Entre el formidable rugido de los motores planetarios, Erg Noor condujo la astronave siguiendo la tangente al horizonte. Las palancas de los sillones hidráulicos descendían más y más bajo la creciente pesantez. Parecía que de un momento a otro iban a llegar al tope, y entonces, como bajo una prensa, la tremenda aceleración rompería los frágiles huesos humanos. Las manos del jefe, que pulsaban los botones de los aparatos, se habían vuelto terriblemente pesadas. Pero los recios dedos accionaban, y la Tantra, describiendo un suave arco gigantesco, se elevaba cada vez más en las densas tinieblas para salir a la negrura translúcida del infinito. Erg Noor no apartaba los ojos de la línea roja del nivelador horizontal, que oscilaba en equilibrio inestable, indicando que la nave se disponía a pasar del ascenso al descenso, siguiendo la trayectoria de caída. El pesado planeta no dejaba aún a la nave escapar de su cautiverio. Erg Noor decidió poner en marcha los motores de anamesón, de una potencia capaz de liberar al navío cósmico de las garras de cualquier planeta. La tintineante vibración obligó a la Tantra a estremecerse.
La línea roja se elevó en una decena de milímetros sobre cero. Un poco más, y…
Por el periscopio de observación de la parte superior del casco, el jefe de la expedición vio que la astronave se cubría de una fina capa de llamas azulencas que se deslizaban con lentitud hacia la popa. ¡La atmósfera había sido atravesada! En el inmenso vacío, siguiendo la ley de la superconductibilidad, las corrientes eléctricas residuales fluían por el mismo casco de la Tantra.
Las estrellas habían aguzado de nuevo sus puntas, y la astronave liberada volaba, alejándose cada vez más del terrible planeta. A cada segundo, disminuía la fuerza de atracción. Los cuerpos se tornaban más ligeros. El aparato de gravitación artificial empezó a entonar su cancioncilla, y su tensión terrestre ordinaria parecía extraordinariamente pequeña después de aquellos interminables días bajo la prensa del planeta tenebroso.
Los tripulantes saltaron de sus sillones. Ingrid, Luma y Eon bailaban los más difíciles pasos de una danza fantástica. Pero pronto llegó la reacción inevitable, y la mayor parte de la tripulación quedó sumida en breve sueño reparador. Solamente permanecían despiertos Erg Noor, Peí Lin, Pur Hiss y Luma Lasvi. Había que calcular la trayectoria provisional de la Tantra y describir una curva gigantesca, perpendicular al plano de rotación del sistema de la estrella T, para evitar sus cinturones glacial y meteorítico.
Después, se podría lanzar la astronave a la velocidad sublumínica normal y acometer la larga labor de fijar el verdadero curso.
La médica observaba el estado de Niza después del despegue y la vuelta a una fuerza de gravedad normal para los seres terrenos. Pronto pudo tranquilizar a todos con la noticia de que las pausas entre las pulsaciones eran de ciento diez segundos. En una atmósfera superoxigenada, aquello no constituía peligro de muerte. Luma Lasvi pensaba recurrir al tiratrón, estimulante electrónico de la actividad cardíaca, y a otros neurosecretores.
La vibración de los motores de anamesón hizo gemir durante cincuenta y cinco horas las paredes de la astronave, hasta que los contadores señalaron una velocidad de novecientos setenta millones de kilómetros por hora, próxima ya al límite de seguridad. El alejamiento de la estrella de hierro aumentaba en más de veinte mil millones de kilómetros cada día terrestre. Difícil es describir la grata sensación de alivio que experimentaban los trece viajeros después de las duras pruebas soportadas: el planeta muerto, la desaparición del Algrab y, por último, la angustia de aquel terrible sol negro. La alegría de la liberación no era, sin embargo, completa: el tripulante catorce, la joven Niza Krit, yacía inmóvil, presa de un letargo cercano a la muerte, en un aislado sector del camarote-enfermería…
Cinco mujeres de la Tantra — Ingrit, Luma, joven, segundo ingeniero electrónico, la geólogo y Yone Mar, profesora de gimnasia rítmica, que ejercía además las funciones de distribuidora de los alimentos, operadora aérea y coleccionista de los materiales científicos — se reunieron como para unas exequias antiguas. El cuerpo de Niza, liberado por completo de sus vestiduras, fue lavado con unas soluciones TM y AS; luego, lo tendieron sobre un grueso tapiz, cosido a mano, de blandas esponjas del Mediterráneo.
