— Miiko, eso es difícil. Volvamos a la playa. Tomaremos unos aparatos de buceo y una lancha.
— ¡No, no! Quiero hacerlo yo misma. Ahora. Será una victoria mía, y no de los aparatos. Luego llamaremos a todos.
— Pero ¡yo voy con usted! — decidió Dar Veter, agarrando su pedrusco.
Miiko sonrió.
— Tome una más pequeña. Ésta. ¿Y la respiración?
Dar Veter, sumiso, hizo los ejercicios y se tiró al mar con el pedrusco en las manos. El agua le golpeó en la cara y lo volvió de espaldas a Miiko, oprimiéndole el pecho con un dolor sordo que repercutía en los oídos. Se sobrepuso a él apretando las mandíbulas y poniendo todos sus músculos en tensión. La penumbra, gris y fría, se hacía más densa allí abajo; la alegre luz del día se apagaba rápidamente. La fuerza gélida y hostil del fondo le dominaba, sentía mareos y unas punzadas en los ojos. De pronto, la firme mano de Miiko le tocó el hombro, y sus pies rozaron la compacta arena, de tenues reflejos argentados. Al volver la cabeza con esfuerzo hacia donde le indicaba la muchacha, se tambaleó de la sorpresa y soltó el pedrusco; al momento, fue lanzado hacia arriba.
Envuelto en roja neblina, sin ver nada, no recordaba cómo había salido a la superficie.
Convulso, intentó recobrar la respiración normal. Poco después, los efectos de la presión submarina desaparecieron y en su memoria resurgió lo que había visto. ¡Cuántos detalles habían captado sus ojos y recogido su cerebro en un solo instante!
Las negras cumbres de dos rocas se juntaban formando gigantesca ojiva bajo la cual se erguía la figura de un caballo de colosales dimensiones. Ni una alga ni una concha se habían adherido a la pulida superficie de la estatua. El ignoto escultor, deseoso ante todo de representar la fuerza, había agrandado la parte anterior del cuerpo, ensanchando desmesuradamente el pecho del bruto, y elevado su combado cuello. La pata delantera izquierda estaba alzada y avanzaba la redonda rodilla doblada, mientras el enorme casco casi tocaba su pecho. Las otras tres patas se afianzaban tensas en el suelo, dando la impresión de que el caballo iba a abatirse sobre el que lo observaba y a aplastarle con su fantástico peso. Sobre el combado cuello se erizaban las crines, semejantes a crestas montañeras, la cabeza casi se apoyaba en el pecho, y bajo la agachada frente miraban amenazadores los ojos, con un rencor maligno reflejado también en las pequeñas orejas, pegadas a la testa de aquel pétreo monstruo.
Cerciorada de que Dar Veter había recobrado ya el aliento, Miiko le dejó tendido sobre la lisa piedra y se zambulló de nuevo en el agua. Por fin, cansada de las profundas inmersiones y contenta del soberbio hallazgo, la muchacha se sentó al lado de su compañero y permaneció callada largo rato, junto a él, hasta que la respiración se hizo normal.
— Sería interesante saber cuántos años tiene esa estatua — dijo Miiko pensativa.
Dar Veter se encogió de hombros al recordar lo que más le había sorprendido.
— ¿Por qué el caballo no está cubierto de algas y conchas?
Miiko se volvió hacia él con rapidez.
— ¡En efecto! Yo he visto ya hallazgos semejantes. Resultó que habían sido recubiertos de una sustancia que impedía la adherencia a ellos de seres vivos. Por consiguiente, la estatua debe de ser de fines del último siglo de la Era del Mundo Desunido.
En el mar, entre la orilla y el islote, apareció un nadador. Al acercarse, alzóse un poco del agua y saludó afectuoso, agitando las manos. Dar Veter vio el ancho pecho y la reluciente piel oscura de Mven Mas. Poco después, la alta figura negra trepaba a la roca y una sonrisa plena de bondad iluminaba el mojado rostro del nuevo director de las estaciones exteriores. Saludó a la pequeña Miiko con una rápida inclinación de cabeza y a Dar Veter con amplio y natural ademán.
— Ren Boz y yo hemos venido, por un día, a pedirle consejo.
— ¿Ren Boz?
— Es un físico de la Academia de los Límites del Saber…
— Le conozco un poco. Trabaja en la esfera de las relaciones mutuas entre el espacio y el campo. ¿Dónde lo ha dejado usted?
