Otro muchacho estaba trabajando precisamente en el puesto de radio. El complicado peinado y el policromo vestido de su interlocutora, reflejada en la pantalla, revelaban que estaba comunicando con la estación central, pues los trabajadores de la estepa llevaban ligeros monos cortos. La muchacha de la pantalla enlazó con la red de circunvalación, y poco después, en el TVF de la torre, apareció la cara triste y la figura menudita de Miiko Eygoro, la primera ayudante de Veda Kong. Sus ojos, oscuros y oblicuos como los de Liao Lan, reflejaron gozoso asombro, mientras su pequeña boca se entreabría de la sorpresa. Un segundo más tarde, su rostro se tornaba de nuevo impasible y sólo denotaba sostenida atención. Cuando Dar Veter volvió a la cima de la torre, sorprendió a la muchacha paleontólogo en animada charla con el primer joven, y salió al balcón circular que rodeaba la estancia de cristal. El húmedo frescor de la mañana había sido sustituido hacía tiempo por el bochorno del mediodía que quitaba brillantez a los colores y allanaba los pequeños accidentes del terreno. La estepa se extendía ancha y libre bajo un cielo cálido y límpido. A Dar Veter le acometió otra vez la confusa nostalgia del Norte, de las tierras húmedas de sus antepasados. Acodado en la barandilla del movedizo balcón, el ex director de las estaciones exteriores percibía, con más fuerza que nunca, la realización de los sueños de los antiguos. Los rigores de la naturaleza habían sido rechazados hacia el Norte, muy lejos, por la mano del hombre, y el calor vivificante del Sur expandíase por aquellas llanuras ateridas en un tiempo bajo las frías nubes.
Veda Kong entró en la habitación de cristal y anunció que el operador de la radio se encargaría de llevarlos a su destino. La muchacha de los cabellos cortos dirigió a la historiadora una larga mirada de agradecimiento. A través de la transparente pared, se veía la ancha espalda de Dar Veter, abismado en la contemplación.
— ¿Piensa usted — oyó tras él — tal vez en mí?
— No, Veda. Estaba pensando en un postulado de la antigua filosofía hindú, que dice:
El mundo no ha sido creado para el hombre, y éste sólo se hace grande cuando comprende todo el valor y la belleza de otra vida, de la vida de la naturaleza…
— No le entiendo, eso es incompleto.
— ¿Incompleto? Quizá. Yo añadiría que sólo al hombre le ha sido dada la facultad de comprender no sólo la belleza de la vida, sino sus lados duros, sombríos. ¡Y únicamente él es capaz de soñar y crear una vida mejor!
— Ahora sí le he entendido — dijo Veda en voz baja. Y luego de una larga pausa, agregó —: Ha cambiado usted, Veter.
— Claro que he cambiado. Han sido cuatro meses removiendo con una simple pala las pesadas piedras y los troncos medio podridos de sus túmulos. Y sin querer, empieza uno a mirar a la vida más simplemente y a apreciar sus sencillas alegrías…
— No bromee, Veter — repuso Veda, con ceño —. Le estoy hablando en serio. Cuando yo le conocí gobernando toda la fuerza de la Tierra, hablando con mundos lejanos… Allí, en sus observatorios, parecía usted un ser sobrenatural de la antigüedad, ¡un dios! como decían nuestros antepasados. Pero aquí, en nuestro modesto trabajo, igualado a otros muchos, usted… — Veda no terminó la frase.
— Yo ¿qué? — inquirió con curiosidad —. ¿He perdido mi grandeza? Entonces, ¿qué habría dicho si me hubiera visto antes de mi traslado al Instituto de Astrofísica, cuando era maquinista de la Vía Espiral? ¿En esa profesión hay también menos grandeza? ¿O al verme de mecánico de cosechadoras de frutos en los trópicos?
Veda dio suelta a una sonora risa.
— Voy a descubrirle un secreto de mi adolescencia. Cuando yo estaba en la escuela del tercer ciclo, mi ideal era el maquinista de la Vía Espiral. No me imaginaba a nadie más poderoso que él —… Mire, ahí viene el operador de la radio. ¡En marcha, Veter!
Antes de tomar a bordo a Veda y Dar Veter, el aviador preguntó una vez más si su estado de salud les permitiría soportar la brusca aceleración del aparato saltador. Siempre cumplía estrictamente estas instrucciones. Cuando hubo recibido por segunda vez afirmativa respuesta, instaló a ambos en los profundos sillones, situados en la transparente proa del avión, parecido a una gigantesca gota de agua. Veda se sentía muy incómoda, pues los asientos estaban muy echados hacia atrás en la alzada carlinga.
Resonó vibrante el gong, anunciando la partida. Un poderoso resorte lanzó el aparato poniéndolo en posición casi vertical, y el cuerpo de Veda se hundió lentamente en el sillón como en un líquido elástico. Dar Veter volvió con esfuerzo la cabeza para dirigir a su compañera una animadora sonrisa. El piloto puso en marcha el motor. Oyóse un prolongado rugido, una gran pesantez se expandió por todo el cuerpo, y el aparato gotiforme salió disparado, trazando en el aire un arco a veintitrés mil metros de altura.
Parecían haber transcurrido solamente unos minutos, cuando los viajeros, débiles las piernas, descendían ya del avión frente a sus casitas de la estepa cercana al Altai, mientras el aviador agitaba la mano indicándoles que se alejasen más. Dar Veter dedujo que allí, a diferencia de en la base, a falta de catapulta, habría que despegar directamente de la tierra. Tomando a Veda de la mano, corrió hacia Miiko Eygoro, que salió presurosa a su encuentro. Las dos mujeres se abrazaron, como después de una larga separación.
Capítulo V. UN CABALLO EN EL FONDO DEL MAR
El mar estaba tibio, cristalino, apenas ondulado por las olas, de un color glauco, de espléndido fulgor. Dar Veter se adentró en él y, con el agua al cuello, abrió los brazos para mantenerse en pie sobre el fondo en declive. Al mirar a la refulgente lejanía, por encima del lomo de las suaves olas, le pareció de nuevo que se diluía en el agua convirtiéndose en parte integrante del inmenso líquido elemento. Traía al mar una pena escondida en el alma desde hacía tiempo: el dolor de la separación del Cosmos, con su apasionante grandeza y su océano de conocimientos e ideas, el pesar de la falta de aquella dedicación austera de cada día de la vida. Su existencia transcurría de un modo muy distinto. El amor creciente a Veda embellecía las jornadas de trabajo inhabitual, atenuando las nostalgias de un cerebro acostumbrado al libre pensamiento y excelentemente entrenado en la labor. Con entusiasmo de colegial, se abismaba en las investigaciones históricas. El río del tiempo, reflejado en su mente, le ayudaba a sobrellevar el cambio de vida. Agradecía a Veda que, con un tacto digno de ella, hubiera organizado aquellos viajes en giróptero por un país transformado por el trabajo del hombre. Y cuanto había perdido se tornaba pequeño en la magnitud de las labores terrenales, como en la inmensidad del mar. Dar Veter se resignaba a lo irreparable, que suele ser lo más difícil de aceptar…
Una voz dulce, casi infantil, le llamó. Dar Veter reconoció a Miiko y, echando atrás los brazos, tendióse boca arriba sobre la superficie, en espera de la pequeña muchacha. Ella, de un rápido salto, se tiró al mar. De sus cabellos, negros como la endrina, caían gruesas gotas, mientras su cuerpo tomaba bajo la translúcida capa de agua un matiz verdoso.