La dócil máquina se había convertido en un inerte disco que yacía impotente sobre la tierra seca. Y una extraña sensación de soledad, de aislamiento del mundo, se apoderó de Dar Veter.
Mas, al propio tiempo, no tenía miedo de nada. Que llegase la noche; entonces la visibilidad sería mayor; verían sin duda alguna luz y se dirigirían hacia ella. Ambos habían emprendido el vuelo sin equipaje, sin llevar radioteléfono, lámparas ni comida…
«Hubo un tiempo en que en la estepa se podía perecer de hambre si no se habían traído grandes reservas de provisiones… ¡E incluso agua!», pensaba el exdirector de estaciones exteriores, llevándose la mano a los ojos para protegerlos de la intensa luz.
Reparó en una franja de sombra del cerezo silvestre, cerca de Veda; tendióse tranquilamente sobre la tierra y percibió en su cuerpo la picazón de las secas hierbas que atravesaban su ligero traje de verano. El suave susurro del viento y el bochorno le sumieron en un dulce sopor. Sus pensamientos fluían lentamente y en su memoria se iban sucediendo, también despacio, cuadros de tiempos muy remotos; en interminable caravana, desfilaban pueblos antiguos, tribus, hombres… Era como si de allá, del pasado, viniese un gran río de hechos, personas y vestimentas que fueran cambiando a cada instante.
— ¡Veter! — oyó en su modorra la llamada de la voz querida, y al momento se despertó e incorporóse.
El sol, como una bola roja, tocaba ya la ensombrecida línea del horizonte y no se percibía ni el más leve soplo de viento.
— Veter, dueño mío — bromeaba Veda, inclinándose ante él al modo de las antiguas mujeres de Asia —. ¿No me haréis la merced de despertaros y de acordaros de mí?
Mediante unos ejercicios gimnásticos, Dar Veter acabó de ahuyentar el sueño. Veda estuvo de acuerdo con sus planes de esperar hasta la noche. La oscuridad los sorprendió discutiendo animadamente su trabajo anterior. De pronto, Dar Veter observó que Veda se estremecía. Las manos de ella estaban heladas, y él comprendió que el ligero vestido no la protegía en absoluto del frescor de la noche en aquellos nórdicos lugares.
Como la noche estival del paralelo sesenta era clara, ambos pudieron recoger unas brazadas de ramiza, con las que hicieron un gran montón.
Chasqueó sonora una descarga eléctrica, arrancada por Dar Veter del potente acumulador del giróptero, y poco después, la luminosa llama de la hoguera hacía más densas las sombras que les circundaban y prodigaba a los dos su vivificante calor.
Veda, encogida hacía un instante, se dilató de nuevo como una flor al sol, y ambos se abandonaron a un ensueño casi hipnótico. En algún lugar recóndito del alma quedaba inextinguible, a través de cientos de milenios en que el fuego había sido el principal amparo y salvación del hombre, una sensación de bienestar y sosiego que renacía ante la hoguera cada vez que el frío y las tinieblas rodeaban al ser humano…
— ¿Qué la deprime, Veda? — preguntó Dar Veter, rompiendo el silencio.
— Estaba recordando a aquélla, a la del pañuelo… — repuso ella quedo, sin apartar los ojos de las brasas.
Él comprendió al punto. La víspera de su vuelo habían terminado, en las estepas de la región del Altai, la excavación de un gran túmulo escítico. En el interior de un sarcófago, se encontraba el esqueleto de un viejo jefe, rodeado de huesos de caballos y de esclavos, recubiertos de tierra del túmulo. El viejo jefe yacía con su espada, su escudo y su coraza; a sus pies, había otro esqueleto, todo contraído, de una mujer muy joven. Un pañuelo de seda, que en un tiempo ciñera estrechamente la cara y el cuello, estaba adherido al cráneo. A pesar de todos los artificios empleados, no se había podido conservar el pañuelo; pero en los minutos transcurridos antes de que se deshiciera en polvillo, se había logrado reproducir con exactitud las facciones del bello rostro, impresas en la seda miles de años antes. El pañuelo había transmitido además un detalle espantoso: las huellas de los desorbitados ojos de la mujer, estrangulada sin duda con aquel mismo pañuelo y arrojada al sepulcro del marido para que le acompañase en los ignotos caminos de ultratumba. Ella tenía entonces no más de diecinueve años; él, no menos de setenta, edad avanzada para aquellos tiempos.
Dar Veter recordó la viva discusión que se entabló acerca del hallazgo entre los jóvenes miembros del grupo arqueológico de Veda. ¿La mujer había seguido al esposo de grado o por fuerza? ¿Y para qué? ¿En nombre de qué? Si había sido a impulsos de un gran y fiel amor, ¿qué falta hacía inmolarlo, en vez de guardarlo como el mejor recuerdo del difunto en el mundo de los vivos?
Entonces, había tomado la palabra Veda Kong. Fijos en el túmulo los ojos, ardientes, se esforzaba en penetrar con su inteligente mirada en las profundidades de los tiempos pasados.
Tratad de comprender a aquellas gentes. La extensión de las antiguas estepas era en verdad infinita para los únicos medios de locomoción existentes en la época: caballos, camellos, bueyes. Y aquella inmensidad la poblaban únicamente nómadas, criadores de ganado, los cuales no sólo no tenían nexo alguno entre sí, sino que vivían en perpetua hostilidad. Multitud de agravios y rencores se iban acumulando de generación en generación; todo forastero era un enemigo; toda tribu, un futuro botín de ganado y esclavos, es decir, de hombres que trabajaban a la fuerza, como las bestias bajo el látigo… Aquel régimen social engendraba, por una parte, una gran libertad, completamente desconocida entre nosotros, para el individuo en cuanto a sus mezquinas pasiones y deseos, y, por otra parte, una restricción extrema en las relaciones humanas y una increíble estrechez de pensamientos. Cuando el pueblo o la tribu estaban constituidos por un pequeño número de personas capaces de alimentarse de la caza y la recolección de frutos, aquellos nómadas libres vivían en continuo temor de ser atacados y reducidos a la esclavitud o exterminados por sus belicosos vecinos. Pero si el país se encontraba aislado de los demás y contaba con una población numerosa, capaz de crear una gran fuerza militar, las gentes pagaban también con su libertad las garantías contra las incursiones armadas, pues en tales Estados poderosos se desarrollaban siempre el despotismo y la tiranía. Así ocurrió en el antiguo Egipto, en Asiría y Babilonia.
Las mujeres, en particular las guapas, eran en la antigüedad presa y juguete de los fuertes. No podían subsistir sin un dueño y defensor.
Sus propios anhelos y voluntades significaban tan poco, tan terriblemente poco, que ¡quién sabe!.. Tal vez la muerte pareciera el menos penoso de los destinos…
Respondiendo a sus pensamientos, Veda se acercó más y empezó a remover lentamente las encendidas ramas, siguiendo con la mirada el correr de las azulencas lengüecillas de fuego. — ¡Cuánta valentía y paciencia había que tener en aquellos tiempos para conservar la propia dignidad, para elevarse en la vida, en lugar de descender!.. — exclamó Veda Kong en quedo susurro.
— Yo creo — objetó Dar Veter — que nosotros exageramos un poco los rigores de la vida antigua. Pues a más de ser habitual para todos, su misma desorganización daba lugar a contingencias diversas. La voluntad y la fuerza del hombre arrancaban de aquella vida chispas de románticos gozos, como el eslabón del pedernal.