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Estaban ya sobre una pequeña plataforma sujeta al extremo de un medio arco calado, vertical. En el centro del suelo había una gran pantalla mate. Las ocho personas tomaron asiento en unos bancos bajos, colocados en torno a la pantalla, y quedaron silenciosas, expectantes.

— Ahora terminarán los «topos» su faena — anunció Liao Lan —. Como ustedes habrán adivinado, ellos pasan a través de las rocas el cable desnudo y tejen una red metálica.

Los esqueletos de animales fósiles yacen dentro de la porosa capa de asperón, a una profundidad de catorce metros. Más abajo, a diecisiete metros, toda la superficie está cubierta por la red metálica, conectada a unos inductores de gran potencia. Ello crea un campo reflector que lanza los rayos X a la pantalla, donde aparece la imagen de los huesos fosilizados.

Dos grandes bolas metálicas giraron sobre sus enormes soportes. Encendiéronse los proyectores y el bramido de la sirena anunció peligro. Una corriente continua de un millón de voltios expandió el frescor del ozono, dando a los contactos, aisladores y suspensiones un resplandor azulado.

Con aparente descuido, Liao Lan daba vuelta a las manijas y oprimía los botones del cuadro de comando. La gran pantalla se esclarecía cada vez más, y en sus profundidades iban pasando lentas unas siluetas confusas, diseminadas por el campo visual. Cesó el movimiento, y los borrosos contornos de una gran mancha ocuparon casi toda la pantalla, precisándose.

Unas cuantas manipulaciones más en el cuadro de comando, y ante los espectadores apareció el esqueleto de un ser desconocido, rodeado de una tenue aureola. Las anchas garras ganchudas estaban recogidas bajo el cuerpo, la larga cola se enrollaba en anillo.

Saltaba a la vista el extraordinario grosor y tamaño de los huesos, de dilatados extremos retorcidos y apófisis para la inserción de los poderosos músculos. El cráneo, con las mandíbulas apretadas, dejaba al descubierto los enormes dientes delanteros. Visto desde arriba, el monstruo tenía el aspecto de una mole ósea de superficie desigual, llena de hoyos. Liao Lan cambió la distancia focal y amplió la imagen: toda la pantalla fue ocupada por la cabeza de un reptil antediluviano que había vivido, hacía doscientos millones de años, en las orillas del río que existía allí entonces.

Las paredes de la bóveda craneana tenían como mínimo veinte centímetros de espesor. Sobre las órbitas, las cavidades temporales y las protuberancias de los parietales se destacaban unas excrecencias óseas. En el occipucio se alzaba un gran cono con la enorme cuenca de la mollera. Liao Lan dio un fuerte suspiro de admiración.

Dar Veter miraba con fijeza la desgarbada osamenta del antiquísimo animal. El acrecentamiento de la fuerza muscular originaba el engrosamiento de los huesos, sometidos a una pesada carga, mientras que el aumento de peso del esqueleto requería un nuevo reforzamiento de los músculos. Aquella dependencia directa, propia de los organismos primitivos, llevaba el desarrollo de multitud de animales a un callejón sin salida, hasta que algún perfeccionamiento fisiológico importante les permitía suprimir las viejas contradicciones y elevarse a un grado superior de evolución. Parecía increíble que tales seres pudieran encontrarse entre los ascendientes del hombre, cuyo cuerpo magnífico era de una movilidad y una destreza extraordinarias.

Dar Veter observaba los abultados arcos superciliares, reveladores de la obtusa ferocidad del reptil permiano, y comparaba aquello con la grácil Veda, de ojos claros que brillaban en un rostro vivaracho e inteligente… ¡Qué inmensa diferencia en la organización de la materia viva! Sin querer, miró de reojo tratando de distinguir bajo el casco las facciones de Veda, y cuando se volvió de nuevo hacia la pantalla, ya había en ella otra imagen. Era el cráneo, ancho, parabólico y liso como un plato, de un anfibio, de una antigua salamandra condenada a yacer en el agua turbia y cálida de un tremedal permiano en espera de que algo comestible se acercase a conveniente distancia.

