Las estrellitas aquellas se alineaban en cadenillas que se enrollaban en anillos o en ochos y se deslizaban silenciosas por la superficie de la campana, tersa y dura como el diamante. Los exploradores sintieron en los ojos unas punzadas extrañas y un agudo dolor momentáneo a lo largo de los grandes nervios del cuerpo, como si los cortos rayos de las estrellitas castañas se clavasen en ellos igual que agujas.
— Niza — dijo Erg Noor en un susurro —, ponga el regulador al máximo de incandescencia y dé toda la luz de golpe.
La torreta se llenó de azulada y clara luz terrestre. Los tres, deslumbrados por ella, no veían nada o casi nada. Sin embargo, Niza y Eon habían advertido — aunque tal vez aquello fuera una figuración suya — que, por el lado derecho de la torreta, las sombras, en lugar de retirarse de pronto, se quedaban allí un instante, formando como un dilatado cuerpo oscuro con numerosos tentáculos. Aquel «algo» recogió en un segundo sus tentáculos y retrocedió veloz, con el muro de las sombras, rechazado por la luz. Erg Noor no había visto nada, pero no tenía fundamentos para no confiar en la rápida reacción de sus jóvenes compañeros.
— ¿No serán espectros? — conjeturó Niza —. ¿Fantasmagóricas condensaciones de las sombras en torno a cargas de alguna energía como la de nuestros rayos globulares, por ejemplo, en vez de formas de vida? Puesto que aquí todo es negro, los rayos deben de ser también negros.
— Su suposición es poética — replicó Erg Noor —, pero tiene pocos visos de realidad.
En primer término, es evidente que ese «algo» nos ha atacado, ansioso de nuestra carne viviente. Él o sus congéneres han sido los que han exterminado a la tripulación del Argos.
Si él es organizado y estable, si puede desplazarse en la dirección necesaria y acumular y emanar energía, no cabe duda de que no se trata de ningún fantasma aéreo. Eso es una creación de la materia viva, ¡e intenta devorarnos! El biólogo se adhirió a las deducciones del jefe: — A mí me parece que aquí, en el planeta de las tinieblas, la oscuridad existe sólo para nosotros, pues nuestros ojos no son sensibles a los rayos infrarrojos de la parte calorífica del espectro; otros rayos, los amarillos y los azules, deben actuar intensamente sobre ese ser. Su reacción es tan instantánea, que nuestros desaparecidos compañeros del Argos no podían advertir nada al iluminar el sitio de la agresión… Cuando se dieron cuenta ya era tarde, y, agonizantes, tampoco pudieron contar nada…
— Ahora repetiremos la experiencia, por muy desagradable que sea la aproximación de ése.
Niza apagó la luz, y de nuevo los tres observadores quedaron sumidos en la profunda oscuridad, esperando la aparición de aquel ser del mundo de las tinieblas.
— ¿De qué estará armado? ¿Por qué su acercamiento se percibe a través de la campana y de la escafandra? — se preguntó el biólogo en voz alta —. ¿Tendrá una forma especial de energía?
— Las formas de energía son muy pocas, y ésta es, sin duda, electromagnética. Pero sus modificaciones son, indiscutiblemente, múltiples y muy diversas. Ese ser posee alguna arma que actúa sobre nuestro sistema nervioso. ¡Y no es difícil imaginarse lo que significará el contacto de uno de esos tentáculos con un cuerpo indefenso!
Erg Noor se encogió y Niza Krit sintió un escalofrío interno al ver las cadenitas de lucecillas castañas que se aproximaban rápidamente, por tres lados.
— ¡Ese ser no está solo! — exclamó en voz baja Eon —. Tal vez no convenga dejarles que rocen la campana.
— Tiene usted razón. Pongámonos de espaldas a la luz y miremos cada uno a su respectivo lado. ¡Niza, encienda!
