Dar Veter, recordando que Evda Nal descendía de peruanos o de chilenos, la saludó a la manera antigua de los sudamericanos adoradores del Sol.
— El trabajo con los historiadores le ha sido provechoso — bromeó Evda —. Debe darle las gracias a Veda…
Dar Veter se volvió presuroso hacia su encantadora amiga, pero ella le tomó del brazo y le condujo adonde estaba una mujer completamente desconocida.
— ¡Le presento a Chara Nandi! Todos nosotros somos huéspedes suyos y del pintor Kart San, pues ellos viven aquí desde hace ya un mes. Su estudio ambulante se encuentra al fondo de la ensenada.
Dar Veter tendió la mano a la joven mujer, que le miraba con sus azules ojazos. Por un instante, quedó suspenso de admiración: había en aquella mujer algo que la diferenciaba de todas las demás. Estaba en pie entre Veda Kong y Evda Nal, cuya belleza, pulida por un intelecto preclaro y una larga labor reglamentada de investigación científica, palidecía, sin embargo, ante la maravillosa y radiante hermosura de la desconocida.
— Su nombre se parece algo al mío — comentó Dar Veter.
Las comisuras de los pequeños labios temblaron de la contenida risa.
— Sí, lo mismo que usted a mí.
Dar Veter miró por encima de la abundante cabellera negra, espesa, reluciente y un poco ondulada, de la joven mujer y dirigió a Veda una ancha sonrisa.
— Veter, usted no sabe decir galanterías a las mujeres — dijo Veda picara, ladeada la cabeza.
— ¿Es preciso eso ahora, cuando ha desaparecido la necesidad del engaño?
— Es preciso — terció en la conversación Evda Nal —. ¡Y lo será siempre!
— Mucho me agradaría que me lo explicasen — repuso Dar Veter, frunciendo levemente el entrecejo.
— Dentro de un mes, pronunciaré mi discurso de otoño en la Academia de las Penas y de las Alegrías. En él hablaré mucho de la importancia de las emociones directas… — y Evda Nal hizo una inclinación de cabeza a Mven Mas, que se acercaba.
El africano, según su costumbre, caminaba a pasos iguales, silenciosos. Dar Veter observó que las mejillas morenas de Chara se teñían de vivo arrebol, como si el sol de que estaba impregnado todo su cuerpo asomase, de súbito, a través de la bronceada piel.
Mven Mas saludó con indiferencia.
— Voy a traer a Ren Boz. Está sentado sobre aquella piedra.
— Vayamos allí — propuso Veda —, y al encuentro de Miiko, que ha ido en busca de los aparatos. Chara Nandi, ¿nos acompaña usted?
La muchacha negó con la cabeza.
— Ya viene mi dueño y señor. El sol se ha puesto, pronto empezará el trabajo…
— Es penoso posar, ¿verdad? — preguntó Veda —. ¡Una verdadera hazaña! Yo no podría.
— Yo también creía lo mismo. Pero cuando la idea del pintor apasiona, participa una misma en la creación. Busca el modo de encarnar la imagen… ¡En cada movimiento o línea hay millares de matices! Y hay que atraparlos como los sonidos fugitivos de la música…
— ¡Chara, usted es un tesoro para un pintor!
— ¡Un tesoro! — repitió una fuerte voz de bajo, interrumpiendo a Veda —. ¡Si supieran cómo lo encontré!.. ¡Es algo increíble! — y el pintor Kart San agitó en alto el puño poderoso. Sus claros cabellos se esparcieron al viento, su atezado rostro enrojeció.
— Acompáñenos, si tiene tiempo — le rogó Veda —, y nos lo contará.