Pusieron el tapiz sobre un colchón neumático y lo cubrieron con una campana de silicol rosáceo. Un aparato de precisión — el termobarooxistato — podía mantener, durante años, la temperatura, la presión y el régimen de aire precisos en el interior de la gruesa campana. Unos blandos salientes de caucho mantenían a Niza en la misma posición, que Luma Lasvi pensaba cambiar una vez al mes. Lo que más había que temer eran las consecuencias de una larga y absoluta inmovilidad en el lecho. Por ello, Luma decidió someter a observación el cuerpo de Niza y renunciar a un sueño prolongado durante el año o dos que duraría el viaje. El estado cataléptico de la paciente continuaba. Lo único que había conseguido Luma Lasvi era acelerar el pulso hasta una pulsación por minuto. Y aquel éxito, por pequeño que fuera, evitaba a los pulmones una perniciosa saturación de oxígeno.
Pasaron cuatro meses. La astronave seguía su verdadera trayectoria, exactamente calculada, que contorneaba la región de los meteoritos libres. La tripulación, extenuada por las peripecias y el enorme trabajo, estaba sumida en un sueño que había de durar siete meses. Esta vez no eran tres, sino cuatro personas las que velaban: a Erg Noor y Pur Hiss, que estaban de guardia, se habían agregado Luma Lasvi y el biólogo Eon Tal.
El jefe de la expedición, que había logrado salir de la situación más difícil en que se encontrara una astronave terrestre en todos los tiempos, se sentía solo. Era la primera vez que cuatro años de viaje hasta la Tierra le parecían interminables. No trataba de forjarse ilusiones, de engañarse a sí mismo, porque sólo en nuestro planeta tenía esperanza de salvar a su Niza.
Venía demorando largamente algo que debía haber hecho al siguiente día de emprender el vuelo; la proyección de los estereofilmes electrónicos del Argos. Erg Noor quería ver y oír con Niza las primeras noticias de los espléndidos mundos, de los planetas que rodeaban a la estrella azul y de las noches estivales de la Tierra. Deseaba que Niza estuviese con él cuando se realizasen los más audaces y románticos sueños del pasado y el presente: el descubrimiento de nuevos mundos siderales, futuras islas lejanas de la humanidad…
Aquellos filmes — rodados a ocho parsecs del Sol, hacía ochenta años, y guardados en la astronave descubierta en el planeta negra de la estrella T — se conservaban en perfecto estado. Y la estereopantalla semiesférica llevó a los cuatro espectadores de la Tantra a la región donde la azul Vega brillaba alta, esplendorosa.
Con rapidez, cambiaban los breves temas: aparecía, agrandándose, el astro de deslumbrantes fulgores azules; sucedíanse cuadros instantáneos, descuidados, de la vida de la nave. El jefe de la expedición, extraordinariamente joven para el cargo — tendría a lo sumo veintiocho años —, trabajaba ante la máquina calculadora. Astronautas aún más jóvenes realizaban las observaciones. Se mostraban las obligatorias pruebas deportivas y danzas rítmicas ejecutadas diariamente por los tripulantes con precisión de acróbatas.
Una voz burlona explicaba que la campeona, durante todo el viaje a Vega, continuaba siendo la biólogo. Y en efecto, aquella muchacha de cabellos cortos, del color del lino, combaba de un modo prodigioso su espléndido cuerpo, magníficamente desarrollado, exhibiendo los más difíciles ejercicios.