Al ver aquellas imágenes, completamente reales, que conservaban la naturalidad del colorido, se olvidaba que aquellos jóvenes astronautas, tan alegres y enérgicos, habían sido devorados hacía mucho tiempo por los terribles monstruos del planeta de la estrella de hierro.
La sucinta crónica de la vida de la expedición pasó en un abrir y cerrar de ojos. Los amplificadores de luz del aparato de proyección empezaron a susurrar zumbantes: el astro violeta brillaba con una claridad tan intensa, que hasta su pálido reflejo en la pantalla obligó a los espectadores a ponerse gafas de protección. La estrella gigantesca, muy aplanada, casi tres veces mayor que el Sol por su diámetro y masa, giraba vertiginosamente a la velocidad ecuatorial de trescientos kilómetros por segundo. Aquel globo de un gas de indescriptible refulgencia, con una temperatura de once mil grados en su superficie, extendía a millones de kilómetros sus alas de arisado fuego. Parecía que los rayos de Vega, como potentes lanzas, de millones de kilómetros de longitud, volaban por el espacio atravesando y destruyendo cuanto encontraban en su camino. En lo hondo de su resplandor se ocultaba el planeta más próximo a la estrella azul. Mas ninguna nave de la Tierra o de sus vecinos del Circuito podía llegar a aquel océano de fuego. A la proyección visual siguió un informe verbal sobre las observaciones efectuadas, y en la pantalla aparecieron las líneas semiespectrales de unos planos estereométricos que indicaban la situación del primero y del segundo planeta de Vega. El Argos ni siquiera había podido aproximarse al segundo, situado a cien millones de kilómetros de la estrella.
Unas monstruosas protuberancias, emergidas de las profundidades de aquel océano de transparentes llamas violeta — la atmósfera sideral —, tendían en el espacio sus destructores brazos, abrasándolo todo. Era tan grande la energía de Vega, que emitía la luz de los quanta máxima, parte violeta e invisible del espectro. A los ojos humanos, incluso protegidos por un triple filtro, les daba una espantosa impresión de irrealidad, de la presencia de un fantasma, casi invisible, portador de un peligro mortal… Tempestades de luz se desencadenaban, superando la atracción de la estrella. Sus repercusiones lejanas sacudían y balanceaban el Argos. Los contadores de rayos cósmicos y de otras radiaciones duras dejaron de funcionar. En el interior de la nave, a pesar de su coraza, empezó a producirse una ionización peligrosa. Y allí dentro de la astronave, se podía conjeturar únicamente la furia con que se precipitaba en los abismales espacios aquel tremendo torrente de rayos y el inútil derroche de quintillones de kilovatios de aquella energía.
El jefe del Argos conducía prudentemente la astronave hacia el tercer planeta, muy voluminoso, pero revestido tan sólo de una fina capa de atmósfera transparente. Por lo visto, el ígneo aliento de la estrella azul había quitado el manto de gases ligeros, que se extendía, como una larga cola de débil brillo, tras la parte oscura del planeta. Las corrosivas emanaciones del flúor, el veneno del óxido de carbono y la densidad de los gases inertes hacían que en aquella atmósfera no pudiera subsistir, ni un segundo, nada terrestre.
De las entrañas del planeta salían agudos picos, afiladas crestas, cuarteados muros, casi verticales, de bloques rojos como heridas o negros como simas. En las planicies de luva, barridas por furiosos torbellinos, se divisaban quebradas y abismos que emanaban candente magma y parecían venas de fuego escarlata.
A gran altura, se alzaban densas nubes de ceniza, de un deslumbrante color azul celeste en la parte iluminada y negras, impenetrables, en la parte sombría. Gigantescos rayos, de miles de kilómetros de longitud, fulguraban zigzagueantes en todas direcciones, testimoniando la intensa saturación eléctrica de aquella atmósfera sin vida.
