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«¡El disco!», pasó fugaz por la mente de Niza. Sus ojos se encontraron con los del jefe, que, comprendiendo su pensamiento, asintió con la cabeza. De los catorce tripulantes del Argos, sólo ocho habían quedado con vida. Más adelante, en el diario hablado había una interrupción de tres días; después de ésta, lo reanudó una voz aguda de mujer joven:

«Hoy, día doce del séptimo mes del año trescientos veintitrés del Circuito, nosotros, los supervivientes, hemos terminado los preparativos para el lanzamiento del cohete-emisor.

Mañana, a esta misma hora…» Key Ber, instintivamente, miró a la graduación horaria al borde de la cinta, que iba devanándose: las cinco de la mañana, hora del Argos, pero ¿a qué hora de aquel planeta correspondería?…

«Enviaremos, siguiendo una trayectoria bien calculada… — la voz se cortó; luego, surgió de nuevo, más apagada y débil, como si la mujer se hubiera alejado del receptor —.

¡Conecto! ¡Otra vez!..» El aparato calló, pero la cinta continuó devanándose. Los oyentes intercambiaron una mirada de ansiedad.

— ¡Algo ha ocurrido!.. — exclamó Ingrid Ditra.

Unas palabras presurosas, entrecortadas, salieron del magnetófono: «Se han salvado dos… Ella, Laik, no ha saltado lo bastante… el ascensor… ¡No han podido cerrar más que la segunda puerta! El mecánico Saj Kton se arrastra hacia los motores… utilizaremos los planetarios… Ellos, aparte de la furia y el espanto, no son nada. ¡Sí, nada!..» Durante algún tiempo, la bobina de la cinta siguió girando silenciosa; luego, la misma voz volvió a hablar:

«Parece que Kton no ha podido llegar. Estoy sola, pero sé lo que hay que hacer. Antes de empezar — la voz se hizo más firme, adquiriendo gran fuerza de convicción —:

Hermanos, oíd mi advertencia: si encontráis al Argos, no abandonéis nunca la nave.» La desconocida dio un suspiro y dijo en voz queda, como para sí misma:

«Hay que averiguar qué ha sido de Kton. Cuando vuelva, explicaré con más detalle…» Oyóse un chasquido seco, y la cinta continuó devanándose unos veinte minutos más, hasta el final de la bobina. Pero los aguzados oídos esperaron en vano: la mujer no explicó nada más, porque seguramente tampoco había vuelto más.

Erg Noor desconectó el aparato y, dirigiéndose a sus compañeros, dijo:

— ¡Nuestras hermanas y nuestros hermanos muertos nos salvan la vida! ¿No percibís, acaso, la mano del fuerte hombre de la Tierra? Resulta que en la astronave hay anamesón. Y, por añadidura, hemos recibido la advertencia del peligro mortal que aquí nos acecha. Ignoro cuál será, pero debe de ser esta vida extraña. Si se tratase de fuerzas y elementos del Cosmos, éstos no sólo habrían matado a los tripulantes, sino averiado la nave. Después de recibir una ayuda semejante, sería una vergüenza que no salváramos la Tantra y no llevásemos a la Tierra los descubrimientos hechos por el Argos y por nosotros. ¡Que el grandioso trabajo de los muertos y su lucha de medio siglo contra el Cosmos no sean vanos!

— ¿Y cómo piensa usted tomar el combustible sin salir de la nave? — preguntó Key Ber.

— ¿Por qué sin salir? Usted sabe que eso no es posible y que tendremos que salir y trabajar a la intemperie. Pero ya estamos prevenidos y tomaremos precauciones…

— Me lo imagino — le interrumpió el biólogo Eon Tal —. Una barrera de protección en torno al lugar de los trabajos.

— ¡No sólo allí, sino en todo el trayecto entre las dos naves! — agregó Pur Hiss.

— ¡Desde luego! Como no sabemos lo que nos acecha, haremos una barrera doble:

radiactiva y eléctrica. Tenderemos unos cables a lo largo de todo el camino y formaremos un pasillo de luz. Detrás del Argos está el cohete abandonado, cuya energía será suficiente para el tiempo que duren los trabajos.