Entonces, con rápida arrancada, atrapaba la presa, chascaba la bocaza al cerrarse… y de nuevo, la inmovilidad paciente, infinita, absurda. Dar Veter sentía una irritación imprecisa; aquellas pruebas de la interminable y cruel evolución de la vida le abatían. Enderezóse, y Liao Lan, al advertir su estado de ánimo, les propuso que volviesen a la casa, a descansar un rato. Veda, cuya curiosidad era insaciable, apartó con esfuerzo sus ojos de la pantalla cuando vio que los científicos se apresuraban a conectar las máquinas para el fotografiado electrónico y la grabación sonora, simultáneos, a fin de economizar la potente energía.

Poco después, Veda se echaba en un ancho diván de la sala de la casita destinada a las mujeres. Dar Veter, antes de acostarse, paseó un rato por la llana plazoleta, frente a la casa, evocando las impresiones de la jornada.

La mañana norteña había lavado con su rocío la polvorienta hierba. El impasible Liao Lan, al volver de su trabajo nocturno, invitó a los huéspedes a ir al aeródromo cercano en un «elf», pequeño automóvil de acumuladores. La base de aviones saltadores de retropropulsión se encontraba sólo a cien kilómetros al Sudeste, en el delta del Trom Yugán. Veda pidió que la pusieran en comunicación con su grupo expedicionario, pero resultó que en las excavaciones no había una emisora lo bastante potente. Desde que nuestros antepasados comprendieron el daño de las emanaciones radiactivas y establecieron un régimen estricto, las emisiones dirigidas requerían aparatos mucho más complicados, especialmente para las conversaciones a larga distancia. Además, el número de estaciones se había reducido de modo considerable. Liao Lan decidió enlazar con la torre-observatorio de ganaderos más próxima. Estas torres comunicaban entre sí por medio de emisiones dirigidas y podían transmitir cualquier mensaje a la estación central de su región. La joven practicante que conducía el «elf» y debía regresar con él al campo de los paleontólogos aconsejó a los viajeros que pasasen por la torre, y así podrían hablar ellos mismos por el televisófono (TVF). Dar Veter y Veda aceptaron de muy buena gana. El fuerte viento levantaba a un lado nubéculas de polvo y azotaba los cortos y espesos cabellos de la joven chófer. Apenas cabían en el asiento, de tres plazas, pues el gran cuerpo del ex director de las estaciones exteriores dejaba a sus compañeras menos espacio. La fina silueta de la torre de observación se columbraba imprecisa en el despejado cielo azul. Pronto, el «elf» se detuvo a la entrada de la torre, cuyas patas metálicas, muy abiertas, sostenían una marquesina de plástico, bajo la que estaba parado otro coche igual. La caja del ascensor atravesaba la marquesina por su centro. La diminuta cabina los subió por turno, pasando por el piso dedicado a vivienda, hasta la cima, donde fueron recibidos por un joven tostado por el sol y casi desnudo. La súbita turbación de la resuelta muchacha chófer indicó a Veda que la sagaz propuesta de aquella paleontólogo de cortos cabellos tenía raíces más profundas… La redonda pieza, de paredes de cristal, oscilaba sensiblemente, mientras la ligera torre vibraba, con monótono sonido, como una cuerda tensa. El techo y el suelo estaban pintados de color oscuro. A lo largo de las ventanas, había unos estrechos tableros con prismáticos, máquinas calculadoras y cuadernos de apuntes. Desde aquella altura de noventa metros se divisaba un enorme sector de la estepa, hasta los límites de visibilidad de las torres vecinas. Desde allí se observaban de continuo los ganados y se hacía el cómputo de las reservas de forraje. Formando círculos concéntricos verdes, resaltaba en la estepa el laberinto de las empalizadas bordeando las sendas por las que, dos veces al día, era conducido el ganado lechero. La leche, que no se agriaba nunca como la de las gacelas africanas, era recogida y congelada allí mismo, en unos frigoríficos subterráneos donde podía conservarse largo tiempo. La conducción del ganado se efectuaba con ayuda de unos «elfes» adjuntos a cada torre. Los observadores podían estudiar durante las guardias; por ello, en su mayoría, eran aún alumnos. El joven ligero de ropa llevó a Veda y a Dar Veter, por una escalera de caracol, al piso destinado a vivienda que, sujeto por unas vigas cruzadas, pendía unos metros más abajo. Aquel local estaba dotado de paredes aislantes, impenetrables al sonido, y los viajeros se encontraron en completo silencio. Tan sólo el constante balanceo les recordaba que la estancia se hallaba a una altura peligrosa a la menor imprudencia.