— Ese trabajo no tiene nada de mezquino ni de monótono — replicó Dar Veter —, pero no me proporciona la tensión a que estoy acostumbrado. Me vuelve apacible, demasiado tranquilo, ¡como si me curaran con sueños azules!
— ¿Azules?… — repitió ella, y su entrecortado aliento dijo a Dar Veter más de lo que hubiera podido decirle el invisible arrebol de sus mejillas.
— Yo empezaré a explorar unas antiguas cavernas — añadió Veda, cambiando de tema —. Pero antes hay que formar un nuevo equipo de excavadores voluntarios. Entre tanto, iré a unas excavaciones submarinas; mis compañeros me han llamado para que les ayude.
Dar Veter comprendió y su corazón comenzó a palpitar fuertemente, de alegría. Mas al instante ocultó sus sentimientos en algún recóndito lugar del alma y acudió en ayuda de Veda preguntándole sereno:
— ¿Se refiere usted a las excavaciones de la ciudad sumergida al Sur de Sicilia? Yo he visto cosas magníficas, procedentes de allí, en el Palacio de la Atlántida.
— No, ahora realizamos trabajos en las costas orientales del Mediterráneo, del Mar Rojo y junto al litoral de la India. Búsquedas de los tesoros históricos que se conservan bajo el agua, desde la cultura cretense-hindú hasta el advenimiento de los Siglos Sombríos.
— Lo que se escondía o, con mayor frecuencia, era arrojado al mar cuando se hundían los islotes de civilización al empuje de nuevas fuerzas, poderosas en su bárbara lozanía, ignorantes y despreocupadas, todo eso lo concibo — dijo pensativo Dar Veter, que seguía observando la blanquecina planicie —. Y comprendo también la enorme destrucción de la cultura antigua, cuando los viejos Estados, fuertes por su conexión con la naturaleza, fueron incapaces de cambiar nada en el mundo, de acabar con la esclavitud, cada vez más repugnante y con la capa parasitaria de la sociedad…
— Y entonces, las gentes cambiaron la esclavitud de la Edad Antigua por el feudalismo y la noche religiosa medieval — prosiguió Veda, completando el pensamiento de él —. Mas ¿qué es lo que no entiende?
— No me imagino bien la cultura cretense-hindú.
— Usted no está al corriente de las últimas investigaciones. Huellas de esa cultura se encuentran ahora en una inmensa extensión que, incluyendo la isla de Creta, el Sur de Asia Central y la India del Norte, abarca desde América hasta la China Occidental.
— No suponía que, en tiempos tan remotos, pudiera haber ya escondrijos para los tesoros del arte, como en Cartago, Grecia o Roma.
— Pues venga conmigo y lo verá — dijo Veda en voz baja.
Dar Veter caminaba a su lado, sin responder. Se iniciaba una pendiente suave. Cuando llegaron a lo alto del cerro, Dar Veter se detuvo inesperadamente.
— Gracias por su invitación, iré…
Veda, un poco incrédula, volvió la cabeza, mas en la penumbra de la noche nórdica los ojos de su compañero eran oscuros, impenetrables.
Remontado el declive, las luces resultaron estar muy cerca. Metidas en fanales polarizantes, no esparcían sus rayos y parecían hallarse más lejos de lo que en realidad estaban. La iluminación concentrada testimoniaba un trabajo nocturno. El rumor característico de una corriente de alta tensión se hacía cada vez más intenso. Los contornos de unas vigas caladas brillaban con argentados reflejos a la luz de las altas lámparas azules.
Un prolongado bramido los hizo detenerse: el robot de protección se había puesto en funcionamiento.
— ¡Peligro, tiren a la izquierda, no se acerquen a la línea de postes! — gritó el altavoz invisible.
Ambos torcieron sumisos hacia un grupo de casitas blancas, transportables.
— ¡No miren en dirección al campo! — continuó, solícito, el autómata.
Las puertas de dos casitas se abrieron a un tiempo, y dos haces de luz, cruzados, se tendieron sobre el oscuro camino. Varios hombres y mujeres acogieron cordiales a los caminantes, asombrándose de que utilizaran un medio de locomoción tan primitivo, y de noche por añadidura.
La estrecha cabina — donde se entrecruzaban unos chorrillos de agua aromosa, saturada de gas y electricidad, que cosquilleaba en la piel, punzantes y juguetones — era un lugar placentero.
