Erg Noor ordenó que suspendiesen el trabajo y se refugiaran en la Tantra.
— ¡Pero allí queda un observador! — exclamó la geólogo Bina Led, señalando a la lucecilla, apenas perceptible, de la torreta de silicoboro.
— Lo sé, allí está Niza, yo voy ahora — repuso el jefe de la expedición.
— No hay corriente, y ese «nada» ha empezado a hacer de las suyas — objetó Bina, seriamente.
— Si el huracán actúa sobre nosotros, también actuará sin duda sobre ese «nada».
Estoy seguro de que hasta que no amaine la tempestad no habrá ningún peligro. En cuanto a mí, soy aquí tan pesado, que no me llevará el viento si voy a rastras, bien pegado al terreno. ¡Hace tiempo que quería sorprender a ese «nada» desde la torreta!
— ¿Me permite que vaya con usted? — dijo el biólogo, acercándose de un salto al jefe.
— Vamos, pero sólo usted y nadie más.
Los dos hombres avanzaron a rastras largo rato, aferrándose a las asperezas y las hendiduras de las rocas, procurando no caer en el radio de los torbellinos. El huracán se esforzaba tenaz en arrancarlos del terreno, darles la vuelta y arrastrarlos. Una vez lo consiguió, pero Erg Noor agarró a Eon, que rodaba ya, echóse de bruces sobre él y se asió con sus guantes ganchudos al borde de una peña.
Niza abrió el portillo de su torreta, y los dos hombres penetraron con dificultad, el uno tras el otro. Aquello estaba templado y en calma, la torreta se mantenía en pie firmemente, bien apuntalada en previsión de tempestades.
A la muchacha astronauta, de hermosos cabellos rojizos y ondulados, le produjo inquietud y alegría la llegada de sus compañeros. Reconoció honradamente que la perspectiva de pasar la jornada a solas con la borrasca en un planeta extraño no le era muy agradable.
Erg Noor comunicó a la Tantra que habían llegado felizmente, y el proyector de la astronave se apagó. En aquellas primitivas tinieblas brillaba solamente la débil lucecilla del interior de la torreta. Retemblaba el terreno de los embates de la tempestad, de los rayos y truenos, de las terribles trombas que se alzaban una tras otra. Niza, sentada en un sillón giratorio, apoyaba la espalda contra un reóstato. El jefe de la expedición y el biólogo se habían instalado a sus pies en el saliente anular de la base de la torreta.
Voluminosos, debido a sus escafandras, ocupaban casi todo el sitio.
— Propongo que echemos un sueño — oyóse queda, en los radioteléfonos, la voz de Erg Noor —. Hasta el alba negra, quedan aún sus buenas doce horas; únicamente entonces amainará el huracán y empezará el suave calor.
Sus compañeros aceptaron de buena gana. Agobiados por la triple pesantez, encogidos en las rígidas armaduras que les oprimían y encerrados en la angosta torreta, sacudida por la tempestad, los tres se durmieron: ¡tan grandes son las facultades de adaptación del organismo humano y las fuerzas de resistencia que guarda!
De vez en cuando, Niza se despertaba para comunicar al tripulante de guardia en la Tantra noticias tranquilizadoras, y se quedaba de nuevo adormecida. El huracán había disminuido sensiblemente, el terreno no retemblaba ya. Ahora podía aparecer el «nada», mejor dicho, el «algo» aquel. Los observadores de la torreta tomaron unas PA — píldoras para la atención —, a fin de confortar su deprimido sistema nervioso.
— La astronave extraña es mi obsesión continua — confesó Niza —. Ardo en deseos de saber quiénes son ellos, de dónde vienen, cómo han llegado aquí…
— Y yo también — repuso Erg Noor —. Hace ya mucho tiempo que se transmiten por el Gran Circuito relatos sobre las estrellas de hierro y sus planetas-trampa. En las partes más pobladas de la Galaxia, donde las astronaves vuelan con frecuencia desde hace largos años, hay planetas con astronaves perdidas. Muchas viejas naves quedaron adheridas a esos planetas, numerosas y horripilantes son las historias que se cuentan acerca de ellas, historias que se han convertido hoy día en casi consejas y leyendas sobre la ruda conquista del Cosmos. Tal vez haya en este planeta astronaves de tiempos aún más remotos, aunque en nuestra zona, poco poblada, el encuentro de tres navíos sea un fenómeno completamente extraordinario. En las inmediaciones de nuestro Sol no se conocía ninguna estrella de hierro; nosotros hemos descubierto la primera.
— ¿Piensa usted empezar el reconocimiento de la astronave discoidal? — inquirió el biólogo.
— ¡Desde luego! ¡Sería imperdonable en un científico desaprovechar una ocasión semejante! Las astronaves discoidales no se conocen en las regiones habitadas que confinan con la nuestra. Esta, procedente sin duda de muy lejos, ha debido de vagar por la Galaxia durante milenios, después de la muerte de sus tripulantes o de haber sufrido una avería irreparable. Puede que los datos que recojamos en ella aclaren muchos de los mensajes transmitidos por el Gran Circuito… Su forma es rara, de espiral discoidea, y los resaltos de su superficie son muy pronunciados. En cuanto terminemos el transbordo del Argos, nos ocuparemos de esa curiosidad; por ahora, no podemos prescindir de un solo hombre.
— Sin embargo, nosotros hemos reconocido el Argos en unas horas…
— Yo he examinado ya el disco con el estereotelescopio. Está herméticamente cerrado, no se ve ninguna abertura. Penetrar en cualquier navío cósmico, bien protegido contra fuerzas mucho más potentes que todos los elementos de la naturaleza terrestre, es empresa muy difícil. Prueben a introducirse en la Tantra cuando esté cerrada, a través de su coraza metálica, de estructura cristalina modificada, o a través de su cubierta de borazón… Eso es tarea más ardua que asaltar una fortaleza. Y la cosa se complica aún más cuando se trata de una astronave extraña, cuyos principios de construcción se desconocen. Pero intentaremos desentrañar el enigma.
— ¿Y cuándo examinaremos lo hallado en el Argos? — preguntó Niza —. Allí debe de haber interesantísimas observaciones sobre los mundos maravillosos de que se hablaba en el mensaje.
El radioteléfono transmitió la risa bonachona del jefe: — A mí, que sueño desde niño con Vega, la impaciencia me consume más que a nadie. Pero ya tendremos tiempo para ello en el viaje de vuelta a la Tierra. Ante todo, hay que escapar de las tinieblas, de este infierno, como se decía en la antigüedad. Los exploradores del Argos no habían tomado tierra anteriormente; de lo contrario, habríamos encontrado en sus almacenes de colecciones multitud de objetos procedentes de otros planetas. Recuerden que, después de un minucioso reconocimiento, sólo hemos hallado filmes, mediciones y grabaciones, muestras de aire y balones de polvo explosivo…
Erg Noor calló y prestó atención. Ni siquiera los sensibles micrófonos captaban ya ruido de viento: la tempestad se había calmado. Fuera, a través de la tierra, percibíase un susurro crujiente que repercutía en las paredes de la torreta.
El jefe movió la mano, y Niza, comprendiendo el ademán, apagó la luz. En la torreta, calentada por las emanaciones infrarrojas, la oscuridad parecía densa como un líquido negruzco; diríase que estaban en el fondo de un océano. A través de la recia y transparente campana de silicoboro, los astronautas vieron con nitidez unas lucecillas centelleantes, de color castaño. Las lucecillas se encendían formando por un segundo pequeñas estrellas de rayos grana o verde oscuro que se apagaban para volver a. lucir.