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— No tiene usted completa razón, aunque comprenda en parte nuestra antigua psicología. Pero yo, cuanto más hermoso y adorable es mi planeta, más deseos siento de servirle. De plantar jardines, extraer metales, producir energía, obtener alimentos, crear música, de manera que, cuando yo desaparezca, quede un trocito real de lo hecho por mis manos y mi cerebro. Yo conozco solamente el Cosmos, el arte de la astronáutica, y con ello puedo servir a mi querida humanidad. Pero el objetivo no es el vuelo mismo, sino la adquisición de nuevos conocimientos, el descubrimiento de nuevos mundos, de los cuales haremos algún día planetas tan hermosos como nuestra Tierra. ¿Y usted, Niza, a qué sirve? ¿Por qué le atrae también, tan fuertemente, el misterio de la astronave discoidal? ¿Sólo por curiosidad?…

Con impetuoso movimiento, la muchacha venció el peso de sus cansados brazos y tendió las manos hacia el jefe. Éste las tomó entre las suyas, grandes, y las acarició dulcemente. A Niza se le arreboló el rostro, su rendido cuerpo se llenó de nuevo vigor. Y como el día aquel, momentos antes del peligroso aterrizaje, apretó su mejilla contra la mano de Erg Noor, perdonando al propio tiempo al biólogo su aparente traición a la Tierra.

Para demostrar definitivamente su acuerdo con ambos, Niza les comunicó una idea que se le acababa de ocurrir: aplicar a un depósito de agua una tapa de cierre automático y meter en él, como cebo, uno o dos vasos con sangre fresca. Mas, para ello, no se recurriría a las reservas de sangre conservada del botiquín de a bordo; cada uno de los astronautas daría voluntariamente la cantidad necesaria. Si aquel «ser negro» penetraba en el depósito y la tapa se cerraba de golpe, se insuflaría, con un balón preparado al efecto, un gas terrestre inerte y se soldaría bien el borde de la tapa.

Eon quedó admirado de la inventiva de la «chicuela pelirroja».

Erg Noor, por su parte, se puso a regular un robot antropomorfo y preparó una potente cortadora electrohidráulica, con cuya ayuda pensaba penetrar en la astronave discoidal de la lejana estrella.

En la oscuridad, habitual ya, las tempestades habían cesado; al frío intenso había sucedido un leve calor. El «día», de doscientas diez y seis horas, había comenzado.

Quedaba trabajo para cuatro días terrestres: el embarque de las cargas iónicas, de algunas otras reservas y valiosos instrumentos. Además, Erg Noor consideraba necesario tomar algunos efectos personales de la tripulación perecida, para llevarlos a la Tierra, después de una desinfección cuidadosa, y entregarlos como recuerdo a los familiares de los muertos. Como en la Era del Gran Circuito la gente no acostumbraba a llevar consigo mucho equipaje, el transporte de aquellos objetos a la Tantra no ofrecía dificultad.

Al quinto día, desconectaron la corriente, y el biólogo, en unión de dos voluntarios — Ingrid y Key Ber —, se encerró en la torreta de observación próxima al Argos. Los seres negros se presentaron casi inmediatamente. El biólogo, que había adaptado en la debida posición una pantalla infrarroja, podía observar a los mortíferos acalefos. De pronto, uno de ellos se acercó al depósito-trampa, y, luego de recoger sus tentáculos y contraerse en una bola, empezó a deslizarse en su interior. Inopinadamente, otro rombo negro apareció junto a la boca abierta del depósito. El primer monstruo dilató sus tentáculos, y las chispas de forma de estrella surgieron con inusitada rapidez, uniéndose en franjas de titilante luz grana que, en la pantalla de rayos invisibles, refulgieron como relámpagos verdes. El primer llegado se apartó un poco, y entonces el segundo se contrajo al instante, haciéndose un ovillo, y se dejó caer al fondo del depósito. El biólogo tendió la mano hacia el botón, pero Key Ber le detuvo. El primer acalefo se apelotonó también y siguió a su compañero. Dentro del depósito, se encontraban ya dos terribles acalefos. Sólo quedaba asombrarse de lo mucho que podían reducir su volumen aparente. El botón fue oprimido, la tapa se cerró bruscamente, y al momento, cinco o seis monstruos negros se pegaron por todas partes al enorme depósito revestido de circonio. El biólogo dio la luz y comunicó a los de la Tantra que conectasen el sistema de protección. Los fantasmas negros se esfumaron al instante, como de costumbre, pero esta vez dos quedaban cautivos bajo la hermética tapa del depósito.