Veíase el pavoroso fantasma violeta del enorme sol, y el cielo negro, medio cubierto por un halo irisado, mientras abajo, en el planeta, se extendían unas sombras carmesíes en contraste con los caóticos amontonamientos de rocas, los llameantes surcos, sinuosidades y círculos de fuego y el continuo resplandor de unos relámpagos verdes…
Los estereotelescopios transmitían aquel cuadro y los filmes electrónicos lo recogían con una precisión imparcial ajena al ser humano.
Pero, a más de los aparatos, estaban allí los viajeros, seres vivos, sensibles, y su razón protestaba contra aquellas insensatas fuerzas de destrucción y acumulación de la materia inerte y discernía la hostilidad de aquel mundo de fuego cósmico desencadenado.
Absortos por el espectáculo, los cuatro astronautas intercambiaron unas aprobatorias miradas cuando la voz comunicó que el Argos se dirigía hacia el cuarto planeta.
Unos segundos más tarde, bajo los telescopios de la quilla del navío aparecía, agrandándose, el último planeta de Vega, de unas dimensiones semejantes a las de la Tierra. El Argos descendía casi verticalmente. Sin duda, los viajeros habían decidido explorar a toda costa el último planeta, última esperanza de descubrir un mundo que, aunque no fuera magnífico, sería al menos apto para la vida.
Erg Noor se sorprendió a sí mismo pronunciando mentalmente el concesivo modo adverbial. Seguramente, el mismo curso habían seguido los pensamientos de quienes habían gobernado el Argos y examinado con sus potentes telescopios la superficie del planeta.
«¡Al menos!»… Aquellas tres sílabas guardaban el adiós a los sueños de ver los espléndidos mundos de Vega, de hallar planetas-perlas en el fondo del océano cósmico.
Para ello, unos habitantes de la Tierra se habían recluido voluntariamente, para cuarenta y cinco años, en la astronave, y habían abandonado, por más de sesenta años, el planeta en que nacieran.
Pero, cautivado por el espectáculo, Erg Noor no pensó en aquello al instante. La pantalla semiesférica le atraía con sus profundidades, llevándole sobre la superficie del planeta infinitamente lejano. Para gran desdicha de los exploradores — de los muertos y de los vivos —, el planeta se asemejaba a Marte, vecino más próximo de la Tierra en el sistema solar y conocido desde la infancia. La misma envoltura gaseosa, fina y transparente; el mismo cielo verde negruzco, siempre sin nubes; la misma superficie plana de continentes desiertos con cadenas de derruidas montañas. Pero en Marte las noches eran gélidas y los días se distinguían por los bruscos cambios de temperatura.
Había allí pantanos poco profundos, parecidos a enormes charcos, que, por las fuertes evaporaciones, habían quedado casi secos; lluvias menudas y muy poco frecuentes, leves escarchas, una flora mortecina y una fauna extraña, sin vigor, subterránea.
En cambio, las jubilosas llamas del sol azul recalentaban tanto el planeta, que todo él exhalaba el abrasador aliento de los más cálidos desiertos de la Tierra. El vapor de agua ascendía en cantidad ínfima a las capas superiores de la envoltura aérea, y las inmensas llanuras tan sólo eran sombreadas por los remolinos de las corrientes térmicas que agitaban sin cesar la atmósfera. El planeta, como los restantes, giraba con rapidez. La refrigeración nocturna había convertido las rocas en un océano de arena, cuyos inmensos manchones — anaranjados, violeta, verdes, azulados o de cegadora blancura — extendíanse por doquier y parecían de lejos mares o imaginaria maleza. Las desmoronadas cordilleras, más altas que las de Marte, pero tan muertas como ellas, estaban revestidas de una brillante corteza negra o de color castaño. El sol azul, con sus potentes radiaciones ultravioleta, destruía los minerales y volatilizaba los elementos ligeros.
Diríase que las refulgentes arenas de las planicies lanzaban llamas. Erg Noor recordó que, en la antigüedad, cuando los hombres de ciencia no constituían la mayoría, sino solamente un grupo insignificante de la población terrestre, los escritores y los artistas soñaban a menudo con las gentes de otros planetas, adaptadas a la vida en temperaturas elevadas. Aquello era hermoso y poético, aumentaba la fe en el poderío del ser humano.