— Tampoco concibo — dijo Veda — cómo nuestros antepasados tardaron tanto en comprender la sencilla ley de que el destino de la sociedad depende solamente de nosotros mismos y que el carácter de ésta lo determina el grado de evolución moral e ideológica de sus miembros, dependiente de la economía.
— …Y que la forma consumada de organización científica de la sociedad no es una simple acumulación cuantitativa de las fuerzas productivas, sino un grado cualitativo.
Aunque todo eso es tan sencillo… — añadió Dar Veter —. Y además, la comprensión de la interdependencia dialéctica, de que las nuevas relaciones sociales son tan imposibles sin hombres nuevos como los hombres nuevos sin una economía nueva. Entonces, esa comprensión condujo a que la tarea principal de la sociedad fuese la educación, el desarrollo físico y espiritual del ser humano. ¿Cuándo aconteció eso en definitiva?
— En la Era del Mundo Desunido, a fines del Siglo del Desgajamiento, poco después de la Segunda Gran Revolución. — ¡Fue una suerte que no ocurriese más tarde! Pues la destructiva técnica de la guerra…
Dar Veter calló y volvió la cabeza hacia el oscuro calvero que se extendía a la izquierda, entre la hoguera y la ladera de la colina. Unas recias pisadas y un fuerte resollar entrecortado, que se oían muy cerca, obligaron a los dos viajeros a levantarse de un salto.
Un torazo negro surgió ante la hoguera. El resplandor de las llamas encendió, con reflejos sangrantes, sus ojos, desorbitados de furia. Dando bufidos y escarbando con las pezuñas la tierra seca, el monstruoso animal se disponía a embestir. A la pálida luz, el toro parecía enorme; su cabeza, gacha, se asemejaba a un bloque de granito y su abultado lomo, de músculos salientes, se alzaba como una montaña. Ni Veda ni Dar Veter se habían visto nunca frente a la fuerza mortífera y ciega de una bestia cuyo cerebro obtuso estaba cerrado a los imperativos de la razón.
Veda, apretadas las manos contra el pecho, permanecía en pie, inmóvil, como hipnotizada por aquella aparición surgida súbitamente de las sombras. Dar Veter, obedeciendo a un poderoso instinto, se plantó ante el toro, protegiendo con su cuerpo el de la mujer, como hicieran miríadas de veces sus antepasados. Pero las manos del hombre de la nueva era estaban desarmadas.
— Veda, salte a la derecha… — y apenas hubo pronunciado estas palabras, el animal arremetió contra ellos.
Los cuerpos bien entrenados de los dos viajeros podían competir en rapidez con la agilidad primitiva del toro. La mole pasó de largo, y penetró en la espesura de los arbustos, haciendo crujir las ramas, mientras Veda y Dar Veter retrocedían a unos pasos del giróptero. A alguna distancia de la hoguera, la noche no era tan oscura, y el vestido de Veda se divisaba sin duda desde lejos. El toro salió impetuoso de los arbustos. Dar Veter alzó a su compañera con destreza, y ella, de un salto, se encontró en la plataforma del giróptero. Mientras el animal se volvía torpemente, excavando la tierra con sus pezuñas, ya estaba Dar Veter sobre la máquina voladora, al lado de Veda. Ambos cambiaron una fugaz mirada, y él no leyó en los ojos de ella más que una sincera admiración. El cárter del motor estaba abierto desde la tarde, cuando Dar Veter intentaba desentrañar los secretos de aquel ingenioso mecanismo. Poniendo en tensión sus enormes fuerzas, arrancó de la barandilla de la plataforma un cable del campo nivelador, introdujo su extremo desnudo bajo el resorte del contacto principal del trasformador y apartó prudentemente a Veda. Entre tanto, el toro enganchó la barandilla con un cuerno y el giróptero se balanceó del tremendo tirón. Dar Veter tocó con el otro extremo del cable una fosa nasal del bruto. Fulguró un rayo amarillo, resonó un golpe sordo y el furioso animal se derrumbó pesadamente.
— ¡Lo ha matado usted! — gritó indignada Veda.