El biólogo salió de la torreta, acercóse, tocó la tapa, levemente, y una tremenda sacudida estremeció sus nervios con tal fuerza, que le hizo prorrumpir en alaridos de dolor. Su brazo izquierdo cayó para quedar colgante, paralizado.

El mecánico Taron se puso una escafandra ultrarrefractaria. Sólo entonces se pudo insuflar en el depósito ázoe terrestre puro y soldar la tapa. Los grifos también fueron soldados; luego, recubrieron el depósito de tela aislante y lo metieron en la cámara de colecciones. La victoria había costado cara: el biólogo no recobraba el movimiento del brazo, pese a todos los esfuerzos del médico. Eon Tal sufría mucho, pero no quería renunciar a la visita a la espironave. Erg Noor, rindiendo tributo a su insaciable afán de investigaciones, no pudo dejarle en la Tantra.

Resultó que el espirodisco — huésped llegado de remotos mundos — se encontraba más lejos del Argos de lo que pareciera a los exploradores al principio. La luz de los proyectores, difusa en la lejanía, había falseado las dimensiones de la nave. Era un ingenio verdaderamente colosal, de no menos de cuatrocientos cincuenta metros de diámetro. Y hubo que retirar cables del Argos para prolongar hasta él el sistema defensivo. La enigmática astronave se alzaba sobre la gente como un muro vertical que se perdía allá en la altura del tenebroso cielo tachonado de lunares. Unos nubarrones, negros como el carbón, se arremolinaban ocultando un tercio de la parte superior del descomunal disco. La capa verde, como de malaquita, que lo recubría, estaba muy cuarteada y tenía cerca de un metro de espesor. Bajo las grietas se columbraba un metal de vivo color celeste que se traslucía, azulado, en los lugares en que la malaquita estaba desconchada. La cara del disco vuelta hacia el Argos presentaba una prominencia cilíndrica en espiral, de unos veinte metros de ancho y cerca de diez de alto. La otra cara, hundida en las tinieblas, parecía más abombada y formaba un casquete esférico, adosado al disco, de treinta metros de espesor. De esta cara también sobresalía un alto cilindro en espiral, semejante a un tubo de rosca incrustado en el casco de la nave.

El canto del enorme disco estaba profundamente hundido en la tierra. Al pie de aquel vertical muro metálico vieron una piedra fundida que se había esparcido por el suelo como espeso alquitrán.

Muchas horas perdieron los exploradores buscando inútilmente alguna entrada o escotilla. Pero ésta debía de estar tapada por la capa de malaquita o una costra de óxido, o tan hábilmente cerrada, que no se percibía la menor juntura en la superficie de la nave.

Tampoco encontraron los orificios para los instrumentos ópticos ni las toberas del sistema de ventilación.

La roca metálica parecía ser impenetrable. Previendo aquello, Erg Noor decidió hender el casco de la nave con ayuda de la cortadora electrohidráulica, capaz de hender los más duros y viscosos revestimientos de las astronaves terrestres. Después de un breve cambio de impresiones, todos acordaron hacer un corte en la cima del cilindro espiral.

Precisamente allí debía de haber algún vacío, un tubo o un pasadizo circular por el que se podría llegar a los compartimientos interiores de la astronave sin riesgo de tropezar con una serie de mamparos.

Un estudio profundo del espirodisco sólo podría hacerlo una expedición especial. Y para su envío al peligroso planeta había que demostrar, previamente, que en el interior de aquel huésped, llegado de mundos remotos, se conservaban intactos los aparatos y documentos, todos los enseres de quienes habían cruzado insondables espacios, en comparación con los cuales los vuelos de las astronaves terrestres no eran más que primeras, tímidas excursiones al Cosmos.