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— Las conozco — repuso Dar Veter —. Sirven para deslizarse sobre las olas.

— Lo que más me sorprendió fue que, alrededor, no hubiera nada; tan sólo nubes bajas, el mar, desierto en cientos de millas a la redonda, la luz vespertina y la muchacha sobre la ola enorme. Aquella muchacha era…

— ¡Chara Nandi! — exclamó Evda Nal —. Ya me lo suponía… Pero ¿de dónde había salido?

— ¡Claro que no de la espuma y del fulgor de las estrellas! — repuso Chara, dando suelta a su risa, argentina —. De una fábrica de albúminas, simplemente. Nos encontrábamos entonces al borde de la zona de los sargazos, donde se cría la clorella.

Yo trabajaba allí de biólogo.

— Supongámoslo — asintió conciliador Kart San —. Pero desde aquel momento usted fue para mí la hija del Mediterráneo, surgida de la espuma, y el modelo forzoso para mi cuadro. Llevaba esperándola un año entero.

— ¿Nos permite que vayamos a ver el lienzo? — rogó Veda Kong.

— Desde luego, pero no a las horas de trabajo; es mejor por la tarde. Yo pinto muy despacio y no puedo soportar la presencia de nadie mientras estoy creando.

— ¿Emplea usted pinturas?

— Nuestro trabajo ha cambiado poco en los milenios de existencia de la pintura. Las leyes ópticas y el ojo del hombre son los mismos. Se ha agudizado la percepción de algunos matices e inventado las pinturas cromocatóptricas, con reflejos internos, y algunos métodos de armonización de colores. Pero, en general, los pintores de la más remota antigüedad trabajaban como yo. Y en ciertos aspectos, mejor… Hay que tener paciencia, y saber creer; nos hemos vuelto demasiado impetuosos y faltos de fe en nuestra razón. Y para el arte, la ingenuidad es preferible a veces… ¡Bueno, me he puesto a divagar otra vez! Debo marcharme, ya es hora… Vamos, Chara.

Todos se detuvieron para seguir con la mirada al pintor y a su modelo.

— Ahora ya sé quién es — murmuró Veda —. Yo he visto su cuadro «La hija de Gondwana».

— Y yo también — dijeron a un tiempo Evda Nal y Mven Mas.

— ¿De Gondwana, el país de los gonds? — preguntó Dar Veter —. De esa región de la India, ¿verdad?

— No. Del nombre colectivo de los continentes meridionales, del país de la antigua raza negra.

— ¿Y cómo es esa «Hija de los negros»?

— El cuadro es sencillo: ante una llanura de la estepa, a la luz de un sol deslumbrador, una muchacha negra sale de la linde de un amenazador bosque tropical. La mitad de la cara y del cuerpo, firme, como de bronce, está iluminada intensamente; la otra mitad, en densa penumbra. Un collar de blancos colmillos de fiera rodea su alto cuello, lleva los cortos cabellos recogidos sobre la nuca y ceñidos por una corona de flores escarlata. Con la mano derecha alzada, aparta de su camino la última rama de árbol y con la izquierda retira de la rodilla un tallo espinoso. El cuerpo en movimiento, la respiración libre, el vigoroso impulso de la mano revelan la despreocupación de una vida juvenil que se funde con la naturaleza en un todo, siempre móvil como un torrente… Y esta fusión se concibe como un saber, como un conocimiento instintivo del mundo… En los oscuros ojos, dirigidos a la lejanía por encima del mar de hierba azulenca, hacia los vagos contornos de las montañas, se percibe, se siente la inquietud, la espera anhelosa de grandes pruebas en el mundo nuevo que acaba de abrirse ante ella.

Evda Nal calló.

— ¿Y cómo pudo Kart San transmitir todo eso? — preguntó Veda Kong —. Tal vez, por medio de las finas cejas fruncidas, del cuello levemente inclinado hacia adelante, de la nuca, desnuda e indefensa. Sus maravillosos ojos están llenos de la sabiduría de la naturaleza antigua… Y lo más extraño es esa impresión simultánea de fuerza despreocupada, danzarina, y de ansia de conocer.

— ¡Lástima que yo no lo haya visto! — se lamentó Dar Veter, lanzando un suspiro —.

