sido hallada en el sistema de aquel sol negro, desconocido hasta entonces, que se había tomado durante mucho tiempo por una simple nube opaca.

El reconocimiento de los locales no reveló las huellas de la tripulación. Los depósitos de oxígeno no estaban agotados, las reservas de agua y de comida habrían bastado para subsistir varios años más, pero en ninguna parte había vestigios ni restos de los tripulantes del Argos.

En algunos sitios — en los pasillos, el puesto central y la biblioteca —, se veían unas chorreaduras extrañas, oscuras. En el suelo de la biblioteca también había una mancha grande — una sinuosa capa de varios estratos — como la huella de un líquido vertido y evaporado luego. En la popa, en la sala de máquinas, unos cables arrancados pendían ante la abierta puerta del fondo, y los soportes masivos, de bronce fosfórico, de los refrigeradores estaban muy retorcidos. Como en todo lo restante la nave se encontraba intacta, aquellas averías, que para producirse requerían un golpe muy potente, eran inexplicables. Los exploradores buscaron en vano, hasta quedar rendidos, las causas de la desaparición y muerte cierta de los tripulantes.

Sin embargo, se hizo un descubrimiento de extraordinaria importancia: las reservas de anamesón y de cargas iónicas planetarias que se conservaban a bordo aseguraban el despegue de la Tantra del pesado planeta y el regreso a la Tierra.

La noticia, transmitida inmediatamente a la Tantra, disipó la desesperanza que se había apoderado de la tripulación desde que la aeronave quedara cautiva de la estrella de hierro. Ya no había necesidad de largos trabajos para enviar un mensaje a la Tierra. Pero, en cambio, habrían de hacer enormes esfuerzos para transbordar los depósitos de anamesón. La tarea, ardua de por sí, se convertía en aquel planeta, de una pesantez casi tres veces superior a la de la Tierra, en una empresa que requería gran inventiva y capacidad ingenieril. Pero la gente de la Era del Gran Circuito, lejos de temer a los problemas difíciles, sentía un gran placer en resolverlos.

El biólogo sacó del magnetófono, en el puesto central, la bobina inacabada del diario de a bordo. Erg Noor y la geólogo abrieron la caja de caudales principal, herméticamente cerrada, donde se guardaban los resultados de la expedición del Argos. Era un pesado fardo que contenía multitud de filmes fotono-magnéticos, de diarios, observaciones y cálculos astronómicos. Mas los tripulantes de la Tantra, que eran ellos mismos investigadores, no podían demorar ni por un instante el examen de aquel precioso hallazgo.

Muertos de cansancio, se reunieron en la biblioteca de la Tantra con sus compañeros, que ardían de impaciencia. Allí, en el ambiente habitual, sentados a la cómoda mesa, bajo una clara luz, la macabra oscuridad que los rodeaba y la astronave abandonada, sin vida, parecían una espantosa visión de pesadilla. A todos oprimía, sin cesar ni un instante, la pesantez del pavoroso planeta, y al hacer cada movimiento, los astronautas contraían de dolor el rostro. Sin una gran práctica, era muy difícil adaptar el propio cuerpo a los movimientos del «esqueleto» de acero, accionado por palancas. Ello hacía que el andar fuera acompañado de tirones y violentas sacudidas. Y aunque la marcha no fuese larga, la gente volvía rendida. La geólogo Bina Led debía de haber sufrido una leve conmoción cerebral; mas, a pesar de ello, apoyóse pesadamente sobre la mesa y, frotándose las sienes, se negó a marcharse sin oír la última bobina del diario de a bordo. Por aquellas grabaciones, conservadas ochenta años en la nave muerta sobre el terrible planeta, Niza esperaba conocer algo inaudito, sorprendente. Se imaginaba los roncos gritos pidiendo auxilio, los gemidos de dolor, las trágicas palabras de despedida. Cuando del aparato salió una voz sonora y fría, la muchacha se estremeció. Ni siquiera Erg Noor, gran especialista en todo lo referente a los vuelos intersiderales, conocía a ningún tripulante del Argos. Llevando a bordo solamente jóvenes, la astronave había emprendido su audacísimo raid a Vega sin entregar al Consejo de Aeronáutica la acostumbrada película de los integrantes de la tripulación.

La voz desconocida relataba los acontecimientos ocurridos siete meses después del último mensaje enviado a la Tierra. Un cuarto de siglo antes, al cruzar un cinturón de hielo cósmico en el límite del sistema de Vega, el Argos había sufrido una avería. Taponada la brecha abierta en la popa, la astronave continuó su viaje, pero el accidente había alterado el supersensible reglaje del campo de protección de los motores. Tras una lucha de veinte años, hubo que detenerlos. El Argos siguió volando por inercia, durante cinco años más, hasta que la inexactitud natural del curso la desvió. Entonces fue lanzado el primer mensaje. Se disponían a mandar el segundo cuando la nave cayó en el radio de acción del sistema de la estrella de hierro. Luego le ocurrió lo que a la Tantra, con la sola diferencia de que el Argos, privado de sus motores de marcha, no pudo reemprender el vuelo. Tampoco podía convertirse en satélite artificial del planeta, pues los motores planetarios de aceleración, situados en la parte de popa, estaban tan inservibles como los de anamesón. El Argos tomó tierra felizmente en la baja meseta costera. La tripulación acometió las tres tareas más apremiantes: reparar los motores — si era posible —, enviar un llamamiento a la Tierra, pidiendo socorro, y estudiar el planeta desconocido. Antes de que hubieran terminado el montaje de la torreta de lanzamiento del cohete, los exploradores empezaron a desaparecer misteriosamente. Los enviados para buscarlos no regresaron tampoco. Entonces cesó la exploración del planeta; únicamente salían del Argos todos juntos, para ir a construir la torreta, y permanecían largo rato metidos en la hermética astronave durante los descansos de aquel trabajo, terriblemente agotador a causa de la fuerza de gravedad. En su afán de lanzar el cohete cuanto antes, ni siquiera empezaron a examinar otra astronave, cercana a la suya, que debía de encontrarse allí desde hacía mucho tiempo.