Esta vez, cada uno de los exploradores tuvo tiempo de observar particularidades sueltas con las que, sumadas, se pudo formar una idea general de aquellos seres. Se asemejaban a gigantescos acalefos que flotaban, a poca altura del terreno, moviendo sus espesos flecos colgantes. Algunos tentáculos, demasiado cortos en relación con las dimensiones de los monstruos, medían apenas un metro. De cada uno de los ángulos de sus cuerpos romboidales partían dos sinuosos tentáculos, bastante más largos. En el arranque de éstos, el biólogo observó unas enormes ampollas fosforescentes, levemente iluminadas por dentro, que parecían esparcir por los tentáculos grandes chispas en forma de estrellas.
— Observadores, ¿por qué encienden y apagan la luz? — resonó de pronto, dentro de los cascos, la clara voz de Ingrid —. ¿Necesitan ayuda? La tempestad ha terminado; nosotros vamos a empezar a trabajar. Ahora salimos para allá.
— ¡De ninguna manera! — ordenó severo el jefe —. Hay un gran peligro. ¡Llame a todos!
Erg Noor les habló de los terribles acalefos. Luego de cambiar impresiones, los exploradores decidieron sacar y transportar en una carretilla parte de uno de los motores planetarios. Unos chorros de fuego, de trescientos metros de longitud, corrieron por la pedregosa llanura, barriendo todo a su paso. No había transcurrido media hora, cuando los hombres tendían, ya reparados, los cables rotos. La defensa había sido restablecida.
Estaba claro que el anamesón debía ser cargado antes de que llegase la noche planetaria. A costa de sobrehumanos esfuerzos, se logró hacerlo, y la gente, extenuada, después de cerrar herméticamente las escotillas, desapareció tras la indestructible coraza de la astronave, escuchando tranquilamente las trepidaciones. Los micrófonos traían de fuera el estruendoso bramido del huracán, y ello hacía que aquel pequeño mundo, profusamente iluminado y al abrigo de las fuerzas tenebrosas, pareciera aún más confortable.
Ingrid y Luma habían desplegado la pantalla estereoscópica. La elección del filme había sido acertada. Las aguas azules del Océano Indico chapoteaban a los pies de los espectadores, sentados en la biblioteca. Celebrábanse los Juegos de Poseidón, competición mundial de toda clase de deportes náuticos. En la Era del Gran Circuito, todas las gentes eran tan amigas del mar como los pueblos de los países costeros de antaño. Saltos, natación, zambullidas con planchas a motor y balsas de vela. Millares de cuerpos jóvenes, bronceados por el sol, sonoras canciones, alegres risas y las marchas triunfales a la llegada a la meta…
Niza se inclinó hacia el biólogo, que, a su lado, permanecía absorto en sus pensamientos, perdida el alma en la infinita lejanía del dulce planeta natal, con su naturaleza sometida.
— Eon, ¿ha participado usted alguna vez en tales competiciones?
El biólogo fijó en ella su mirada perpleja.
— ¿Qué? ¿En tales? No, nunca. Estaba pensativo y no la comprendí al pronto.
— ¿Acaso no pensaba usted en eso? — preguntó la muchacha señalando a la pantalla —. ¿Verdad que la percepción de la belleza de nuestro mundo es extraordinariamente deliciosa, después de las tinieblas, las tempestades y los negros acalefos eléctricos?
— Sí, desde luego. Y ello hace aumentar el deseo de atrapar a un acalefo de ésos.
Precisamente me estaba rompiendo la cabeza para encontrar el modo de conseguirlo.
Niza se apartó del biólogo, que reía satisfecho, y al volverse, encontró la sonrisa de Erg Noor.
— ¿Usted también estaba meditando en cómo capturar ese horror negro? — inquirió burlona.
— No, pensaba en la exploración de la astronave discoidal.
El pícaro fulgor de sus ojos casi irritó a la muchacha.
— ¡Ahora comprendo por qué los hombres de la antigüedad se dedicaban a la guerra!
Yo creía que eso no era más que pura fanfarronería de vuestro sexo fuerte… como se le consideraba en la sociedad mal organizada.