La cabeza de Bina Led chocó contra la mesa. La médica y el segundo astrónomo, venciendo la fuerza de gravedad, se acercaron a la compañera desvanecida.

— ¡No tiene importancia! — dictaminó Luma Lasvi —. Una ligera conmoción e hipertensión. Ayúdenme a llevarla al lecho.

Y si al mecánico Taron no se le hubiera ocurrido emplear una carretilla automática, aquel simple traslado habría requerido mucho tiempo. En ella, los ocho exploradores fueron llevados a sus respectivos lechos, pues ya era hora de descansar; de lo contrario, la hipertensión de sus organismos, no adaptados a las nuevas condiciones, se convertiría en enfermedad. Y en aquellos momentos críticos, cada miembro de la expedición era insustituible.

Pronto, dos carretillas automáticas, de las que se utilizaban para toda clase de transportes y construcción de carreteras, empezaron a allanar, enganchadas, el camino entre ambas astronaves. Unos potentes cables estaban tendidos a ambos lados del trazado. Junto a las dos astronaves, habían sido instaladas unas torretas de observación rematadas por gruesas campanas transparentes de silicoboro. En su interior se encontraban los observadores, que lanzaban periódicamente, a lo largo del camino, los rígidos y mortíferos rayos de las cámaras pulsatorias. Durante los trabajos, la intensa luz de los proyectores no se apagaba ni un instante. En la quilla del Argos fue abierta la gran escotilla, desmontáronse unos mamparos, y los hombres se dispusieron a hacer descender sobre las carretillas cuatro depósitos de anamesón y treinta cilindros de cargas iónicas. Su paso a bordo de la Tantra era empresa bastante más ardua.

Esta astronave no era posible abrirla como el inanimado Argos, pues al hacerlo, se daría entrada a todos los gérmenes de la vida extraña, mortales sin duda. Por ello, se limitaron a preparar la escotilla y, después de apartar los mamparos interiores, transportaron a la Tantra los balones de aire líquido del Argos. Según el plan trazado, desde el momento en que se abriera la escotilla hasta que terminase la carga de los depósitos, se debía ventilar constantemente la galería receptora con un gran chorro, a fuerte presión, de aire comprimido. Además, la astronave estaría protegida por una emanación radiactiva en cascada.

Poco a poco, los hombres se iban acostumbrando a trabajar embutidos en sus «esqueletos» de acero y a la fuerza de la gravedad, superior en casi tres veces a la de la Tierra. Los insoportables dolores que les atenazaban al principio los huesos, se habían atenuado.

Pasaron varios días terrestres. Aquel «nada» misterioso seguía sin aparecer. La temperatura del aire circundante empezó a descender bruscamente. Desencadenóse un huracán que fue arreciando de hora en hora. Era que el sol negro se ponía: la rotación del planeta llevaba al continente en que se encontraban las astronaves hacia el lado «nocturno». Las corrientes convectivas, la emisión calorífica del océano y el abrigo de la espesa atmósfera amortiguaban el descenso de la temperatura; sin embargo, mediada la «noche» planetaria, sobrevino una intensa helada. Se conectaron los calentadores de las escafandras, y los trabajos continuaron. Se logró descender del Argos el primer depósito, que fue llevado a la Tantra cuando se desencadenaba un nuevo huracán, el de la «salida del sol», más fuerte que el de la «puesta». La temperatura ascendía por encima de cero, ráfagas de aire compacto traían enormes masas acuosas, unos relámpagos rasgaban de continuo el cielo. El huracán había adquirido tal fuerza, que la astronave empezó a vacilar a los embates del terrible viento. Los hombres concentraron todos sus esfuerzos en afianzar el depósito bajo la quilla de la Tantra. El pavoroso bramido del huracán iba en aumento, en la meseta se alzaban peligrosos torbellinos, muy parecidos a los tornados del golfo de Guinea. En la franja de luz había surgido una gigantesca tromba de nieve y polvo que hincaba el embudo de su cima en la baja bóveda celeste, sombría, salpicada de lunares. A su empuje, las líneas de corriente de alta tensión se habían roto, y los chispazos azulencos de los cortacircuitos fulguraban entre los enrollados cables. La luz amarillenta del proyector del Argos se apagó, como una vela al soplo del viento.