— ¡No creo, la tierra está seca! — repuso, sonriendo satisfecho, el ingenioso héroe.
Y en confirmación de sus palabras, el toro lanzó un débil mugido, levantóse y, sin volver la cabeza, escapó a un trotecillo vacilante, como avergonzado de su derrota. Los viajeros volvieron a la hoguera. Una nueva brazada de ramiza reavivó las mortecinas llamas.
— Ya no tengo frío — dijo Veda —. Subamos a la colina.
La cima del montículo ocultaba el fuego; las pálidas estrellas del verano nórdico, semejantes a diminutas bolillas, se difuminaban en el horizonte.
Al Oeste, no se veía nada; al Norte, en las laderas de unos cerros, parpadeaban unas filas de lucecillas apenas perceptibles; al Sur, también muy lejos, brillaba, como un astro luminoso, el faro de la torre de observación de unos ganaderos.
— Mala suerte; habrá que caminar toda la noche… — rezongó Dar Veter.
— No, no, ¡mire allí! — dijo Veda señalando hacia Oriente, donde habían surgido de pronto cuatro luces dispuestas en cuadrado. Se encontraban a unos kilómetros, pocos.
Una vez tomada la dirección, orientándose por las estrellas, descendieron a la hoguera.
Veda Kong se detuvo ante las mortecinas ascuas, como si quisiera grabar algo en su memoria.
— Adiós, hogar nuestro… — dijo soñadora —. Seguramente los nómadas tenían siempre viviendas parecidas, inestables, efímeras. Yo también he sido hoy una mujer de aquella época.
Volvióse hacia Dar Veter y, confiada, le puso la mano en el cuello.
— ¡He sentido tan intensamente la necesidad de defensa!.. No tenía miedo, ¡no! Era una especie de fascinante sumisión a la fuerza del destino…
Alzó los brazos y, entrelazadas las manos en la nuca, estiróse elástica ante el fuego.
Un instante después, sus ojos, velados por las lágrimas, recobraban su pícaro fulgor.
— Bueno, condúzcame, ¡héroe mío! — bromeó, y su voz grave tenía un tono impreciso, enigmático y tierno.
La noche clara, saturada de los aromas de las hierbas, cobraba vida con el susurro de las bestezuelas al deslizarse y los gritos de las aves nocturnas. Veda y Dar Veter caminaban con cuidado, temerosos de caer en alguna madriguera invisible o de hundirse en una quebrada de la tierra seca. Los penachos de las estipas plumosas cosquilleaban en los tobillos. Dar Veter escudriñaba atento en las sombras cada vez que los negros cúmulos de los arbustos emergían en la estepa.
Veda rió bajito.
— Quizá hubiera sido conveniente traerse el acumulador y el cable…
— Es usted frívola, Veda — replicó bonachón Dar Veter —. ¡Más frívola de lo que yo creía!
La joven mujer se puso seria de pronto.
— He sentido su protección de un modo demasiado intenso…
Y empezó a hablar — mejor dicho, a pensar en voz alta — acerca de las futuras actividades de su grupo expedicionario. La primera etapa de los trabajos, en los túmulos de la estepa, había terminado ya; sus colaboradores volvían a sus ocupaciones anteriores o dirigíanse a otras nuevas. En cuanto a Dar Veter, estaba libre, por no haber elegido otro trabajo, y podía seguir a su amada. A juzgar por las noticias que habían llegado a su conocimiento, Mven Mas se desenvolvía bien. Pero aun en el caso de que el trabajo marchase mal, el Consejo de Astronáutica no restituiría tan pronto a Dar Veter en aquel cargo. En la Era del Gran Circuito no se consideraba provechoso mantener a la gente largo tiempo en la misma labor. Ello embotaba lo más preciado del ser humano: la inspiración creadora, y únicamente después de un prolongado intervalo, se podía volver a la anterior ocupación.
— Después de seis años de relación con el Cosmos, ¿no le ha parecido mezquino y monótono nuestro trabajo? — preguntó Veda mientras su mirada, clara y atenta, buscaba la de Dar Veter.