— En la orilla. Él no nada tan bien como usted, al menos…
Un ligero chapoteo interrumpió las palabras de Mven Mas.
— ¡Voy a ver a Veda! — gritó Miiko desde el agua.
Dar Veter sonrió cariñoso a la muchacha.
— ¡Lleva un descubrimiento! — le explicó a Mven Mas, y empezó a contarle el hallazgo del caballo submarino.
El africano le oía sin interés. Sus largos dedos palpaban el mentón. Y Dar Veter leyó en sus ojos inquietud y esperanza.
— ¿Tiene usted alguna preocupación seria? Entonces, ¿a qué demorar el asunto?
Mven Mas aprovechó la invitación. Sentado al borde de la roca, sobre el abismo que ocultaba el enigmático caballo, comenzó a hablar de sus terribles dudas. Su entrevista con Ren Boz no había sido casual. La visión del magnífico mundo de la Épsilon del Tucán no le abandonaba ni un instante. Y desde aquella noche acariciaba una ilusión:
aproximarse a aquel mundo, venciendo a toda costa la enorme distancia que le separaba de él. Para que la emisión y recepción de informaciones, señales y vistas no requiriesen ya seiscientos años, plazo inaccesible para la vida humana. Sentir el pulso y el aliento de aquella vida hermosa, tan análoga a la nuestra, tender la mano a nuestros hermanos de allá, a través de la inmensidad del Cosmos. Mven Mas había concentrado toda su atención en el estudio de los problemas no resueltos y de los ensayos no terminados que venían realizándose, desde hacía ya mil años, en la investigación del espacio como función de la materia. El problema que soñaba Veda Kong la noche de su primera intervención por el Gran Circuito…
En la Academia de los Límites del Saber, dirigía esas investigaciones Ren Boz, joven físico-matemático. Su entrevista con Mven Mas y la amistad ulterior entre ambos eran debidas a la comunidad de afanes.
Ren Boz consideraba que el problema estaba ya lo suficientemente estudiado para pasar a la experimentación. El ensayo, como todo lo relativo a las dimensiones cósmicas, no podía ser efectuado en laboratorio. La magnitud de la cuestión exigía un experimento en gran escala. Ren Boz había llegado al convencimiento de que era preciso hacerlo por medio de las estaciones exteriores, utilizando toda la energía terrestre, incluso la estación de reserva de energía Qui, de la Antártida.
Al mirar con fijeza a Mven Mas y ver sus febriles ojos y el temblor de las aletas de su nariz, Dar Veter tuvo la sensación del peligro.
— ¿Usted necesita saber qué haría yo en su lugar? — formuló tranquilo la decisiva pregunta.
Mven Mas asintió con la cabeza y se pasó la lengua por los resecos labios.
— Yo no realizaría el experimento — manifestó Dar Veter, recalcando las palabras, indiferente a la mueca de dolor del africano, tan fugaz, que habría pasado inadvertida a un interlocutor menos atento.
— ¡Me lo figuraba! — exclamó impetuoso Mven Mas.
— Entonces, ¿por qué daba importancia a mi consejo?
— Creía que conseguiríamos convencerle.
— Bueno, ¡pues inténtenlo! Vayamos a la orilla a reunimos con los camaradas.
Seguramente, estarán preparando los aparatos de buceo para ver el caballo.
Veda cantaba, acompañada de dos voces femeninas desconocidas.
Al divisar a los nadadores, los llamó, infantil, con la mano. La canción se interrumpió.
Dar Veter reconoció a una de las mujeres: era Evda Nal. Por primera vez la veía sin la blanca bata de médico. Su esbelta figura se destacaba por la blancura de la piel, no tostada aún del sol. Por lo visto, la famosa psiquiatra había estado muy ocupada últimamente. Sus cabellos, negros como la endrina, partidos por una raya en medio, estaban recogidos junto a las sienes. Los pómulos salientes sobre las mejillas un poco hundidas destacaban los ojos alargados, negros, de penetrante mirada. Su rostro recordaba vagamente a una esfinge del antiguo Egipto, aquella que, desde tiempos inmemoriales, estuviera en un extremo del desierto ante las pirámides, tumbas de los faraones del más antiguo Estado de la Tierra. Diez siglos después de que el desierto hubiese desaparecido, sobre las arenas rumoreaban bosquecillos y vergeles, y la esfinge estaba cubierta por un gran fanal que no ocultaba los hoyos de su cara, roída por el tiempo.