Habrá que ir al Palacio de la Historia. Veo los colores del cuadro, pero no acabo de imaginarme la pose de la muchacha.

— ¿La pose? — repitió Evda Nal, parándose —. Pues mire, aquí tiene a «La hija de Gondwana»… — se quitó de los hombros la toalla, alzó el brazo derecho en arco, echóse un poco hacia atrás y se puso de medio lado hacia Dar Veter. La larga pierna, ligeramente levantada, inició un leve paso que no acabó de dar, y quedó inmóvil rozando la tierra con la punta de los dedos. Y al instante, su flexible cuerpo se transfiguró, pleno de belleza y lozanía.

Todos se habían detenido sin ocultar su admiración. Dar Veter exclamó:

— Evda, ¡yo no me figuraba!.. Es usted peligrosa como la hoja de un puñal medio desnudo.

— Veter, ¡otra vez son torpes sus galanterías! — bromeó Veda riendo —. ¿Por qué «medio» y no «del todo»?

— Tiene perfecta razón — le defendió Evda Nal, ya la misma de antes —. Precisamente, no del todo. Nuestra nueva conocida, la encantadora Chara Nandi, sí que es la hoja refulgente de un puñal completamente desnudo, hablando en el lenguaje épico de Dar Veter.

— ¡Me resisto a creer que alguien pueda compararse con usted! — resonó tras una roca una voz enronquecida.

Evda Nal fue la primera en advertir unos cabellos rojizos, recortados, y unos ojos de un color azul pálido que la miraban extasiados. Nunca había visto ella, en rostro alguno, semejante expresión de arrobamiento.

— Soy Ren Boz — dijo con timidez el pelirrojo, cuando su cuerpo, enjuto, de mediana estatura, se hubo alzado tras el peñasco.

— Le buscábamos — repuso Veda, tomando al físico del brazo —. ¡Aquí tiene a Dar Veter!

Ren Boz se puso colorado, y ello hizo que las abundantes pecas de su cara y cuello se destacaran más.

— Me he entretenido arriba — se disculpó, señalando a la rocosa vertiente —. Allí hay una tumba antigua.

— En ella yace un célebre poeta de tiempos muy remotos — explicó Veda.

— Tiene una inscripción tallada, aquí está — y el físico desplegó una lámina de metal.

Pasó por ella una regla corta, y en la superficie mate fueron apareciendo cuatro líneas de signos azules.

— ¡Oh, son letras europeas! Caracteres empleados hasta la implantación del alfabeto lineal universal. Su forma absurda es heredada de los pictogramas, aún más antiguos.

Pero esta lengua yo la conozco.

— ¡Pues lea, Veda!

— ¡Unos minutos de silencio! — ordenó, y todos se sentaron sumisos en las piedras.

Veda Kong empezó a leer:

«Se apagan con el tiempo, se hunden en el espacio pensamientos, hechos, sueños, barcos… Mas yo me llevo, en mi viaje eterno, ¡lo que la Tierra tiene de más bello!..»

— ¡Magnífico! — exclamó Evda Nal, irguiéndose sobre las rodillas —. Un poeta contemporáneo no hablaría con más claridad de la fuerza del tiempo. Me gustaría saber cuál de los dones de la Tierra consideraba mejor y se llevó consigo, en sus pensamientos, antes de la muerte.

A lo lejos, apareció una canoa, de plástico transparente, con dos personas.

— Son Miiko y Sherlis, un mecánico del lugar. No; me he equivocado — rectificó Veda —. ¡Es el propio Frit Don, el jefe de la expedición marítima! Hasta la noche, Veter, se quedarán solos los tres. Yo me llevo a Evda.

Las dos mujeres corrieron hacia las leves olas y empezaron a nadar juntas en dirección al islote. La canoa viró hacia ellas, pero Veda le hizo con la mano señas de que siguiera adelante. Ren Boz, inmóvil, observaba embelesado a las nadadoras.

— ¡Despiértese, Ren, y hablemos del asunto! — le gritó Mven Mas, y el físico sonrió turbado y dócil.

La explanada de arena compacta, entre dos cadenas rocosas, se convirtió en sala de conferencias científicas. Ren Boz, armado de un trozo de concha, escribía y trazaba.