Los caminantes, refrescados y lozanos, volvieron a encontrarse en el comedor.
— ¡Veter, querido, estamos entre colegas!
Veda escanció una bebida dorada en unas alargadas copas, que al momento se empañaron del frescor.
— ¡»Diez tonos»! — exclamó jubiloso, tendiendo la mano hacia su copa.
— Señor vencedor del toro, se está usted volviendo salvaje en la estepa — protestó Veda —. Le estoy comunicando unas interesantes noticias, ¡y usted no piensa más que en el ágape!
— ¿Excavaciones, aquí? — inquirió dudoso Dar Veter.
— Sí, pero no arqueológicas, sino paleontológicas. Se estudian los animales fósiles de la época permiana, que se remonta a doscientos millones de años. Un espanto en comparación con nuestros pobres milenios…
— ¿Y los estudian directamente, sin desenterrarlos? ¿Cómo es eso?
— Sí, directamente. Pero yo misma no sé aún cómo se hace.
Uno de los que estaban sentados a la mesa, hombre enjuto, de rostro amarillento, terció en la conversación:
— Ahora, nuestro grupo releva a otro. Acabamos de terminar las operaciones preliminares y vamos a comenzar la radiografía…
— ¿Con rayos duros? — conjeturó Dar Veter.
— Si no están ustedes muy cansados, les recomiendo que vean los trabajos. Mañana desplazaremos la plataforma, y eso no ofrecerá ya interés.
Veda y Dar Veter aceptaron con alegría. Los hospitalarios anfitriones se levantaron de la mesa y llevaron a los huéspedes a la casa de al lado. Allí, en unos nichos, con esferas indicadoras sobre cada uno de ellos, había unos trajes de protección.
— La ionización de nuestros potentes tubos es muy grande — dijo en tono de disculpa una mujer alta, un poco cargada de espaldas, en tanto ayudaba a Veda a ponerse el traje de compacto tejido y el casco transparente y le ajustaba a la espalda unas bolsas con baterías.
A la luz polarizada, cada montículo de la ondulada estepa se perfilaba con una nitidez extraña. Más allá del campo, cercado en cuadro por unas finas varillas metálicas, oyóse como un gemido sordo. El terreno se abombó y hendióse formando un embudo, de cuyo centro emergió un cilindro refulgente de afilada punta cónica. Una rosca surcaba su pulida superficie y en su extremo anterior giraba una complicada electrofresa de un metal azulenco. El cilindro se alzó por encima de los bordes del embudo, dio la vuelta, mostrando las paletas posteriores, agitadas por rápido movimiento, y empezó a hundirse de nuevo, unos metros más allá del embudo, hincando perpendicularmente su reluciente punta en la tierra.
Dar Veter observó que dos cables seguían al cilindro: uno aislado y el otro sin recubrir, reluciente. Veda le tiró de la manga y señaló con la mano hacia delante, pasada la cerca de varillas de magnesio. Otro cilindro, igual al primero, surgió de la tierra; luego, con el mismo movimiento, basculó hacia la izquierda y desapareció en el terreno como si se hubiera sumergido en el agua. El hombre de tez amarilla les hizo señas de que se apresurasen.
— Lo he reconocido — dijo en voz baja Veda, apretando el paso para alcanzar al grupo —. Es Liao Lan, un paleontólogo que ha descubierto el enigma de cómo se había poblado el continente asiático en la era paleozoica.
— ¿Es de origen chino? — preguntó Dar Veter al recordar la mirada de sus ojos negros, estrechos y un poco oblicuos —. Da vergüenza confesarlo, pero no conozco sus trabajos.
— Ya veo que no está usted fuerte en paleontología terrestre — repuso Veda —.
Seguramente conocerá mejor la de otros mundos siderales.
Por la memoria de Dar Veter empezaron a desfilar raudas innumerables formas de vida: millones de raros esqueletos en las profundidades de la tierra rocosa de diversos planetas, vestigios de tiempos inmemoriales, ocultos en los estratos de cada mundo habitado. Eran recuerdos de un remoto ayer recogidos por la propia naturaleza antes de la aparición del ser pensante, que poseía, a más de la facultad de rememorar, la de reproducir las cosas olvidadas…