— Yo soy mal narrador. Sin embargo, esto es interesante. Me ocupo de la reconstitución de diversos tipos raciales existentes en la antigüedad, hasta la misma Era del Mundo Desunido. Después del éxito de mi cuadro «La hija de Gondwana», ardía en deseos de crear otro tipo racial. La belleza del cuerpo es la mejor expresión de una raza a través de generaciones de vida sana y pura. Antiguamente, cada raza tenía su ideal, su canon de belleza, que se venía estableciendo ya desde los tiempos del salvajismo. Tal es la concepción que tenemos de esto los pintores, a quienes se nos considera rezagados de las cimas de la cultura… Así se nos debió de considerar siempre, incluso en las cavernas de la Edad de Piedra. Pero me estoy desviando del tema… Concebí un cuadro titulado «La hija de Tetis», mejor dicho, del Mediterráneo. Me asombraba que en los mitos de la Grecia antigua, de Creta, de Mesopotamia, de América, de la Polinesia, los dioses procedieran del mar. ¿Hay algo más maravilloso que el mito heleno de Afrodita, la diosa del Amor y la Belleza de los antiguos griegos? Hasta su propio nombre:
Afrodita Anadiómene, nacida de la espuma, emergida del mar… ¡Una diosa que nació de la espuma fecundada por el fulgor de las estrellas sobre el mar, en la noche! ¿Qué pueblo ha inventado algo más poético?…
— Del fulgor de las estrellas y la espuma del mar — repitió en un susurro Chara. Veda Kong miró con disimulo a la muchacha.
Su perfil neto, como tallado en madera o en piedra, evocaba los pueblos antiguos. La nariz, pequeña y recta, ligeramente redondeada; la frente, un poco inclinada hacia atrás; el tesonero mentón y, en particular, la gran distancia entre la nariz y la oreja, todos los rasgos característicos de los viejos moradores de la cuenca del Mediterráneo estaban reflejados en el rostro de Chara.
Veda la examinó discretamente, de pies a cabeza, y decidió que todo en ella era un poco «excesivo». La piel, demasiado tersa; el talle, demasiado fino; las caderas, demasiado anchas… Manteníase muy erguida, lo que destacaba su busto firme. Tal vez fuera aquella acentuación lo que buscaba el artista.
Mas cuando una barrera rocosa le cerró el paso, Veda cambió de opinión inmediatamente: Chara Nandi saltaba de piedra en piedra con la ligereza y gracia de una bailarina.
«Sin duda, hay en sus venas sangre india — pensó Veda —. Se lo preguntaré luego…» — Para crear «La hija de Tetis» — continuó el pintor —, necesitaba familiarizarme con el mar, habituarme a él por entero, pues mi cretense deberá salir del mar como Afrodita, pero de manera que todos lo comprendan. Cuando me disponía a pintar «La hija de Gondwana», trabajé tres años en una explotación forestal del África Ecuatorial. Terminado el lienzo, me puse a trabajar de mecánico en una motora postal, y estuve repartiendo el correo, a través del Atlántico, durante dos años. Llevaba la correspondencia a todas esas factorías pesqueras, salinas y fábricas de sustancias albuminoideas que se encuentran allí, flotando sobre enormes balsas metálicas.
«Una tarde, yo conducía la motora por el Atlántico central, al Oeste de las Azores, donde una contracorriente se junta con la corriente septentrional. Allí corren siempre grandes olas, una tras otra, tremendas, como cadenas montañosas. Mi lancha motora tan pronto se lanzaba contra las nubes bajas, como volaba sobre las simas que se abrían entre las olas. Rugía la hélice; yo estaba de pie en el alto puente, junto al timonel. Y de pronto… ¡Nunca lo olvidaré!
«Imagínense, una ola más grande que las otras venía rauda a nuestro encuentro. Y en su lomo, bajo las mismas nubes compactas y cernidas, de un color rosáceo con nacarados reflejos, se alzaba una muchacha cuyo cuerpo parecía de bronce rojizo… La ola avanzaba silenciosa, y ella se deslizaba sola, henchida de orgullo, en medio del océano infinito. Mi motora se elevó a gran altura y pasamos veloces frente a la muchacha, que agitaba la mano saludándonos afectuosa. Entonces advertí que se mantenía sobre un lat, una de esas planchas con acumulador y motor que se gobiernan con los pies.